(Entrevista con Carlos Olivárez)

Por Juan Armando Epple
Universidad de Oregón

Al día siguiente de mi primer regreso a Chile me fui directamente a la Unión Chica a saludar a Jorge Teillier y Carlos Oliváres.
Cuando llevaron a Jorge a su casa, nos quedamos conversando con Carlos hasta que cerraron el local. De allí resultó esta entrevista. La revisé en 1992 para un proyecto de entrevistas con escritores chilenos, pero este proyecto está inédito.

**Carlos Olivárez (La Unión, 1945) publicó en 1971 su primera colección de cuentos, Concentración de bicicletas. El libro fue recibido como un ejemplo promisorio de la nueva sensibilidad narrativa que se abría paso en Chile: una actitud desenfadada, lúdica, e interesada en un trato promiscuo con las diversas zonas culturales que des-ordenaban el territorio nacional. A esta aventura juvenil siguió un largo silencio consumido en oficios disímiles, cesantías milagrosamente llevadas, y una que otra re-aparición en concursos literarios o revistas. En 1987 publicó su segundo libro de relatos, Combustión interna, una tensa summa subjetiva de la vida bajo la dictadura. Y la vez editó la antología Veteranos del 70, obra que buscaba re-valorar y rescatar las requisitorias y utopías de su generación.

En 1985 obtuvo el primer premio en el concurso de cuentos del Instituto Chileno Francés de Cultura, que le permitió salir por primera vez de Chile y visitar Paris cuando los exiliados pugnaban por entrar a Chile. En 1987 una beca de la Fundación Andes le permitió instalarse por un año en Antofagasta como escritor en residencia. Allí dirigió un taller literario, organizó actividades culturales, y editó la antología Poetas de Antofagasta (Fundación Andes, 1988). En la actualidad dirige el importante suplemento Literatura y Libros de La Epoca.**

JAE: Comencemos por la antología Los veteranos del 70 (Santiago: Editorial Melquíades, l987). ¿Cómo está organizada?

CO: La antología está orientada por el siguiente criterio: reúne textos que se publicaron a fines de los 60 y comienzos de los 70, de escritores que no necesariamente corresponden a un mismo grupo de edad. Por coincidencia, la antología terminó incluyendo 21 narradores y 21 poetas. Una situación que llamará la atención es que hay solamente dos mujeres, pero se debe a que la presencia femenina en ese período era realmente escasa. Uno de los núcleos que agrupa estas voces es el Taller Literario de la Universidad Católica, que adoptó un criterio de selección riguroso para otorgarles becas a los participantes, y por donde pasó una generación completa de autores. Por otro lado están los grupos de poetas, como «Trilce» en Valdivia, o «Arúspice» en Concepción, que promovieron encuentros de escritores y difundieron su trabajo en revistas universitarias. También fueron importantes en el período los concursos literarios organizados por la revista «Paula», e incluso podría aventurarse que ese concurso fomentó un estilo cuentístico. Yo tuve en consideración esos núcleos de creación y difusión para seleccionar a los antologados. Esto significa que están las voces inevitables en una recopilación de esta naturaleza, pero también hay algunos autores que se rescatan del olvido. En cuanto a los poetas, está Claudio Bertoni, que no estaba vinculado a los grupos más conocidos, ni estaba ligado a la universidad. El formó parte de un grupo entonces marginal llamado «La Tribu No». O está José Angel Cuevas, un poeta del Pedagógico que no había sido antologado antes, y que acaba de publicar un poemario titulado Canciones rock para chilenos. Está también César Soto, un joven poeta medio maldito que pasó por el Taller de la Universidad Católica, que no ha publicado libros, y a quien tuve que someter a una especie de «ablandamiento» para que me entregara sus textos de esa época. También está incluído Raúl Zurita, y hay quienes me han dicho que no debería estar en una antología de los veteranos del 70 porque él es un triunfador de los 80. Pero el texto que recojo, y que no está recogido en ningún libro, «El Sermón de la Montaña» es de l97l, y fue publicado en una revista llamada «Quijada». Mirando la sección de poesía, esta antología es más completa y representativa que las que se han hecho antes, porque incluye un espectro de voces que van desde las intelectualizadas, en relación a una tradición universitaria, hasta las más vitalistas o destempladas, aquellas afines a la onda rockera de los sesenta. Generalmente las antologías hechas por los mismos poetas son excluyentes, porque se organizan en torno a afinidades grupales o estéticas. En cuanto a los narradores, junto a los ya conocidos, como Poli Délano, Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, Luis Domínguez, hay algunos que no tenían en ese momento una obra destacada, como Ernesto Malbrán, Patricio Manns (de quien incluyo un relato titulado «La lluvia en la red»), o Luis Baeza, que se dio a conocer en los concursos de la revista «Paula».

