por Javier Perucho
Uno de los torrentes prosísticos que circula por los cauces de la narrativa latinoamericana, ha expuesto desde hace décadas el registro de los tiempos oscuros que padecieron los países del sur continental y los centroamericanos. Esta propuesta literaria se bifurca en dos modalidades. Por una parte, la que consigna la novela de la guerrilla, con un acervo apabullante si consideramos que tan sólo en México se dispone de un centenar de novelas que testimonian o fabulan el período de los combates entre la resistencia armada y el antiguo régimen. Por la otra, la crónica, la cuentística y la novela social, tan plenas de hallazgos, innovaciones y resultados memorables. Para sus realizaciones sólo pensemos en el escritor argentino Rodolfo Walsh, en cuyas crónicas recogió el testimonio de la vida entre las tinieblas.
De ambas bifurcaciones se desprende el propósito de registrar la memoria colectiva, la resistencia activa o simbólica, el sigilo de la clandestinidad y la militancia política. Tal vez el motivo sea la esperanza de que la vida bajo la tiranía no se vuelva a repetir en la historia de los pueblos americanos, tan pródiga en tiranos y caudillos.
Los escritores de estas regiones han adoquinado esa memoria y fortalecido aquella esperanza con su trabajo literario. Una memoria que servirá de dique, registro e historia de la vida bajo la dictadura. Dicha esperanza quizá indique un camino de salvación, libertad y autonomía para las repúblicas.
Mientras tanto, en la penumbra a que obligaba el tirano, anidaba el “ogro”, su corte, castigos y suplicios. El monstruo al que hace referencia el título es la otra cara del dictador, que aquí recibe varios nombres, pero no se describe como personaje literario, apenas se perfila su sombra, esa sombra siniestra que rigió la vida cotidiana, las relaciones amorosas, el trabajo, los medios de comunicación, los placeres y la memoria de los caídos, porque este libro también habla de pérdidas.
La veintena de cuentos unificados por el título El tiempo del ogro da cuenta de los avatares políticos, sociales, familiares que los personajes, siempre masculinos, tuvieron que sortear para engañar, burlar o sorprender a los secuaces del monstruo.
Estos personajes, en su mayoría jóvenes bachilleres, universitarios o profesionistas, bajo la lupa de la nostalgia, el luto o el homenaje al compañero caído, rememoran la vida bajo el toque de queda, la persecución, el exilio o la vida en la clandestinidad, aunque este es un asunto apenas esbozado, pero que se infiere por los indicios aportados en alguno de los relatos. Todos ellos en resistencia ante la tiranía, quienes sin odio o rencor, pautaron el recuerdo de un tiempo en que el ogro sometía a sus víctimas.
Transcribo un pasaje ilustrativo de esta juventud: “Y más difícil aún si pertenecías a aquella banda de adolescentes chascones que iluminaron las postrimerías de los sesenta con sus pantalones grises, sus chaquetas azules y sus banderas de colores, repitiendo consignas comprendidas a medias y recitando frases inextricables, pero con el corazón lleno de fuego y de poesía, ardiendo hasta los tuétanos.”
El tiempo del ogro se ampara en la década de los años sesenta, época que se registra en la pauta narrativa que documenta la moda, la música, el cine, la literatura, que fueron los acervos donde abrevaron las juventudes retratadas en estos cuentos.
Ya referí la juventud, las corrientes artísticas y la época fervorosa por la que transitaron los personajes, aunque también anuncia por inferencia una ciudad, Santiago, y un país, Chile. El nombre del tirano aún falta por nombrar aquí: Augusto Pinochet.
Estas pinceladas no bastan para dar noticia de los cuentos de Diego Muñoz Valenzuela (Chile, 1956), faltaría agregar los elementos propiamente literarios que facultan su escritura como una de las más decantadas y versátiles en el amplio abanico de su generación.
Obra sólida por la entrañable relación que ha tejido con las arquitecturas del cuento, pues una docena de títulos publicados bajo su autoría acompaña su trayectoria. Apunté versátil por los géneros que frecuenta en su escritura: desde la práctica magistral del microrrelato y la novela, hasta el cuento en algunas de sus especímenes: la ciencia ficción no le es desconocida a este autor realista y el corte fantástico se aviene muy bien a la pluma que destila su ficción.
Para tejer su narrativa, Muñoz Valenzuela recurre a un tipo de narrador objetivo que registra el acontecer cotidiano, las acciones de persecución, la reclusión a que obliga el tiempo de queda, la secrecía de los mensajes, la vida semiclandestina bajo el régimen militar, al igual que las acciones políticas contra el imperio del orco, que van desde las tiernas del adolescente que pinta un grafiti en el escusado del baño escolar al recuento de los votos en el plebiscito contra el tirano.
