Por Iván Quezada*

“Vergüenza” es una historia onírica convertida en realidad. Un sueño que quizás su autor tuvo y no recuerda, pero que reconstruyó valiéndose de la ficción. Y de la realidad. Es el deseo de que la vida cotidiana no sea una suma de trivialidades, de rutinas definidas por la burocracia del poder. Alisandro y Leonora, los protagonistas, simbolizan el fracaso y la esperanza de las personas por cambiar las reglas del juego con su rebeldía. La novela es un viaje desde un extremo a otro de Santiago, desde la desolación de los “barrios altos” a la violencia inútil del centro y el silencio cómplice de las comunes pobres. Pero los factores económicos y sociales que configuran la historia no aparecen como en una denuncia o una novela didáctica, sino que se deslizan en las psiquis de los personajes. En realidad, si es necesario definir el libro, diría que es una novela psicológica. Los estados de ánimo, contrariados por traumas familiares, son la pulsión esencial que desencadena los hechos.

Alisandro y Leonora se resisten a crecer. Quieren ser eternamente niños, a pesar de que el muchacho desea iniciarse sexualmente con ella. La muchacha, un poco mayor, se niega no por él, sino por un recuerdo inconfesable de buenas a primeras. Sin darse cuenta, encubre su vulnerabilidad con un discurso anarquista. Se cree íntegra e irreverente, cuando en realidad es tímida. Las pequeñas conveniencias, inevitables incluso en las vidas de los héroes, quedan ocultas tras una épica forzosa. Pero el espíritu de esta narración es la elegía, como en un canto a la derrota. Como corresponde en las canciones de amor, que más a menudo son tristes que felices.

Este proceso en sordina apuntala la historia y permite la identificación con los personajes; más aún, inspira simpatía por ellos. Sé que estoy siendo demasiado psicoanalítico en mi reseña (la edición de un libro siempre implica una interpretación de esta naturaleza para empezar a trabajar), pero en honor a la verdad debo decir que el libro desarrolla su argumento rigurosamente, su centro no es la teoría ni la especulación filosófica, si bien los personajes y el narrador hacen constantes disquisiciones para no confesar sus limitaciones ante el mundo actual que, desde ya, carece de sentido y ética.

¡Qué ganas de conocer a Leonora y Alisandro, por ejemplo, en la plaza central de Chillán o en los pasillos de este mismo Teatro Municipal de Chillán! Imaginemos que se encuentran en la sala y ella nos mira con escepticismo y burla, mientras el adolescente está abierto a creer en nuestro supuesto «idealismo». Si pudiera les recomendaría un libro, les diría que hagan el amor hasta caer rendidos, todos los días, que no tuvieran miedo a sus ímpetus juveniles. ¡Al diablo con el falso moralismo de las capillas! Pero a la vez tendrían que convencer a otros jóvenes de no tragarse el anzuelo del conformismo. Con su convicción, podrían dejar a los adultos sin respuesta, salvo el crimen. La locuacidad de ella revitalizaría incluso a las piedras, desafiándonos a recordar la infancia en búsqueda de la independencia perdida, del amor consumido en la mezquindad familiar.

La sucesión de escenas y episodios atrapa al lector desde el preámbulo. La intriga es permanente, transmitiéndose de una frase a otra, de un párrafo al siguiente, con una velocidad invisible al ojo humano. ¡No nos vayamos por las ramas! La gracia de leer una historia es su entretención, la posibilidad de tomarla en cualquier punto y de inmediato emprender la búsqueda del final. La emoción, atrapada en el juego de las descripciones, los diálogos, las acciones, los viajes y las reflexiones, es la condición sine qua non para alcanzar la profundidad del intelecto. Sobre todo si se tiene algo que decir, quizás un mensaje, una intuición, la poesía. Todo lo que eleva al ser humano de su condición animal, proyectándolo en el enigma del espíritu a través de la tautológica intermediación del lenguaje.

Cuando uno lee, lo importante es lograr que la lectura sea una auténtica experiencia, como lo es un recuerdo, la decisión de salir o no de casa, o un sueño. Es cierto que el escritor debe modular su composición con sapiencia y economía de palabras. En «Vergüenza», esto ya está conseguido, de modo que ahora es misión del lector sacarle el mayor provecho a este juguete. A diferencia de los chiches de los niños, este libro no cansa, siempre se puede guardar para otra ocasión, repitiendo una diversión que se renueva constantemente. También se puede prestar a otras personas, para comparar sus interpretaciones y la manera en que cada cual resuelve los acertijos de la trama. Es posible hasta organizar dos equipos para realizar un auténtico lance deportivo con sus reacciones, percepciones, errores y aciertos. Ganaría el equipo o el jugador que, siguiendo la huella de la novela, lograse recuperar lo mejor de su infancia: el heroísmo de perder la inocencia.

 

*El comentarista es, además, Escritor y Editor Literario. El presente texto fue leído en la presentación de la novela en el Teatro Municipal de Chillán el viernes 9 de noviembre de 2018.