Al prepararla busqué el apoyo de una serie de escritores y críticos, que me hicieron sugerencias valiosas, que me ayudaron fundamentalmente a ampliar el corpus. Lo que me interesaba era que estuvieran representadas allí todas las locuras de los años sesenta, y todas las tendencias emergentes entonces. En este sentido, es una antología generosa, y las limitaciones son sólo de espacio, pues de lo contrario se hubiera transformado en una especie de gran Larousse del período, o hubiera dado la impresión de ser más larga que toda la literatura chilena.

JAE: ¿Cuáles fueron las razones que te impulsaron preparar este trabajo?

CO: La razón inicial fue de orden económico. Yo vivo en Chile, tengo que inventarme trabajos, y cuando se formó la Editorial Melquíades me preguntaron si yo tenía algún texto inédito. Yo tenía un libro de cuentos, que ya le había entregado a la Editorial Galinost. Les dije que les podría armar otro texto, y les sugerí esta antología. Empecé a encontrarla necesaria en la medida en que buscaba argumentos para vendérsela. Ellos me pagaron el proyecto por anticipado. Pero hay otra motivación intelectual que se fue imponiendo: los jóvenes escritores de ahora no son tan jóvenes, sino que tienen ya cerca de treinta años. Nosotros solíamos decir que el hombre es creativo hasta los treinta años, y por lo visto esa idea ya no corre. Estos jóvenes se han insertado al movimiento literario del país sin tener un conocimiento medianamente cercano de la obra de la generación de los sesenta, a la que ellos vendrían a reemplazar. El desconocimiento de la generación anterior no es culpa ni de esos autores y de los muchachos más jóvenes. Debido a la diáspora que se produjo después del golpe, ellos conocen sólo a algunos escritores de la generación precedente, y piensan que esa generación se reducía a cuatro o cinco personas, por lo que de pronto se asombran de encontrar aquí 42 nombres. En este sentido la antología cumple una función de rescate de un movimiento creador bastante diversificado.

JAE: En este sentido, ¿cumpliría una función de «puente» entre los proyectos de ahora y los que quedaron interrumpidos?

CO: Yo creo que sí. Para usar un lugar común, «va a llenar un vacío». Pero es un vacío hasta por ahí nomás, porque los jóvenes pueden identificar a los autores, pero no han leído sus textos. Y esto ha hecho que se falsee la imagen de estas personas como escritores, a quienes se ve más como figuras públicas que como individuos que han vivido un proceso de aprendizaje creativo. Por eso me ha interesado recopilar esos textos escritos antes del golpe. Es entonces la escritura de un período.

JAE: ¿ Te preocupa que puedan calificarla como un simple acto de nostalgia?

CO: Bueno, yo me confieso un industrial de la nostalgia. Yo pienso que la nostalgia no debe tener siempre un sentido peyorativo, sino que puede ayudarnos a recuperar un pasado que nos pertenece y, con el apoyo de esa mirada, proyectarnos hacia el futuro. Hay algo que se detuvo, que se escarchó en el tiempo, y que hay que calentar un poquito. Lo que ha pasado es que ese tiempo se escarchó de dos maneras: se congeló literalmente, por una parte, y por otra el tipo de fantasías que se estaba gestando cambió. Parecía que la narrativa iba lanzada hacia horizontes cada vez más libres, abiertos, de imaginación, y que de pronto, porque lo que sucedió en Chile fue tan tremendo, esa imaginación de inhibió o se orientó por otros caminos. Pero es posible que varios de esos autores comiencen ahora a retomar sus sueños, aunque sean sueños «remozados». Yo creo que hay en este proyecto una activación de la nostalgia. Sé que se trata de un sueño que terminó, pero también creo que hay que estar muy despierto para recordar los sueños. Es bueno recordarlos, pero no para dormirse en ellos, sino para subirse, y muy despiertos, a los sueños que vienen.

JAE: Encuentro que el título es auto-irónico. El término «veterano»
tiene en español una connotación de edad, referida a personajes que han terminado su periplo de protagonistas de algo. Pero en este caso se trata de autores que, para usar otro de esos lugares comunes, «está en la flor de la edad»: no sólo han seguido escribiendo, sino que muchos de ellos ostentan ya una obra sólida y significativa.

CO: Cuando apareció el libro, su título generó una polémica muy sabrosa. Alguien propuso «Los veteranos del 69»,para acentuar quizás algunas experiencias o aventuras de la edad. Otro señaló que correspondía titular esa antología «Los veteranos del 73», en referencia a un proyecto histórico derrotado. Desde luego el título es irónico. La mayoría de los autores seleccionados nació en la década del 40, y están en plena producción, sin asomos de retirarse a los cuarteles de invierno. Pero también hay algo que se perdió tempranamente, en términos de aventura literaria. Es cuestión de comparar el tipo de narrativa que estaban produciendo en la etapa juvenil y la que están escribiendo ahora.

