El mapa y el territorio

por Juan Mihovilovich

Autor: Michel Houellebecq

Novela. 379 págs. Edit. Anagrama. 2017
5ta. Edición.

“Cuando el hombre trabaja Dios lo respeta; cuando el hombre canta Dios lo ama”.
Rabindranath Tagore

El protagonista principal, Jed Martin, es, inicialmente, un fotógrafo que ha asumido una vocación temprana y trabaja ardorosa y secretamente en una serie interminable de imágenes asociadas a los neumáticos Michelin, famosos en todo el mundo y cuyo indesmentible origen francés -como casi toda la novela- está asociado a evidenciar una estrechísima relación entre los mapas de dicha empresa y el sentido territorial que estos abarcan. Es decir, hay una propuesta destinada a mostrar que el espacio físico tiene un correlato que solo la imagen fotográfica puede “revelar”, como una idea de que el tiempo subyace solapado entre carreteras y destinos, entre cronologías y supuestas llegadas que, aparentemente, tienen siempre un fin predeterminado. La fotografía luego es esa ligazón que une los recónditos márgenes territoriales y que nos deja sumidos en una contemplación diferente, “algo” que nadie había visto aún, que Jed Martin “descubre” por una obsesión permanente y que lo lleva a representar en más de ochocientas tomas esa visión de mundo que comenzará a subyugar a los críticos y entendidos del arte.

En paralelo, su primera relación con el sexo opuesto es con Genevieve, una fogosa mujer que, además de enseñarle todos los recovecos de la intimidad, también escarcea en sus ratos libres con ciertos grafitis, un poco a la manera de distracción, toda vez que subsiste en Paris vendiendo sus atributos femeninos como prostituta ocasional, cuestión que Jed Martin asume de manera libre, sin cuestionamientos, hasta que Genevieve le comunica un día cualquiera que su elección será consolidar una relación con un tercero y desaparecerá de su vida tan velozmente como había llegado.

Premunido de cierta desolación interior y buscando un sitio desde donde transparentar esa oculta visión de mundo, termina por exponer al público parisino sus más destacadas fotografías. Ese será el cambio de rumbo de su vida y, además, se concertará su encuentro con Olga Sheremoyova, una bellísima rusa que trabaja para la empresa Michelin, quien se sorprende, no solo con la calidad de la obra de Martin, sino además con la impresionante cantidad de fotografías que el artista posee sin darlas a conocer. A partir de allí no solo hay un vuelco significativo en su aparente desidia y desazón por el mundo real, ya que por un lado su trabajo artístico será ampliamente reconocido y, por otro, establecerá un vínculo profundo y parcialmente duradero con la promotora rusa. El salto a la fama está garantizado. Las imágenes que lo sustentan se amparan en una muestra global de las cuestiones del poder. Empresarios que suelen dominar al resto desde sus posiciones jerárquicas, fotografías de personajes que muestran el rodaje de la globalización, que colocan en escena sus ambiciones soterradas o evidentes, sus manejos de las economías locales o continentales, en fin, un mundo de las relaciones de producción que sustentan el entramado del capitalismo a ultranza y que se expande por doquier con sus tentáculos invisibles.

En esa perspectiva, la opción de Jed Martin, luego de alcanzar ribetes de reconocimiento y fama, devendrá en dos aspectos que nuevamente lo desviarán de una opción primeriza: conocerá a Franz Teller, un galerista que anda a la caza de alguien diferente en el mundo del arte y, además sufrirá la partida de Olga Sheremoyova a Rusia, tentada por una expectativa laboral que la empresa Michelin ha depositado en sus manos abriendo un mercado de proporciones. He ahí el dilema de Martín: Olga lo ama, pero no sacrificará su futuro por una relación incierta y que Jed Martin asume con un cauto temor de sentirse él mismo perdido por su inseguridad, por no vivir con intensidad cada momento y percibir que la vida se le presenta con una dosis de irrealidad que solo el arte puede, en parte, apaciguar.

Unido a este panorama de recambio fluye como una corriente subterránea toda su relación filial. Su padre ha sido también un individuo rico, millonario, gerente de una empresa relevante, con quien mantiene una correspondencia algo equívoca, forzada ocasionalmente y que, esporádico también, ocupa un sitio de encuentros navideños como una forma de rescatar mutuamente un pasado sujeto a eludir las causas del suicidio de su madre. En esa disyuntiva de ser hijo único e ignorar por qué su madre optó por salir voluntariamente de este mundo, Jed Martin ve siempre con suspicacia su ligazón paterna: este debe saber qué razones motivaron el deceso de su cónyuge, pero no lo dirá, a menos que en algún momento la cercanía de su propia muerte lo sensibilice.

En ese panorama su vena artística derivará, casi como una consecuencia natural, en la pintura. El galerista que lo ha testeado y que ha visto en él algo más que un proyecto financiero, intuye que su arte será revolucionario. Y de ese modo saldrá a circular un trabajo de varios años e irá exponiendo, en una suerte de prolongación, su antigua opción fotográfica traducida ahora a la pintura, con todo el vasto y multifacético universo que lo atenaceaba por años. El paso a la consagración era cosa de tiempo. Sus óleos transfiguran esas relaciones productivas de un modo nunca antes visto. La fama y la riqueza conviven con él de la noche a la mañana, y en el intertanto conocerá al autor de la propia novela de la que él es parte: a Michel Houellebecq, pero incursionar en ese ámbito sería desvirtuar el sentido final de una trama absorbente e inesperada.

Lo que sí cabe en esta valiosa obra es asumir que, a través del arte, específicamente de la fotografía y la pintura, Jed Martin se pasea por los intersticios del alma humana con una perspicacia poco común y va entregándonos una visión medianamente acabada del mundo del trabajo, de esa dependencia absorbente de nuestro mundo, de unas relaciones productivas que pasan de mano en mano a través de los grandes monopolios transnacionales que manipulan nuestros destinos, y que el pintor visualiza con sugerente maestría en sus lienzos.

La decadencia ineludible del padre, su devenir en una institución suiza dedicada a la eutanasia, la negación del supuesto secreto que manejaría respecto de la madre suicida, la reiteración de igual decisión paterna y la soledad terminal en que Jed Martin sucumbe como único testigo de su propia sombra existencial, hacen de esta novela un historia que se mueve entre los ámbitos descritos y que, además, se inmiscuye en un crimen tenebroso que pareciera perfecto, salvo que el pintor proporcionará, por esas cosas que quisieran ser sospechosamente del azar, algunos señuelos que podrán -quizás- dilucidar el misterio de un asesinato horrible.

En suma, una novela que realza una vez más las dotes ya conocidas de un autor insigne de la literatura francesa y europea, que nos envía a reencontrar los vínculos del amor, el dinero, el poder oculto, la ineluctable muerte física, la inevitable disgregación de los valores humanos y esa porfiada obstinación de entender qué somos desde la óptica de un artista que alcanzará las máximas alturas y devendrá en una existencia callada, solitaria, que consolida las eternas preguntas del mundo actual y cuyas respuestas avizoramos a medias, con cierto temor de adentrarnos en las causas reales que nos gobiernan y que de a poco nos exterminan.

Juan Mihovilovich
Keitele, Finlandia, julio de 2019