Por Gonzalo Garay

 

Tomás tenía por costumbre salir a alimentar a Nerón, su perro bóxer, cada mañana a eso de las siete. Ambos gustaban de iniciar el día con la energía del afecto sincero, que compartían entre juegos y lamidos. Fiel a ese hábito, cierto día de invierno del año dos mil quince, de aquellos fríos y brumosos que caracterizan el amanecer temuquense, mientras el noble animal cargaba su anatomía contra la espalda de su amo, éste observó como desde un amplio ventanal de la casa vecina se asomaba la silueta desnuda de una mujer que, al igual que él, debía bordear los cincuenta años de edad. La imagen era difusa, por la densa neblina que se esparcía en el aire, lo que dotaba a la escena de una estética angelical. Intentó, sin conseguirlo, apartar sus ojos de aquel espectáculo, como queriendo otorgar privacidad al despliegue de naturalidad que acontecía tras los vidrios. Y entonces las miradas se cruzaron. Instintivamente ella tendió a cubrirse, pero al penetrar en los ojos de Tomás no percibió el morbo de un voyerista, por lo que permaneció inmóvil y analizando a aquel hombre de tierno y varonil aspecto. El encuentro había sido casual y hermoso. Mágico. Ambos se entregaron a un juego comunicacional donde no hubo espacio para el ego o los prejuicios. Tras un par de minutos la mujer dio media vuelta y se perdió en una de las dependencias de la casa. Tomás quedó paralizado cual estatua. Perfectamente pudo posarse alguna paloma sobre su cabeza y no lo habría notado. Nerón le reclamaba más tiempo de juego, sin encontrar respuesta. Rendido, simplemente movía lateralmente la cabeza y levantaba las orejas con genuino desconcierto.

¡Tomás, que pasa allá afuera!. ¡Vas a llegar atrasado al trabajo!, fueron los gritos que secamente se escucharon y que interrumpieron el atontamiento del hombre

– ¡Todo bien, mi amor!, le respondió Tomás a su esposa

Una vez dentro, Tomás contempló a Julia- su mujer- en una suerte de iluso ejercicio comparativo, sin encontrar en aquella acción la conmoción que había experimentado recientemente.

Me demoré porque me entretuve jugando con Nerón

Jugando con Nerón, qué mal Tomás. ¿Nerón te va a contratar si te despiden del trabajo?, le replicó Julia.

Tomás agachó la cabeza, se desnudó, y ofreció su cuerpo al calor del agua tibia de la ducha. Llevaba treinta años de duro entrenamiento para lograr soportar los ácidos comentarios de su esposa y, ahora, cuando la última de sus tres hijas daba sus primeros pasos en el mundo de la independencia, el eco del hogar vacío duplicaba el sonido de las quejas y el mal humor de su compañera. Ni la abundancia de ropa, el exceso de viajes y el confort domiciliario lograban suavizar el carácter dominante y agresivo de su mujer, que rehuía del dulce perfume del contacto amoroso, argumentando que el romanticismo era cosa del pasado.
Aquella tarde Tomás estuvo algo más que distraído en la oficina. Sus motivaciones vitales guardaban casi estricta relación con el bienestar de sus hijas, y como cada una de ellas ya labraba su propio camino, era Nerón quien encarnaba el refugio de cariño que su mujer no estaba dispuesta a proporcionarle. Por eso es que aquel encuentro matutino, aunque breve y accidental, le devolvió buena parte de su energía emocional y alimentó su inquietud por aquel enigmático personaje que jamás había visto.

Al día siguiente Tomás se levantó diez minutos más temprano de lo habitual. Quería aprovechar ese tiempo extra para respetar los espacios de intimidad que había construido con Nerón. Luego de eso, guardaba la inconfesable expectativa de presenciar una nueva aparición de su vecina. Y así ocurrió. Tras varios minutos de ejercicio, el animal cayó exhausto de tanto ir y volver con un palo en el hocico. Tomás entendió que era tiempo de poner atención en la casa de al lado, percatándose que la mujer estaba ahí, mirándolo, desnuda, en cuclillas frente a la ventana. El campo visual de ambos se conectó nuevamente y con más intensidad. Parecían comunicarse a través de una fuerza extrasensorial en que cada cual transmitía con pasión y sin velos la belleza de sus historias, con sus aciertos y sus yerros. Sus triunfos y derrotas. Atraían e intercambiaban besos y caricias en una frecuencia única e imperceptible. Repentinamente ella se puso de pie, dejando a la vista toda su humanidad y apoyó sus manos en el vidrio, como queriendo entrar en un dimensión de contacto mas profundo. Tomás recibió el mensaje y contestó quitándose la parte superior de su pijama, arriesgando con ello un buen resfriado. La enigmática fémina acentuó su sonrisa y con ello se dibujaron pequeños agujeros en sus mejillas. Sus ojos también acompañaron aquella manifestación de felicidad. De pronto pareció que escuchaba algún ruido desde otra zona de la casa y se retiró, no sin antes regalarle una última y sincera mirada.