JAE: Toda antología es, de algún modo, un acto de recuperación, y la tuya está dirigida a los lectores de hoy, que están insertos en otro proceso cultural. ¿Qué aporte puede ofrecer a las promociones más jóvenes?

CO: Yo quiero defender una forma de escribir. Pienso que lo que escribíamos canalizaba una actitud optimista y alegre. Era una escritura muy desenfadada, llena de vitalidad. Y la escritura que se está haciendo ahora está recargada de tintas tristes, empantanada en una actitud muy densa. En algunos casos, se ha vuelto al realismo de la generación del 38. Yo creo que debemos recuperar ese desplante que tenía nuestra generación para instalarse en la coyuntura de la historia y de los sueños, tomar de nuevo el tren y lanzarse a recorrer la geografía y la cotidianidad social con otras perspectivas, más maduras. Recuperar una actitud más creativa, donde haya una búsqueda de lenguaje más rica, que no se reduzca sólo a contar una anécdota. Quiero repetir algo que he dicho en otras oportunidades: es posible que ésta sea una generación que tiene todavía una segunda oportunidad. Es decir, que no tenga porqué doblegarse ante la tragedia que enlutó el país con el golpe militar y la dictadura, encerrarse en pequeños dilemas internos, sino asumir con ese potencial creativo que ostentaban en los setenta los retos del presente. Estos «veteranos» de hecho están instalándose de nuevo en el espacio que les corresponde en la literatura chilena. Ahora se está abriendo de nuevo un espacio editorial en Chile, y comienzan a publicarse textos de esta generación, que muestran el resultado de su madurez creativa. No se trata por supuesto de las mismas líneas transitadas en la etapa juvenil, pero sí de una actitud retadora ante el mundo. Nosotros ya no estamos tan jóvenes para seguir bailando rock and roll, pero tampoco estamos tan viejos para meditar sobre nuestra muerte.

JAE: Cuando sobrevino el golpe, esa promoción estaba inserta en el proceso de cambios sociales de los años 70, y a la vez buscando una nueva escritura. Yo siempre destaco, como texto paradigmático de esa nueva sensibilidad literaria, el libro El entusiasmo (1967) de Antonio Skármeta. Un libro que exploraba una perspectiva más lúdica, desenfadada, coloquial en su trato con el mundo, y sobre todo a contrapelo con esa actitud grave y seria que había caracterizado a la generación del 50. Skármeta dijo en una ocasión que le costaba entender que esa generación adoptara perspectivas existencialistas de corte agónico cuando todos ellos parecían tener, en su vida real, tendencias felices. En relación a tu obra personal: tu primer libro, Concentración de bicicletas (197l) fue considerado por la crítica una propuesta promisoria, en la línea del entusiasmo skarmetiano. Te vieron como al joven narrador que podría generar en Chile un fenómeno parecido al de la «onda» mexicana, o al de la «novísima narrativa» Argentina. ¿ Cómo concebías ese libro?

CO: Primero, quiero puntualizar algunas cosas. A mí siempre se me conectaba a Antonio Skármeta por ese libro y por la forma de escribir. Cuando yo llegué a Santiago, proveniente de un pequeño pueblito del sur, yo había leído a Skármeta pero no lo conocía personalmente. Los escritores que más me habían impresionado eran los que tú nombraste, los escritores de la «onda» mexicana», y también algunos norteamericanos, como Jerouak, Salinger y Mailer. Lo que pasó es que cuando llegué a Santiago nos hicimos muy amigos con Skármeta, que en ese momento era profesor del Pedagógico. Yo comparto tu juicio en relación a ese hito que significó la publicación de El entusiasmo para los escritores que recién iniciaban su obra. Esa obra puede contrastarse con otro hito, publicado veinte años después, que es La desesperanza, de José Donoso. Del entusiasmo a la desesperanza.

En todo caso, mis influencias inmediatas, filtradas por esa amistad con Skármeta y por gustos comunes, provenían de México y Estados Unidos.
En el caso de escritores algo mayores, vinculados a la generación del 60, como Poli Délano o Luis Domínguez, sucedió una situación bien especial: ellos fueron influídos por los más jóvenes. Si examinamos las novelas que publicaron antes de aparecer El entusiasmo, e incluso antes de mi libro Concentración de bicicletas (porque Citroneta blues de Luis Domínguez, es posterior a mi libro), y las comparamos con su obra posterior, notamos un cambio de perspectivas y de actitud que tiene la marca de imprenta de los escritores más jóvenes.