De la persecución y las desapariciones este narrador ofrece noticia verdadera, fundada en la experiencia del escritor, de quien se infiere por sus narrativas y activismo una participación política en la lucha contra la dictadura. Se trata de una ficción sustentada en una realidad verificable. La literatura como una acción de resistencia política y memoria colectiva.
El ejemplo para este narrador es el que hilvana “El tiempo del ogro”. Es el cuento de la persecución, el acecho y el del prisionero convertido en cebo, pero también del dilema entre la vida y la muerte. Héctor, el protagonista, siendo prisionero, susurra unas palabras al camarada Remigio, que son las que lo salvan de caer en una emboscada que los servicios de seguridad habían tendido para atraparlo. Como acto de sobrevivencia, Remigio escapa hacia Europa, vuelve en algún momento a Chile, pero luego se suicida.
La muerte es el fatalismo que atenaza a los personajes que habitan en este cuentario. A pesar del heroísmo de los protagonistas, la muerte los atrapa o caen en su guadaña por las razones de la persecución, la nostalgia o la depresión de la vida solitaria en el exilio.
Sin embargo, ubico dos relatos que no se apegan a esta retórica literaria y política: “Cruzar la calle” y “Perros”. El primero anima una visita a un manicomio. Ni la muerte ni el ogro tienden su sombra o sus garras en esta historia vital y plena. Sí, en cambio, alternan los amigos, el jazz, la locura ponderada en ese asilo de la vida donde se concentran los alineados. Aunque se trata de un espacio de enclaustramiento, la libertad es su sino. Un pasaje sostiene: “Roberto se puso de pie para abrazarme y recibirme en este ‘santuario de lucidez, donde reside toda la esperanza del universo’.” Roberto es el protagonista, pero no tiene el perfil político o militante del resto de los personajes que circulan por El tiempo del ogro.
El segundo, “Perros”, aunque el simbolismo es ominoso, no deja de involucrarse en los terrenos de la literatura fantástica al modo de “Casa tomada” de Julio Cortázar. Las muertes y desapariciones aquí no se deben a los correligionarios de “El Chacal”, sino a otras inefables, oscuras fuerzas de un mal del que desconocemos diegéticamente sus raíces.
Todos los elementos que solicita el género se consagran en su respectivo lugar: una casa, dos residentes de clase media venidos a menos, la premonición de muerte, animales domésticos, suspenso, dosis de misterio y el aviso periodístico de desapariciones nunca aclaradas. Unos recortes periodísticos y dos epístolas se funden en el relato para su concreción. Técnicamente, es el más innovador.
Ahora bien, el cuento que conservo en la memoria no sólo porque acumula los atributos de la narrativa del chileno; es decir, descripciones puntuales, diálogos apropiados, ambientes oscuros, casi tenebrosos, personajes emblemáticos de la época, clima social de protesta, algarabía comunitaria por la derrota del dictador, más la suma de los placeres del cuerpo, el vino y la música que tapiza cada historia. “Luz y sombra” lleva por título. Acontece el día del plebiscito, durante “el triunfo del ‘no’ a la perpetuación de la dictadura”. El héroe del relato es un activista que se encarga de recabar información en un centro de cómputo alternativo. Transcurre la década de los años ochenta. Al finalizar la jornada electoral, asegurada la derrota de la dictadura, en medio del júbilo social, caminando sin destino, nuestro héroe llega al “Infierno”, un cabaret entrevisto al retornar de las jornadas laborales. Decide entrar, tomar un whisky para celebrar la victoria. Sobre la pista una bailarina, a la que contempla embelesado: “En eso me entretenía cuando un destello estroboscópico reveló un detalle que no había descubierto: en su muslo derecho, a medio camino entre la rodilla y la cadera había un inconfundible no —el lema de la campaña antidictatorial— escrito con una sustancia que resplandecía en el entorno iluminado por la luz ultravioleta.” La derrota del chacal también se concelebró en las catacumbas del infierno.
Con este libro, Diego Muñoz Valenzuela ajusta cuentas con la época, el dictador, la juventud añorada, los personajes que en su madurez recapitulan su pasado inmediato y el momento histórico que les fue posible atestiguar. A su vez, El tiempo del ogro desemboca en el caudal de esa vertiente literaria rica, plena y en efervescencia que ha ofrecido un testimonio veraz sobre los avatares sociales y políticos por los que ha transitado su país en las últimas décadas.
Fuente: La Jornada Semanal
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