Antípodas. Bernardo Grez. Reseña

por Cristián Cisternas Ampuero,
Universidad de Chile.

Me conecté con la poesía de Bernardo Grez través de una lectura que va reconociendo las huellas de una poética de los elementos. Al mismo tiempo, me encuentro con un poemario estructurado arquitectónicamente, es decir, visualmente, como una cartografía o como un mapa. El libro está concebido como una bitácora de viaje, como un cuadrante; por lo mismo, la experiencia vital que recoge es la de un balance en un trayecto vital que subtiende el arco de una vida que ha salido de la juventud y ha entrado en la madurez. Juventud y madurez que rastreo en el uso de las imágenes y metáforas que remiten a un Yo definido esencialmente por su relación con Otro. Ese alter-ego, puesto como el objeto de deseo último e interrogación que se aspira a poseer y resolver, es la mujer. Y, por otro lado, encuentro la madurez de un verbo que reconoce los límites del decir y, por lo tanto, se predispone para aceptar la posibilidad de un fracaso expresivo. Tópico místico: el reconocimiento de la inefabilidad del mundo o de la incomunicación radical entre el hombre y la naturaleza.

En este sentido, identifico elementos de la poética romántica del sujeto enfrentado al mar, despertando al sentimiento oceánico que Freud encontraba como un factor común en la mayoría de los sueños reportados por sus pacientes. Sentimiento o anhelo de fusión y de Unión con lo indiferenciado del océano, indiferenciación propia de una vida en la muerte y una muerte en la vida (tópico barroco oximorónico). Por otro lado, la instalación de la mujer como brújula de esta bitácora es extremadamente clara en cuanto a la filiación arquetípica de las imágenes y las cadenas de metáforas. Resulta transparente que estamos frente al Ánima de Jung, la Mujer amante, compañera, madre terrible, ninfa, náyade que preside el viaje y el balance del viaje.

Originalmente, reconocemos en Antípodas la visión de mundo que surge desde los presocráticos, ya descrita magistralmente por Baltasar Gracián en los primeros capítulos de El criticón: La lucha de los elementos. Así el fuego frente al agua, el hombre frente a la mujer, la tierra frente al aire, constituyen una visión de mundo cíclica cambiante y, al mismo tiempo mítica y reflexiva. Lo que sorprende en Antípodas es la comprensión de que, pese a que la sociedad occidental ha llegado a un punto en que la noción de centro se ha atomizado en pequeños nodos móviles, rizomáticos o modulares, el poeta no renuncia al propósito de anclar el verbo en un punto central, y ese punto es la enunciación del discurso.

Por ejemplo, en el poema Prima nocte nos encontramos con el cuerpo femenino como la Terra incógnita y con el trabajo de descubrimiento del mismo como una exploración de tipo cartográfico, según una ordenación en el espacio y en el tiempo. Lo que podría parecer muy poco erótico, es de un erotismo sublimado, mortificado. La primera noche, en latín, prima nocte es el momento en que se enfrenta la Encarnación del arquetipo femenino que atrae e intimida, como la Tierra, Ceres, Gea primordial: una cartografía que hay que descifrar, pulsión masculina. El motivo amoroso, por lo tanto, está asociado al descubrimiento no solo del otro, sino de la instalación del sentido de ese otro en el mundo.

La relación hombre mujer, habría que decir: heteronorma (concepto tan cuestionado últimamente) está profundamente arraigada en el inconsciente colectivo que no conoce de materialismos. Es, simplemente la forma como los sexos se ven, como se buscan, se encuentran o desencuentran, guiados por un impulso que está más allá de la racionalización, un impulso que se pierde en la noche de los tiempos.Y que tiene que ver con la sobrevivencia de la especie, pero también con el instinto de dejar atrás o conjurar la muerte, la aniquilación la ansiedad, es decir: lo que se ha llamado la Teoría del Manejo del Terror. La poesía es un instrumento para manejar ese terror, inmortalizando lo perecedero, haciendo memoria de aquellos que quedarán sepultados en el pasado, intentando traducir en palabras la inefabilidad del placer de la agonía y el éxtasis. Nuevamente, las metáforas náuticas de Bernardo se corresponden con las metáforas de la cetrería de amor,que estuvo muy de moda en el Barroco. Es el amor como una cacería, en que hay una presa y un ave de presa que amaga hasta que cansa y atrapa entre sus uñas al objeto deseado. En los poemas Mariposa, pero más claramente en Flechazo, se invierte este paradigma de Cazador; el hombre es la presa, sobre el hombre se ejercen las estrategias de seducción, y el amor y el dolor se funden en un solo sentimiento. El hombre es polinizado, es flechado. La imagen de lo femenino, no exenta de elementos siniestros, penetra a través de la mirada y se queda en la memoria masculina habitando como un recuerdo de peligro y sobrevivencia.