JAE: En Concentración de bicicletas hay una predilección por los procedimientos narrativos procedentes del cine…

CO: Bueno, el cine es algo que me ha interesado desde que estaba en la secundaria. Yo intenté hacer unas películas hace 25 años atrás, cuando estaba en la Universidad Austral. Guillermo Araya, que era el decano de la Facultad de Filosofía y Letras, me encontró una vez en un pasillo y me preguntó si yo sabía hacer películas. Y yo le dije que no sabía hacerlas, pero que estaba en eso, aprendiendo por mi cuenta. En otra ocasión, me tocó dar un examen con una comisión donde estaban Lenidas Morales, Carlos Opazo y Eugenio Matus. Yo respondí las preguntas y salí. Morales, que era el profesor titular de Hispanoamericana, les preguntó a sus colegas si habían entendido algo de mis respuestas, y ellos, para apoyarme un poco, explicaron que yo era un poco enredado para hablar pero que se podían entender mis argumentos. Leonidas quedó pensando un momento, y luego dijo: si Olivárez está haciendo una película, como me han dicho, seguramente va a salir con un argumento todavía más enredado. La verdad es que lo único que había visto de cine eran las películas que llegaban a mi pueblo, La Unión, o las que llevábamos al Cine Club de la Universidad Austral, y fuera del entusiasmo no tenía ningún conocimiento técnico. La prueba es que cuando tratamos de ver lo que habíamos filmado no salió nada, porque nadie sabía manejar la cámara que nos habían prestado. Pero al Cine Club de la Universidad Austral, que es el primero que se fundó en Chile, llegaban películas de primera calidad, y ello acrecentó mi interés por el cine. Después, estando en Santiago, tuve oportunidad de trabajar en spots publicitarios para la televisión, y en l977 participé en un documental sobre José Donoso. Posteriormente he hecho algunos guiones para cine, que no se han filmado.

JAE: ¿Con quiénes te vinculaste en Valdivia cuando intentaste hacer cine?

CO: Yo estaba trabajando con gente del Departamento de Teatro, y se me ocurrió hacer un documental sobre la Universidad Austral que se llamaba «Recinto universitario, velocidad máxima: 30 kms. por hora». El documental tenía tres partes, que eran: «Matinee», «Vermouth» y «Noche». El guión lo preparamos con Lucho Bustamente, que era fotógrafo y trabajaba en la Biblioteca de la universidad. Yo pensaba que si Lucho era fotógrafo, también podría manejar una cámara de cine. Conseguí a través del Rector que la universidad arrendara una cámara para este proyecto, la puse en manos de Lucho, y empezamos a filmar. Pero el primer rollo salió todo negro, sin imagen, y debí «despedir» a mi camarógrafo. Luego conocí a Leo Kocking, que estudiaba en el Instituto Alemán, y el me aseguró que sabía manejar la máquina. Lo interesé en el proyecto, y en efecto, lo que filmamos empezó a salir en imágenes. Leo Kocking se dedicó después al cine, y ahora acaba de entrenar una película importante, que se llama «La estación del regreso». También conocí a Carlos Flores, que era estudiante de Medicina Veterinaria y con quien vivimos en la misma pensión. El se comenzó a interesar por ese mundo tan distinto que teníamos en la Escuela de Castellano, dejó de ir a clases, se enamoró de una estudiante de literatura y cuando se vinieron a Santiago, se dedicó al cine, con bastante éxito.

Con ese grupo de entusiastas del cine, que no sabía cómo terminar una película, quisimos ir incluso más lejos: hacer algo similar a lo que hacía el grupo literario «Trilce» con sus convocatorias a encuentros de poetas. Nos propusimos organizar, en l966, un festival de teatro y cine, e invitar a autores de Santiago. Yo viajé a Santiago a invitar a Antonio Skármeta, Miguel Littin y Raúl Ruiz, que en esos años estaban haciendo teatro. El único que aceptó nuestra invitación fue Raúl Ruiz. Al llegar a Valdivia se encontró con que era el único asistente al publicitado encuentro de Teatro y Cine. Nosotros nos dedicamos a pasearlo por los bares, le dimos un tour por los lugares frecuentados por los escritores y artistas locales (el Guata Amarilla, la Bomba Bar, el café Turismo) y lo sacamos a pasear por los ríos. Cuando estuve de visita en París me encontré con Raúl Ruiz. El me dijo que se acordaba muy bien de esa visita a Valdivia, y sobre todo de un decorado que había visto en La Bomba Bar, que era nuestro bar habitual y nuestra oficina de relaciones públicas, y que soñaba con usar ese decorado para una película.

JAE: Ese debió haber sido su primer congreso de cineastas.

CO: Y el menos formal de todos. La verdad es que nosotros éramos unos neófitos que apenas olfatéabamos algunas cosas. Pero al parecer teníamos buen olfato: imagínate, pudimos llevar al que es ahora uno de los cineastas más importantes, y no sólo a nivel nacional.
Un par de años antes había llegado a Valdivia Federico Schopf, entonces el discípulo predilecto de Félix Martínez Bonati. Federico, que hacía clases de estética literaria, se integró al grupo «Trilce» y fue el primero en editar un libro bajo ese sello. Todavía no llegaba a los veinticinco años, y ya nos impresionaba a todos con sus conocimientos de estética y literatura, aprendidos en la Universidad de Chile y en Alemania. Cuando nos visitó Raúl Ruiz, y como ambos eran amigos, se fue a alojar a la casa de Schopf. Yo recuerdo que los acompañé, y la conversación que escuché fue alucinante. Qué manera de tirarse bibliografías por la cabeza, libros tras libros. Por primera vez vi a Federico quedarse callado. Después supe que muchos de los libros que esgrimía Raúl en la discusión eran inventados. Era una discusión entre un intelectual con una base muy lógica, de formación alemana, y un creador que se defendía inventando no sólo bibliografías, sino hasta teorías que iba desarrollando ahí mismo.