Así transcurrieron los meses. Seis para ser más exactos. Siempre a la misma hora. Siempre exhibiéndose la piel, como una forma simbólica de transparentar su alma y mostrar sin tapujos lo que eran, desde una perspectiva que no abusaba de lo erótico, pero que no lo descartaba del todo. Tomás quiso dar un paso adelante en aquella silenciosa y clandestina relación. Esta vez equipararía a su par y se quitaría toda la ropa. Así entonces, en pleno baile de fantasías y franquezas, se desprendió de todo su atuendo matutino, sin advertir que Julia había decidido fumar en el patio su cotidiano cigarrillo. Cuando su esposa lo vio, reprendió su acción con un grito de espanto, cuestionando la razón de aquel espectáculo.

¿Tomás, qué estás haciendo?

Los pelos de Tomás se erizaron cual contacto con el frío mas intenso. Pensó que había sido sorprendido en su realidad paralela, lo que le provocó, más que temor, una sensación de insoportable vergüenza. Como no tenía muchas opciones para justificar una conducta que, a todas luces, era inédita y sorpresiva, optó por utilizar el recurso de la molestia.

¡Nada, qué me va a pasar!, ¡Estoy meando!

¿Cómo es eso?, ¿Desde cuándo te pones a mear en el patio?, ¿Te volviste loco o estás con Alzheimer? ¡Qué ordinario!, exclamó con furia Julia

Voy a cumplir cincuenta años y tengo todo el derecho a mear en mi patio. ¿Algún problema con eso?

La esposa de Tomás se retiró molesta. Él permaneció en el patio, esperando una despedida que nunca llegó.

Luego de aquel incidente, los encuentros se suspendieron por más de quince días. No lo fue por falta de interés de Tomás, que todos los días, y tomando ciertos recaudos, llegaba puntualmente a la cita. Era ella, a quien imaginariamente Tomás bautizó como Consuelo, porque representó un alivio y estímulo para su aletargado corazón, quien había optado por desaparecer, quizá pensando en no perturbar la vida de su amante imaginario. Había presenciado la eufórica reacción de Julia, generándole una sensación de pena por su querido que se resistía a experimentar. Albergar ese tipo de sentimientos contaminaría aquella unión perfecta de almas saturadas por el resentimiento y la indiferencia del resto de las gentes. Habían logrado conquistar altos niveles de vinculación a partir del lenguaje corporal, con sus formas y diseños imperfectos, tan humanos y libres de pretensiones, de dobles lecturas, mentiras o engaños. Sin pronunciar una sola palabra ni conocer sus nombres trazaron un camino de sencilla felicidad. De apoyo y compañía. Entonces corroer aquel sincero afecto con los vicios de la culpa o la compasión habría terminado por aniquilar aquella instancia tan necesaria y revitalizante.

Cierto día viernes, cuando religiosamente Tomás y Julia realizaban el ritual de las compras semanales del supermercado, inesperadamente se toparon con Consuelo y su marido. Los furtivos amantes quedaron por primera vez frente a frente, sin espejos de por medio. A un metro de distancia. Los dos se sonrojaron, lo que sus acompañantes advirtieron al instante. Movido por la fuerza de los acontecimientos, Tomás optó, con forzada naturalidad, por dirigirle un simple “Hola” que Consuelo contestó de igual manera, claro que varios decibeles mas bajos y ocultando su rostro de las miradas inquisidoras de Julia y de su propio esposo. Rompiendo sus hábitos, Tomás y Consuelo retomaron sus clandestinas posiciones esa misma noche y, coincidentemente, a la misma hora. Aquella vez no se desnudaron. Simplemente analizaron lo ocurrido, expresaron lo mucho que se habían extrañado y se prometieron retomar el interrumpido ritmo de sus reuniones. Y todo ello sin hablarse. Simplemente apelando a señales, ondas y mensajes invisibles, pero tan potentes como la turbina de una nave con rumbo a Marte.
De regreso al lecho familiar, Tomás fijó la mirada en Julia. La contempló largamente, como intentando redescubrir alguna luz en aquel ser del que algún lejano día se sintió tan atraído y enamorado. La miró apelando a su memoria emotiva, fijando en su mente el recuerdo de felices batallas, navidades y nacimientos, pero nada de eso pudo hacer reflotar la armonía y paz del amor profundo y comprometido, que herido por años de humillaciones y desdén, había tomado hace mucho tiempo la decisión de huir hacia rumbos amigables y conectar con espacios de alegría íntima que parecían haberse agotado.