El cuerpo de la mujer no es solamente el cuerpo armónico, blanco, liso, porcelanizado, a que nos tiene acostumbrado la superficie del mármol; es también un cuerpo fósil, un cuerpo que guarda en sí las marcas del tiempo. Es un corpus que posee partes duras y partes blandas pero, como siempre (y ahí tal vez hay un misterio) es el cabello de la mujer el que embelesa al sujeto con sus inmensas páginas azules su melena, con la marejada, sus únicas orejas… Resulta evidente la identificación entre naturaleza y mujer, pero tengamos presente que no es una naturaleza benigna; es la naturaleza que puede aterrorizar, el mundo de Ceres tanto como el Mundo de Perséfone.

Más adelante, en el poema Resistencia, asistimos a otra formulación tópica de la relación hombre-mujer. La mujer es un puerto, el hombre es un navío; la mujer es una bahía, el hombre es un náufrago que se acerca a ella. La resistencia de la mujer, lo que podríamos llamar la ancestral desconfianza, que también está presente (y se hace cada vez más presente en el imaginario femenino contemporáneo) es vista como un estímulo más para que el varón -o digámoslo de una manera más general, el enamorado- trate de derribar ese velo pintado con agua de Pozo. Derribar el velo es una metáfora muy poderosa: recordemos que la metáfora del velo es lo que oculta en el sancta sanctorum a los textos religiosos de las miradas intrusas. Cuando Cristo muere, se rasga el velo del templo; el velo de la mujer, la mujer velada, las mujeres que no pueden mostrar el rostro en algunas culturas o que voluntariamente prefieren taparse el rostro, encarnan un misterio que todavía en Occidente no sabemos resolver. Romper el velo, obviamente, también es cruzar el límite de la intimidad con el otro, y ese límite implica obtener un conocimiento o un secreto: ese licor que se agolpa en las comisuras de la boca de la mujer amada (o del amado, como diría Raimundo Lulio). Si la relación finalmente es consentida, como decimos hoy, el Eros podría alcanzar su más rápida y profunda concreción sin culpa -y repito, sin culpa- porque es la culpa, como lo desarrolla el gran psicólogo argentino Carlos Castilla del Pino, uno de los sentimientos más tremendos que perturba la conciencia de la humanidad. Sin culpa se podría recorrer el laberinto de rosada madreselva como dice el poema. Los laberintos, habitualmente, generan ansiedad, pero este Laberinto obviamente que no, porque se deja recorrer y desvela finalmente su secreto.

No se puede ignorar tampoco que la relación entre los amantes es una relación que mezcla lo erótico y lo tanático. El toque, el contacto epidérmico, es básicamente un contacto de piel, ganglios, músculos, huesos, fibras. En ese roce, que es el principio del conocimiento del cuerpo del otro, (cuerpo que persiste en nuestra memoria pero también está sometido al paso del tiempo) conlleva el desengaño de la intimidad. Ese cuerpo perturba y, a veces, incluso genera rechazo. Es en ese momento cuando surge la alternativa o la necesidad de la separación: tomar distancia para lograr la perspectiva, el paralaje..