JAE: Y tú al parecer te viniste a Santiago para seguir más de cerca esos debates literarios. En tu libro Concentración de bicicletas aparece el motivo, recurrente en la literatura chilena, del «provinciano en la capital». Es el joven provinciano que viene deseoso de insertarse en el mundo estudiantil y cultural de Santiago, pero lo hace con una actitud entre celebratoria y crítica: le atrae el ritmo variado y novedoso de la gran ciudad, sus incitaciones culturales, pero no acepta de buenas a primeras todos los parámetros de esa cultura, sobre todo los que privilegia la universidad. Y esto entronca con un aspecto de la nueva sensibilidad literaria que se estaba modelando en esos momentos: la mezcla promiscua de niveles de cultura.

CO: Lo que pasa es que en provincias, al menos en esos años, existía la tendencia a sobrevalorar la Cultura con mayúsculas, sobre todo aquella que se institucionaliza en la capital. Lo único que aprendí de uno de esos cursos de linguística romance que tuve que tomar en la Escuela de Castellano es que provincia viene del latin «pro vincere», que significa ‘en favor del vencedor’. Y en Chile las provincias han estado siempre en favor de Santiago: aceptan como términos válidos todo lo que proviene de la capital. Cuando estaba en Valdivia, pensaba que así estaba rayada la cancha, y que no había más vuelta que darle. Entonces decidí salir de la universidad provinciana y venirme a estudiar a Santiago. Pero llegué al Pedagógico, y me encontré con un mundo mucho más rico, diversificado, donde convergían estudiantes de todo el país y donde existía un ambiente de debate, de cuestionamiento de ideas y concepciones, verdaderamente amplio. Y en Valdivia eso no se daba. En Valdivia había una especie de sacralización de la cultura, de respeto de romeros hacia la palabra escrita y los clásicos. En Santiago ya se vivía el fermento de la Reforma Universitaria, y lo que no sabíamos era que lo que estaba ocurriendo allí, en el mundo estudiantil, se adelantaba a situaciones similares que se vivieron después en otras grandes urbes, como en México o Paris. Llegando a Santiago, mi carrera literaria tomó vuelo en forma fácil, gané algunos premios literarios e incluso recibí derechos de autor anticipado de dos editoriales que se interesaron en mi primer libro, Zig- Zag y Editorial Universitaria.

JAE: A tí te conocieron como un cuentista de la revista «Paula»…

CO: Lo que pasa que en la revista Paula trabajaba un grupo de mujeres que alcanzó después una gran notoriedad en su trabajo personal: estaban Isabel Allende, Delia Vergara y Amanda Puccio. Ellas crearon esta revista femenina con un criterio bastante distinto al de las revistas de ese género. Y organizaron un concurso de cuentos al que se presentaban entre cuatro mil y cinco mil relatos. El primer concurso, organizado en l969, lo ganó José Miguel Varas, el segundo lo obtuve yo y el tercero lo ganó Poli Délano. Y Marco Antonio de la Parra, un escritor que se comenzó a destacar hace pocos años, lo ganó en l971 o l972. Ellas publicaban, a lo largo del año, los relatos que habían sido recomendados por el jurado, y si uno relee esos cuentos puede notar allí un estilo, una forma de presentar las historias que se amoldan un poco al espíritu de la revista, abierta a los síntomas de la modernidad del período. Ese concurso era importante no sólo por el premio, sino por la enorme difusión que tenía la revista a nivel nacional.

JAE: ¿Qué pasó contigo después del golpe militar? Muchos quedamos esperando el segundo libro que anunciabas, y pasaron como l6 años.