– ¿Qué te pasa Tomás?, ¿Por qué me miras tanto?

Nada, Julia, solo te observo. Eres linda y mereces que te contemple. Es sólo eso

Qué raro eres. Mejor duerme, mañana tienes trabajo

En ese mismo momento, Tomás terminó de asumir la ruptura definitiva y el fin de largos años de matrimonio. No fue a causa de Consuelo, quien había sido acaso un síntoma de la compleja cadena de desaciertos que lo distanciaron de su mujer. El quiebre se venía fraguando hace varios años, y el final parecía haber llegado en un momento límite y preciso para retomar el último tramo de la vida de la forma y con los énfasis que siempre quiso acentuar y distinguir.
La separación fue muy rápida y exenta de drama. Julia se quedó con la casa y Tomás tomó posesión de un departamento ubicado en el mismo sector. Los hijos, todos mayores y sabedores de la realidad familiar, aceptaron la decisión sin reclamos ni reproches. Cada cual, conforme la afinidad de sus caracteres, construyó un nuevo estilo de relación con sus padres, bajo el convencimiento que ambos les habían regalado el mejor repertorio posible de amor, protección y guía.
Quizá lo más complejo para Tomás fue adiestrar a Nerón para que no regase el departamento con el producto de su digestión. El noble animal, como comprendiendo la coyuntura de su amigo, le tendió una mano y soportaba estoico la llegada diaria de Tomás, quien solía invitarlo a recorrer el parque aledaño por las tardes.

Habituado a su nueva realidad, Tomás concurrió al supermercado para abastecerse con frutas y verduras. Mientras seleccionaba unos duraznos, alzó la vista y se enfrentó cara a cara con una mujer que tomaba manzanas y peras. Era Consuelo. Aquella intempestiva situación los hizo palidecer y luego ruborizarse, ambos al mismo tiempo. A Consuelo se le cayó una manzana, que Tomás recogió lentamente. Permanecieron frente a frente por largos minutos. Todo el peso de su romance escondido e idílico viajó repentinamente al presente. Tomás repasó aquellas estimulantes y alegres jornadas, plagadas de códigos románticos de esperanza y armonía. De anónima e irreverente culpabilidad. Momentos en que el exclusivo testigo y fiel confidente había sido el mofletudo Nerón. Y así, entre aquel enjambre de miradas intensas y penetrantes, afianzaron la conjunción de sus vidas maduras. Tras regalarse una sonrisa, ambos continuaron su camino hasta perderse en la gran masa de compradores. Ese frío e impersonal lugar desde ahora sería el punto de encuentro de dos almas coincidentes en el catálogo de los gustos, tendencias y caracteres. En la forma de conducir sus vidas. En los grados de comunión fecundos y perpetuos. Así, aún sin nombres ni diálogos de por medio, la exquisita fragancia que emanaba de Consuelo consolidaba un renovado índice de cercanías, anulando sus fronteras.

 

Gonzalo Garay Burnás

Nacido en Concepción, Chile, en 1973, ciudad donde pasó su infancia entre libros y escritos, alentado por sus padres.

Su aproximación natural al mundo de las letras lo llevó a licenciarse en Ciencias Jurídicas y Sociales y obtener el título de abogado en el año 1998. En el año 2000 cursó el programa de formación de la Academia Judicial de Chile, ingresando a la judicatura en el 2001. A partir del 2013 cursa estudios de Doctorado en Derecho Penal en la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

Ha participado en los concursos de cuento Teresa Hammel, Cuentos en Movimiento y Santiago en cien palabras. Mensualmente colabora como columnista en los diarios Austral de Temuco y de Punta Arenas, abordando temáticas políticas y sociales.

Su primer volumen de cuentos se encuentra en proceso de revisión editorial, en espera de ser publicado próximamente.

Dentro de sus actividades, ha ejercido activamente la docencia Universitaria en las cátedras de Derecho Procesal y Penal, e intervenido como relator y conferencista en temáticas jurídicas en Chile y el Extranjero.

Padre de tres hijas, actualmente combina su desempeño literario con su trabajo como Notario y Conservador en Carahue, en La Araucanía.