Así llegamos a un momento importante dentro de este periplo, que es el viaje de encuentro con el otro, en que la compañía del otro se puede hacer insoportable Necesito soltar amarras, dice el poeta. El sujeto debe alejarse de la presencia que lo convoca y la metáfora náutica, junto con la imagen del río, nos llevan a concebir la liquidez de las relaciones interpersonales no como un defecto intrínseco de las mismas, pues la idea de que esas mismas relaciones o pasiones deben ser sólidas y concretas es, tal vez, uno de los deseos mal encaminados de la conciencia occidental. Asumir que todo fluye es aceptar que el desprendimiento es parte de la forma de abandonar el sufrimiento y abrirse a la posibilidad de un redescubrimiento del otro. Se entiende que, a menudo, el sujeto necesita apartarse del otro para tomar distancia en el deseo y recuperar la objetividad. Pues el amor, llamémosle el amor físico, es también un combate y la aproximación al cuerpo del otro (o de la otra) tiene mucho de riesgo de batalla o combate desigual. El cuerpo de la mujer es un entramado de cercos y púas amenazantes; es una cáscara incendiaria; sus muslos se cierran como tijeras; su cadera es como un navío blindado y forastero. Como podemos ver, las metáforas más bien representan obstáculos y peligros que el amigo o amante debe sortear para llegar finalmente a una zona de encuentro íntimo y de comunión.

Debemos destacar en la poesía de Bernardo Grez algo que hoy raramente se dice: la libido varonil, la fuerza erótica de la especie que se manifiesta en el deseo masculino, no es solamente la libido del depredador, o del violador, o del acosador. Es, también, la libido del creador. El hombre, para aproximarse a la mujer, pasa previamente por una etapa de identificación y de unión con el paisaje. El sujeto se reencuentra con el litoral, con el agua, el aire, las nubes… Reencuentro que es, en el fondo, el retorno al hogar primordial: como dice Heidegger, la condición de los mortales que saben que están cuidando la tierra, bajo el cielo, en espera de los dioses. El sujeto masculino deseante se metamorfosea, se transforma, va pasando por distintas etapas: desde las fases embriológicas hasta las transformaciones animalescas, incluso licantrópicas. La meta de este proceso es presentarse ante la mirada de la mujer como un otro que busca el reconocimiento, la validación y el reconocimiento de ser visto como un igual, y al mismo tiempo, como una contraparte. Al igual que en la simbología alquímica, la Unión o fusión de los elementos reúne el principio volátil con el principio fijador, el azufre con el mercurio, el sol con la luna, el rey con la reina. Esta unión es tan profunda, que termina con la disolución del Yo, en este caso del yo masculino deseante, cuya libido, finalmente encauzada, se sublima a sí misma. Esperaré a que suba la marea para disolverme como un gránulo de azúcar y entrar por tu ventana de estuario será el tiempo de la piel sobre hojuelas.

Profundicemos un poco más, ya que hemos abierto la puerta del simbolismo alquímico. La existencia del auténtico rebus, es decir, la cosa binaria que se une en una sola; el principio activo con el principio pasivo; el azufre con el mercurio, el principio volátil con el principio fijador, aparecen estrechamente relacionados con formas rituales tan antiguas como el baile. En el poema Tango con serpiente vemos cómo volviendo a una intuición que tuvo Jorge Luis Borges cuando escribió su célebre ensayo Historia del tango, este baile, que se considera la quintaesencia de la seducción puesta en movimiento, revierte su significado al de una batalla en que hay asedios y estrangulamientos, en que hay roces mordaces, medias vueltas y emboscadas y, finalmente, un ser que apresa y otro que es la presa. El sujeto masculino representa y se representa en un escenario, es decir es un espectáculo público de seducir y dejarse seducir, pero también de combatir. Lo que ha devenido en una especie de reclamo turístico, el tango, que en sí mismo es una coreografía maravillosa, también puede ser una representación simbólica de ese encuentro no exento de violencia que se produce entre los dos principios activo/ pasivo, positivo/ negativo. Digamos, de paso que si hiciéramos una lectura estrictamente psicoanalítica, cosa que no voy a hacer, vemos que en la poesía de Grez aparece lo que Mario Praz ha llamado la belleza medúsea, aquella belleza fascinante y al mismo tiempo peligrosa que hace del cuerpo femenino un espacio de salvación o perdición. La insistencia en representar la lengua femenina como metonimia de otra lengua bífida de un simbólico animal que está inserto en los miedos más profundos y ancestrales de la especie, conduce a un acto de penetración. Ataca, saborea, se incrusta, se desvía y finalmente se enfrenta con la lengua del otro, la lengua del hombre que actúa en defensa propia: y en defensa propia te aceptaré un golpe de lengua turgente un martillazo de boca directo a tu cuerpo.