CO: En el intertanto, mientras ustedes partían al exilio, yo me quedé enredado en los bares por cerca de tres años. Estaba en un estado de desesperación tan grande que no tenía ganas ni de leer ni de escribir. Después, cuando todo el mundo se estaba separando, me casé. Allí me di cuenta que tenía que mantener una familia, y que había que trabajar en lo que se pudiera. Y lo que vino fue la posibilidad de trabajar en una agencia de publicidad. En Chile se había instalado un sistema de «libre mercado», y ese sistema genera, como la espumita de la ola, la publicidad. En el momento del boom económico propiciado por la dictadura entre los años l979 a 80, habían aquí en Santiago 300 agencias de publicidad, y su volúmen de facturación llegó a ser de 400 o 500 millones de dólares al año. Pero no nos dejemos engañar por esas cifras. Lo que ocurría era que el dólar estaba fijado a un cambio artificialmente barato. Como la publicidad era muy incipiente en Chile, no había una tradición de redactores de publicidad, de modo que ese trabajo les fue ofrecido a escritores, poetas y periodistas. Yo trabajé en publicidad seis años. La publicidad es una actividad donde te aplican la política del «limón exprimido»: te sacan todo el jugo y después te botan como una cáscara inservible. Yo salté de la pobreza más aguda a una solvencia económica deslumbrante, fosforecente, pero también falsa.

Traté de mantener cierta relación con la literatura, antes de entrar a la publicidad, haciendo crítica literaria en la revista «Ercilla». Pero muy poca gente en Chile se dedicaba a escribir literatura, por el estado mental a que estábamos sometidos, y por la carencia de canales editoriales. Como tenía que ocurrir, vino la crisis del modelo económico, y las agencias de publicidad empezaron a quebrar. Yo llegué a un arreglo con la agencia donde trabajaba, y me retiré con algún dinero. A partir de l983 me integré a las actividades literarias. En l984 participé en un recital muy amplio, del que salió una antología titulada «Encuento», donde aparecen cerca de veinte narradores. En l985 la Embajada de Francia organizó un concurso de cuentos, que tenía de jurados a José Donoso, Poli Délano, Adriana Valdés, Carmen Foxley y Michele Borstein. Se seleccionaron 21 autores, entre los que quedé incluido, y se organizó una serie de lecturas de los relatos seleccionados. Generalmente en los concursos sólo se conocen los nombres de los ganadores, pero no del resto de los participantes. Así, muchos de los que no obtienen las distinciones pueden decir que no participaron en ese concurso. Pero en este caso había 2l finalistas leyendo su obra ante el público. Para mí fue una sorpresa saber que me habían dado el primer premio.

JAE: ¿Cuál es el cuento tuyo que obtuvo ese premio?

CO: Es uno que se titula «Combustión interna», y que incluí luego en mi segundo libro, que tiene ese título.

JAE: Recuerdo que poco después del golpe un amigo común, Carlos Opazo, hizo correr la noticia de que estabas preparando una novela. El viajó varias veces a Santiago y cada vez que volvía a Valdivia nos traía un resumen del capítulo que le habías contado. El caso que esa novela se convirtió en un secreto colectivo, porque todos tenían datos de una historia que estabas elaborando, oralmente, pero que nadie había visto escrita.

CO: Bueno, yo cada vez que me encontraba con Carlos, le inventaba escenas de algo que pensaba escribir, y él seguramente le agregaba otras cosas de su cosecha. Yo solamente tenía en la mollera algunos personajes, algunas escenas sueltas, y un título: «Deambulante sospechoso». Pero era algo que seguramente iba urdiendo entre la nebulosa de la chicha o los martinis, y los únicos vestigios que queda de esas fantasías los debe tener Carlos. Yo voy a tener que contactarme con él para que me cuente esa novela, o pedirle que la escribamos a medias. Recuerdo que hace como doce años me escribiste para preguntarme por esto, y cuando nos encontramos ahora estuve tentado de pedirte que me la cuentes, para ver si rescataba algo.

JAE: El clima que se creó en Chile después del golpe debió haber sido bastante depresivo. ¿Cómo lograron ustedes sobrevivir a este ambiente?

CO: Para los que no tenían una base de apoyo ya sea político o religioso, había dos formas: emborracharse o suicidarse. Yo opté por el trago. En una ocasión me encontré en la calle con nuestro ex-profesor de Gramática de la Universidad Austral, Gastón Gaínza, y me preguntó que cómo lograba mantenerme en Santiago, sin optar por el exilio. Le dije que me mantenía en un estado de «semi inconsciencia», y él se quedó un momento tratando de descifrar la lógica del término. Pero cuando me di cuenta que estaba yéndome por la cañería, me propuse no volver a tomar alcohol. De esto hace ya quince años. Hay otros que desgraciadamente no han podido hacerlo, y son amigos a quienes les tengo mucho cariño, porque fueron una parte importante de mi vida. Esa experiencia de acoso, de autoanulación, de soledad, esa «semi inconsciencia ambulatoria», está rescatada literariamente en mi libro Combustión interna.

JAE: En este libro hay un intento de recuperar ciertas formas narrativas que vienen de tu etapa juvenil, una perspectiva desenfadada del personaje para enfrentarse a la realidad, pero esto contrasta con la nueva naturaleza del mundo, que no es el espacio optimista y alegre de los setenta, sino un orden degradado, acosado, proclive a todas las formas de renuncia o autoanulación. ¿te resultó muy difícil conciliar estos dos aspectos?

