Por Rodrigo Barra Villalón
El tren dio un saltó, mientras el niño intentaba sintonizar su radio. Cerca de él, una mujer se volvía en su asiento para preguntarle a otra pasajera:
-¿Ustedes son chilenas también? Lo noté por el «altiro» que le dijiste a tu compañera.
-Somos de Santiago, me llamo Carolina -respondió desde su lado del pasillo-. Ella es mi hermana. Está así, porque anoche se nos pasaron los tragos.
Medio dormida contra la ventana, la otra joven no reparó en sus palabras.
-Soy Beatriz y mi marido, aquí junto, se llama Winston -dijo la primera.
Era un hombre alto, macizo. La saludó con un gesto. Miraba por la ventana desde que partió el tren hace unas horas. Estaban en Perú. Cerca de Ollantaytambo habían visto el río Urubamba. Su destino final era «Aguas Calientes», la estación previa a Machu Picchu. Llegarían antes del anochecer.
-La altura y el alcohol no son una buena mezcla -dijo Beatriz, sonriendo-. ¿Van a las ruinas?
-Sí, es el sueño de mi hermana.
Sus mochilas ocupaban los asientos ante ellas y una manta de colores les cubría sus pies.
-Nosotros venimos dos veces al año, pero nos quedamos abajo. ¿Puedo llamarte Carola? Por favor, dime Bea. ¿A qué se dedican?
-Soy abogada y mi hermana es la procuradora en la oficina. Ella también estudió Derecho en la Católica.
-¡Somos de la misma universidad! -exclamó Beatriz- Yo soy ingeniera. Allí nos conocimos con mi marido, pololeamos desde el primer año. Él ahora es gerente en la empresa de su familia. Trabajamos juntos.
-¿Tanto les gusta por aquí, que vienen dos veces al año?
-Al fondo del pueblo, en un recoveco de la montaña, hay unas aguas medicinales. Por ellas venimos. No hemos podido tener hijos y nos han dicho que podrían ayudarnos.
Carolina le respondió con un susurro:
-Mi hermana tampoco. Quiere ser madre soltera y aún no lo consigue.
El niño, dos filas adelante, se cambió de asiento. Sus padres peleaban otra vez. Observó a su lado cómo un hombre contaba sus billetes, sacándolos de un maletín. Vio un montón de dólares y un revólver. Desvió la mirada, asustado.
-¿El problema es tuyo o de él? -preguntó Carolina.
-Lesiones en los testículos. Médicamente no es tratable.
-Entiendo -y guardó silencio.
El inspector se acercó con su perforadora en la mano, solicitando los boletos. Tenía numerosas cicatrices en su cara. Se deleitó con el escote de una turista europea, fijando su vista en una marca en su seno, mientras ella buscaba el tiquete.
-No lo encuentro -chapuceó en español.
-Eso tiene un castigo -y frunció el ceño.
Los demás pasajeros buscaron en sus bolsillos.
-Es curioso -dijo Beatriz a su nueva amiga-, nunca nos había tocado un vagón tan desocupado. Pronto vamos a almorzar. ¿Te gusta la cocina peruana?
-Me encanta por su variedad.
Entraron a un túnel y sintieron olor a carne asada. Winston pensó que el coche comedor estaba mal ventilado.
Le recordó los anticuchos de una antigua fiesta universitaria. Revivió el alcohol y la irresistible sensación de poseerla. Ella se veía tan frágil… Había actuado como un animal, lo sabía. Pero fue más salvaje el grupo que, tras descubrirlo, lo pateó hasta la inconciencia. Quería creer que ella se le insinuó, pero era inútil.
Observó a su mujer. ¿Cómo lo supo? Él nunca le contó nada. Fue una suerte que mirase para otro lado y, sin embargo, temía que alguna vez se lo enrostrara.
La hermana de Carolina también percibió el olor, lo suficiente para que su embriaguez se esfumara. La carne asada le recordaba la peor experiencia de su vida. Cuando estudiaba Derecho, fue a una junta de Fiestas Patrias y un hombre la arrastró al bosque, donde empezó por manosearla. Después se desconectó, no recordaba nada. Un mes más tarde descubrió que estaba embarazada. Juntó dinero para hacerse un aborto. Debió soportar a una comadrona malhumorada, con el delantal manchado. Y para colmo ahora no podía tener hijos.
-¡Qué túnel más largo! -se quejó Carolina-, parece que no terminará nunca.
-No lo recordaba -dijo Beatriz, perpleja.
En ese instante el tren se sacudió. Winston y la hermana se levantaron de sus butacas, cruzándose sus miradas.
«¿Te acuerdas de mí?», pensaron ambos.
Reapareció el boletero y les pidió sus pasajes. Como no los encontraron, les dijo que deberían hacer de nuevo el viaje.
La radio del niño por fin sintonizó algo. Era una radioemisora peruana, informando del incendio del tren a Machu Picchu dentro de un túnel. Se lamentaba de que no hubiese sobrevivientes y pedía un minuto de silencio.
Minutos después, cada pasajero vio una luz distinta al final del túnel. No recordaban nada. Pero el boletero había sumado una nueva cicatriz en su rostro.
Rodrigo Barra Villalón tiene estudios en el área de la salud, fue empresario tecnológico y prepara su primer libro, Algo habrán hecho (relatos).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…