Pero Antípodas contiene también otras secciones que no son, necesariamente poesía amorosa. Tenemos la enunciación de una voz poética masculina que explora su masculinidad, sin condescendencias, el hombre se ve a sí mismo como un ser para el otro: el que quería mi madre alguien que recoge Voces del suelo un hombrecito de fábula policial un parlanchín pájaro de la noche… En el proceso de individuación poética, que siempre está presente en la escritura, el poeta se reconoce no sólo como un sujeto en teleología, sino como un sujeto con distintas identidades, dependiente, cada una de ellas, del deseo del otro o de la otra. Sin embargo, se reafirma que el ser es el ser que se necesita a sí mismo. Cómo vamos a ver más adelante, ese ser es el sujeto que escribe y que con su escritura construye artefactos como un relojero: artefactos que, de alguna manera, sirven para compensar lo que más arriba es llamado el manejo del terror a la muerte.

La escritura, como mecanismo de defensa, pero también de ataque, aparece en la poesía de Grez como un instrumento que permite negociar con las ansiedades, fobias y temores que la psique masculina tiene y padece en abundancia. Sin temor a equivocarnos, podríamos decir que estamos frente a un poemario en que el sujeto mismo se esquicia o esboza, no necesita ir a ningún taller de deconstrucción patriarcal. Es, en realidad, una desmitificación, un auto parodia, una vía de conocimiento a través del sin sentido del sufismo o del budismo Zen. La idea de viajar a las antípodas es pensable dentro de la que se llama, habitualmente, la cartografía del deseo, una metáfora de un viaje pendular, no circular ni en espiral, sino un movimiento de péndulo en que se llega a un extremo, se devuelve y se vuelve oscilar. No es el movimiento absurdo del mito de Sísifo; es, más bien, un ir y venir a partir de un eje. ¿Quién define la naturaleza hemisférica de la conciencia? Podríamos pensar en los hemisferios del cerebro, en la ley de la paridad de la física cuántica. El movimiento pendular aquí está estrechamente ligado a un proceso de autognosis. La escritura masculina aparece como defensa y ataque para enfrentar a la nada y para encarar, también, a esa figura mítica que es la madre.