CO: Fue muy difícil, es cierto. Pero creo que es un paso necesario que han tenido que dar los narradores chilenos que se quedaron en el país: la cruz de ceniza que tenemos es contar cómo vivimos las consecuencias del golpe. Una de las cosas que más me apasiona de la narrativa es la posibilidad de trabajar creadoramente con el lenguaje, superando la simple necesidad de contar una anécdota. Entonces, ¿cómo conciliar esa aventura con el lenguaje con la necesidad de definir esta realidad tan deprimente? Los personajes que deambulan en este libro son tipos cínicos, orgullosos pero desencantados, que ostentan una picaresca triste. Es un libro en que todas las relaciones que se establecen son a-normales. Yo les pasé el manuscrito a varios amigos, y les pregunté si lo consideraban demasiado triste o depresivo. Es la pregunta que te haría también a tí. Porque si lo hubieran considerado así, yo no lo habría publicado. Una de las cosas que más valoro de nuestra generación es que nunca perdimos el humor, y eso quería verlo reflejado de alguna manera en este libro. ¿Qué te parece?

JAE: Yo creo que en su perspectiva básica no se trata de un libro pesimista o desesperanzado. Lo que pasa es que allí se narra la transición entre la experiencia vital anterior al golpe, con personajes que vivían opciones protagónicas y donde el modo de discurso se adecuaba con naturalidad a esas expectativas transformadoras, y las peripecias sórdidas que les tocó asumir posteriormente, que contrastan con el temple de ánimo, entre burlesco y nostálgico, con que se confrontan las nuevas situaciones.

CO: Eso me deja más tranquilo. Yo convencí al editor diciéndole que tenía por lo menos l50 amigos que iban a comprar el libro porque les interesaba saber qué había pasado con mis personajes y l50 enemigos que lo iban a leer para tener la oportunidad de volarme la cabeza. Y con 300 libros ya podía financiar la edición. Yo había dejado de escribir, y para mí es como empezar de nuevo. Necesitaba dejar un registro de esas situaciones vividas durante el golpe, pero con mi estilo. Son los personajes de Concentración de bicicletas, pero a los que les han cambiado la película y deben arreglárselas de otra manera. En Combustión interna lo que se ve son los efectos secundarios del golpe: está la violencia interiorizada, la locura, los amores desesperados, la destrucción de los libros, los refugios en la marginalidad, etc. La mayor parte de la narrativa sobre el período se ha centrado en la destrucción de la institucionalidad, pero a mí lo que me interesaba destacar es el impacto que tuvo el golpe en la destrucción del sistema de relaciones cotidianas, que es lo más grave, y lo que aún nos afecta. Un profesor de la Universidad Católica a quien le di a leer el libro me dijo que lo había encontrado muy divertido, y que lo que más le había llamado la atención era el narrador «juguetón», que no renuncia a las posibilidades lúdicas de la escritura: el narrador que se esconde, que interpela al lector, y la persona que se revela detrás del personaje. Esto es justamente lo que había buscado presentar en el libro, y esa opinión me alegró mucho.

JAE: Lo que me llama la atención en tu libro es esa atmósfera fellinesca, a la vez realista y onírica, que desrealiza y recompone el espacio narrado. La narrativa posterior al golpe, particularmente la producida en el exilio, se ciñó a una factura predominantemente documental, pero todos esperábamos una literatura que fuera capaz de dar cuenta de la atmósfera cotidiana que se respiraba en el país, con sus conflictos, claudicaciones, y sueños.
Y con ese smog que estamos respirando en este momento.

CO: Santiago es una de las ciudades con mayor contaminación en el mundo. Aquí nos tenemos que tragar cincuenta mil toneladas de smog al año. Volviendo a mi libro, su atmósfera es la cotidianidad de los que no han podido escapar físicamente de una ciudad obligada a vivir la «polución» de los valores impuestos por el régimen. Viven momentos fregados, aparentemente sin salida, pero lo importante es que allí aprenden a respirar a pesar de todo.

JAE: Los personajes se sostienen también buscando recuperar ciertos ritmos vitales de la época anterior. En algunos casos a través del recuerdo nostálgico, con referencias directas al grupo de amigos con los que se había convivido antes, y en otros invocando el antiguo entusiasmo por la aventura creadora.

CO: Yo creo que no todo está perdido. Creo que la vida continúa y que podemos rehacer nuestros sueños y sobre todo volver a escribir como lo hacíamos hace pocos años atrás. Escribir las obras que teníamos pendientes. Yo por lo menos me propongo hacerlo. Mis libros son en este sentido capítulos de una saga, y por eso aparecen esos vínculos con el pasado, pero no para quedarse allí. Mis personajes son como esos atletas que saltan con garrocha: se lanzan al salto, y cuando caen vuelven hacia atrás, calculan mejor la distancia, y vuelven a intentar el salto, sin soltar la garrocha.

JAE: ¿En qué proyectos estás trabajando ahora?

CO: Estoy escribiendo una novela. No la de Carlos Opazo. Una vez le oí decir a Carlos Fuentes que uno no debe contar su novela por anticipado, porque después ya no la escribe. Y como vez, eso ya me ha pasado. Pero lo importante es que estoy de vuelta en la literatura.

JAE: Pero ahora te encuentras con una nueva promoción de narradores, que también está tratando de decir lo suyo…

CO: Mi relación con los escritores más jóvenes ha sido bastante cordial. Cuando a fines del período dictatorial se organizó una serie de presentaciones de esta nueva promoción, en un acto de la SECH, yo asistí a cada una de las reuniones, a escuchar con atención lo que ellos tenían que decir. Al final del encuentro los organizadores (Ramón Díaz Eterovic, Aristóteles España, Diego Muñoz), a quienes sólo conocía de vista, pidieron un voto de aplauso porque yo había asistido a todas las reuniones. Lo que me halagó mucho. Yo no sé si pidieron ese aplauso porque yo había tenido la gentileza de no hablar, o porque querían reconocer algún vínculo con mi trabajo anterior. Yo no hablé primero porque tengo reticencia a expresarme en público, y segundo porque habría tenido que expresar mis objeciones con algunas de las cosas que se planteaban, y no quería aparecer pesado en un momento tan estimulante como el que se estaba convocando.

JAE: Cuando tú comenzaste a escribir existía, en forma paralela a la actividad creativa, un desarrollo de la crítica, que permitía un diálogo sostenido, no sé si muy eficaz, pero en todo caso estimulante. ¿Cómo se dan ahora los vínculos con la crítica?

CO: Creo que eso se ha discontinuado. Y es algo que yo particularmente necesito, y echo de menos. Pienso que cada generación debe crear, paralelamente, una base de reflexión teórica y parámetros críticos que contribuyan a insertar la producción artística en el debate cultural del país. Y eso desapareció en Chile durante la dictadura, donde la nueva literatura se tuvo que desarrollar en una situación de orfandad en término de referencias culturales o apoyo teórico. Los críticos de calidad que teníamos están trabajando casi todos en universidades extranjeras, y lo que se produce aquí o son comentarios impresionistas en los diarios o artículos especializados que se difunden en el circuito universitario y que rara vez se ocupan de la literatura chilena reciente. La generación crítica que salió del país se ha ocupado de preferencia de los autores exiliados, y esto es explicable, porque se han podido vincular a ese canon de producción al que han tenido más fácil acceso. Pero ahora, que se ha roto esa incomunicación inicial, ustedes tienen una tarea importante que llevar adelante, tan importante como la de los creadores. En Chile ha ocurrido una situación muy especial respecto a la crítica: esa perspectiva de parámetros impresionistas que se daba en la década del cincuenta volvió a ocupar un espacio en los diarios o revistas; la que surgió en la década del sesenta modificó esas perspectivas y se vinculó a las propuestas literarias del período, y está en disposición de rehacer ese diálogo con sus pares de generación; pero los autores jóvenes no han tenido ni buenos profesores en la Universidad ni han tenido críticos. Y a partir del hecho de que nadie echa de menos lo que no ha tenido, los muchachos jóvenes no sienten tanto el vacío de una crítica nacional. Esto los lleva a deslumbrarse a veces con las modas teóricas que se cuelan desde Europa, sobre todo de Francia, pero sin entender muy bien esos fundamentos. Ahora, con el advenimiento del post modernismo, paradojalmente lo que estaba ausente del pasado nacional vuelve a gravitar en el presente: porque el post modernismo industrializa también la nostalgia, recupera el pasado y trata de ponerlo en un nuevo contexto. Yo conversaba hace poco con Cecilia Vicuña, que vive en Nueva York, y ella me decía que en Estados Unidos había como una vuelta a los años sesenta. Y allá no han tenido ningún golpe, que yo sepa. Quizás ahora en Chile, el post modernismo oficie de canal coyuntural, de Caballo de Troya para que nuestra generación, que fracasó en sus primeros asedios, vuelva a la cancha a dirimir su segunda oportunidad.

JAE: Pero se va a encontrar con que Helena ya no es la misma…

CO: Por supuesto. Y ella, si todavía está allí, tendrá que darse cuenta que Menelao tampoco es el mismo.

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Santiago de Chile, la Unión Chica 1987.

JUAN ARMANDO EPPLE

Es profesor emérito en la universidad de Oregon. Ha publicado libros de ensayo sobre literatura chilena y latinoamericana, además de varias antologías de microrrelatos. Ha sido incluido en antologías de cuentos editadas en Estados Unidos, España, Alemania y Chile. Es autor de los libros de microrrelatos Con tinta Sangre (Barcelona: Thule Ediciones,2004) y Para leerte mejor (Santiago de Chile: Mosquito Editores, 2010).