Castradora, mi madre que ya no respira a menudo aparece a los pies de mi cama con su boca de mortero de piedra y su enagua de fantasma. Pensemos en la reminiscencia del famoso poema de Oscar Hahn “La muerte está sentada a los pies de mi cama”, imagen que proviene de las danzas macabras del Barroco. Me invierna su olor a manteca rancia y sangro de narices sobre mi cuaderno de dibujos como si lloviera sin cielo Entonces tiemblo de memoria y agito los genitales para ahuyentar a las moscas. Esta es una imagen muy poderosa; la toma de conciencia de la genitalidad masculina es uno de los momentos que nos definen por la culpa, la vergüenza, pero también por un sentimiento de poder y también por un sentimiento de pérdida. Creo sinceramente que el simbolismo de agitar los genitales para ahuyentar las moscas es uno de los aciertos más grandes de este poemario. Digamos que la tradición de la poesía amorosa en Occidente concluye siempre con la sublimación a través de la escritura. Eso significa que las relaciones reguladas entre hombre y mujer, relaciones que se establecen y se norman a partir del surgimiento de la caballería y de la cortesía, implican que el modo de aproximación del hombre a la mujer debe ser siempre indirecto. Por lo tanto, se hace un rodeo del deseo a través de símbolos, metáforas, actos sublimes, etcétera. Hoy en día, cuando se está repensando radicalmente todas las formas en que el hombre se aproxima la mujer, vale la pena pensar que la escritura (y en este caso, la escritura de una palabra poética que se sabe ficción, que incluso se sabe cliché y lugar común) permite expresar lo que el establecimiento de lo políticamente correcto nos impide actualmente decir. En este sentido, una de las cosas que constato en la poesía de Grez, aparte de los muchos intertextos que apuntan a una lectura detenida del Antiguo y el Nuevo Testamento, es que hay una conciencia escritural metatextual que es típicamente contemporánea (otros dirían: postmoderna). Encontramos en el poemario el texto A imagen y semejanza, que obviamente es una alusión al libro del Génesis. Lo perturbador es que masculinidad se reconoce a sí misma en una situación de desmedro; es el hombre el que trata o intenta ser reconocido y, por lo tanto, afirmado o confirmado por la mujer. El sujeto masculino siente la culpa de no haber hecho feliz a la mujer, pese a todos los esfuerzos intelectuales y artísticos: esa falla que podríamos decir que no es tal, porque corresponde también a un pensamiento arraigado que el hombre tenga que hacer feliz a la mujer, pues, tanto la mujer puede ser feliz por sí sola como el hombre feliz por sí solo y ante sí mismo, sin necesidad de otro o la otra. Este fracaso que genera culpa también se sublima a través de la escritura y la escritura, lejos de ser un acto sublime, se transforma también en un acto que animaliza al hombre y lo hace descender a la materia más básica. Cito: Por eso ahora escribo con las uñas partidas cómo lo hace un animal rabioso sobre las rocas descosidos garabatos que no vencen ni convencen pero arañan la memoria larga oculta entre pliegues de pañuelo entre empeines retorcidos. Si la escritura poética, ya sea por estrategia o por desengaño, abandona la búsqueda de lo Sublime hermoso, del azul parnasiano y rubendariano, para dirigirse hacia lo sublime y grotesco de lo que es conocido como la dimensión animal del cuerpo -la feria de atrocidades de la cual hablaba James Ballard- se textualiza y presenta la búsqueda de una poética que supere las dos aspiraciones del Sublime definido desde los tiempos de Longino. Tal vez en los tiempos que corren ya no existe lo Sublime. Existe solamente el camino que lleva de una antípoda a otra. En ese camino se tienen una gran cantidad de experiencias, algunas buenas, otras malas, como Odiseo, quien se encuentra con mujeres hermosas que están dispuestas a casarse con él y también con hechiceras que tratan de transformarlo en animal. El poeta debe dar un paso previo al abordaje de la empresa estética de estos nuevos tiempos; desde mi punto de vista, ese paso es la aceptación de las grandes distancias, cartográficas y existenciales, que hay entre hombre y mundo, hombre y mujer, sueño y realidad, sinsentido cotidiano y sentido poético. No hay que desesperar; el péndulo puede detenerse y señalarnos la vía de conocimiento. Recomiendo que lean Antípodas para que se entienda que existe una subjetividad masculina, que esa subjetividad masculina también es construida culturalmente y puede ser cambiada. Es una subjetividad íntima de la cual, a veces, nos cuesta hablar y que solamente se puede comunicar a través de los complicados meandros de la poesía.

Para terminar, me referiré al poema Pies, que, obviamente, dialoga con un famoso poema de Pablo Neruda. A nosotros, los hombres, se nos dice que somos pocos corporales, que no nos comunicamos tanto con nuestro cuerpo, pero yo digo: Sí, los hombres nos tocamos, los hombres somos conscientes de nuestra barba, de nuestros pelos, de la nariz de las orejas, de los genitales y de los pies. Por eso es gratificante leer: me gusta La Piedad de mis pies su hincapié al besar el cielo que pisan la estampa de su propiedad sobre la Tierra Mojada saben de mis días en la cuerda floja de las piedrecillas en los zapatos de mis tropiezos sobre la hierba apisonada son los espejos retrovisores del alma En este poema la subjetividad masculina del poeta finalmente se acepta en aquella parte del cuerpo que simboliza lo más humilde, pero también, lo más importante: las plantas de nuestros pies, con las cuales nos paramos ante el mundo para vencer el miedo a la muerte y también con los cuales nos plantamos frente al otro, para vencer también nuestros miedos a todo lo que representa el principio general de lo desconocido, que una vez fue familiar.

Muchas gracias.