El Premio Nacional de Literatura está en tierra derecha y este año se presenta un candidato distinto: Rolando Rojo. Su postura es una rebeldía ante las maquinarias que siempre se activan para la ocasión, representando a quienes nunca tienen la oportunida de ser leídos. De eso y de todo lo demás hablamos con él en la siguiente entrevista.

Por Iván Quezada

 

¿Te tomó por sorpresa que te postulasen al Premio Nacional de Literatura? ¿Lo habías pensado, era un secreto?

Pensé que era una broma, nunca lo había imaginado. Pero luego entendí el fondo del asunto: no se trata de una carrera por ganar, sino de tomar una posición ante el oficialismo cultural. Es una pelea soterrada, ideológica. Aquí hay cientos de escritores que no tienen posibilidad alguna de que sus libros sean leídos. Publican en editoriales pequeñas, que no pueden poner sus libros en librerías, ni consiguen acceso a lo poco que existe de crítica literaria. Gente valiosa y permanentemente anónima. Mi candidatura representa a estas editoriales pequeñas, que trabajan por amor al arte. A mí, por ejemplo, me ha editado muchos libros Raúl Allende, pero él tuvo que quebrar, no podía distribuir su libros. En cambio, las grandes editoriales hasta crean escritores, productos, y son los que están vigentes. En realidad, no quiero ganar, sino plantear esta crítica. Tal vez no soy el mejor representante de esta postura, otra gente lo podría hacer mejor, pero si me tocó asumo las consecuencias.

De hecho, personas con talento no logran acceder a la Edición Literaria y sus textos resultan difíciles de leer, aunque tengan un valor de fondo, experiencia, conocimiento, una noción poética.

En poesía incluso es mucho mayor la cantidad de personas que publican con gran esfuerzo. Quieren que las lean, el cuento de que uno escribe para sí mismo es una tontera. Uno lo hace para comunicarse, creyendo que tiene algo interesante que decir.

Además, la lectura implica mejorar, crecer, publicar otros libros …

Son posibilidades escasas en este país. Yo mismo sumo un enorme número de premios, pero nunca ha salido una crítica en los pocos medios de prensa que las hacen. Está este premio del Fondo del Libro, casi todos sus ganadores los han publicado y a mí nunca. No es porque me haya quedado, he enviado mis textos y fueron rechazados. Ahí está la cosa, existe una censura del silencio, de no darte un espacio. Es terrible y se añade a la de toda la gente que no te lee, debido a que no puede comprar los libros.

Tampoco se pueden encontrar, no hay dónde comprarlos.

Uno termina quedándose con los ejemplares.

¿Cuántos libros has publicado?

Veinte o veintiuno. Diez novelas, diez libros de cuentos y uno de memorias.

¿Cuándo empezaste a publicar?

Hace años. El primero fue en los Ochenta, un libro de cuentos que escribí en Argentina, durante el exilio. Lo traje cuando regresé a Chile, el año ’79. Entonces comencé a mandar los cuentos a los concursos. No conocía este mundo de la Literatura, no tenía amigos y me encontré que había un concurso de una caja de compensación, no recuerdo ahora cuál. Todos los años enviaba un cuento y ganaba, fue tanto que me premiaron con un viaje a Colombia. Antes escribía y no publicaba.

¿En qué te desempeñaste en Argentina para ganarte el sustento?

Hice de todo. En Chile había sido visitador en el ministerio de Educación. Tras el golpe de 1973 estuve un año preso y luego de salir del campo de Chacabuco, debí emigrar. Noté que la gente que fue liberada conmigo comenzó a desaparecer y además fui amenazado. Al abandonar el Estadio Chile, el general a cargo me advirtió que me marchara. Me fui a Argentina con las patas y el buche, y allá trabajé en una fábrica de cerámicas. Fue horrible, menos mal que era joven y me pude mantener en eso. Luego laboré vendiendo cosas en la calle y después en un hogar de ancianos. Esta última fue una experiencia extraordinaria. Había refugiados europeos, rusos nobles, gente de 80, 90, 100 años, que había arrancado de la Revolución Bolchevique. Junto a ellos vivían muchos soldados y oficiales nazis. Era un refugio de las Naciones Unidas. Allí pasé el invierno de 1975, que fue muy crudo. El director era un exgeneral boliviano, Gary Prado, quien había capturado al Che Guevara. Me lo contó todo con mapas en mano, en medio de la pampa. El lugar era como un barco navegando hacia el pasado. Fue tan fuerte, que escribí mi primera novela, titulada La muerte de la condesa Prokofich, basándome en dicha experiencia. Después trabajé como administrativo en la Pepsi Cola de Argentina, donde me fue algo mejor. Cuando me estaba acostumbrando, me dieron vacaciones y ya podía entrar a Chile. Me vine y de casualidad empecé a hacer clases. Decidí quedarme.

Entonces todavía estaba instalada la dictadura.

Fue curioso, porque había sido jefe del ministerio de Educación y era conocido. Fui jefe en la zona donde volví a hacer clases, en el Liceo de Niñas de Rancagua.

Me imagino que estudiaste en el Pedagógico.

Sí, pero en la técnica. Estudié Castellano y me titulé. También soy profesor de Educación Básica.

¿Cuándo conociste a Poli Delano? Sé que fueron grande amigos.

En mi época juvenil había escrito algunos poemas, pero la experiencia de Chacabuco decidió mi vocación. Allí la gente hacía cosas extraordinarias para sobrevivir, cosas con las manos. Había verdaderos artistas del tallado en madera, que hacían joyas o juguetes con alambres que encontraban tirados. Otros hacían tejidos. Me sentía el más torpe de los prisioneros, no sabía hacer nada con las manos. Era un funcionario administrativo, pero un día me llegó una revista con un cuento de Poli. A pesar de ser profesor de Castellano, nunca lo había leído y me motivó tanto, que sentí como un renacer de la energía. Lo releí varias veces, sentí que su relato tenía mucha vida y fuerza, y una noche tomé un papel y garabateé unos versos. Se los leí a los dieciséis compañeros de la casa en el desayuno. Más tarde estuve de cumpleaños, el 10 de febrero, que en aquella ocasión cayó un domingo. En ese día hacíamos un show par animarnos. La gente cantaba o recitaba en el teatro de la oficina de Chacabuco. Estaban presentes hasta los milicos y de pronto vi que subía un compañero de mi pabellón y dijo que yo estaba de aniversario y leería un poema mío. Era el que compuse la mencionada noche. Se produjo un silencio enorme, allí en medio del desierto. Seguía leyendo y leyendo, y de pronto sentí que no era autor de esa cuestión. Al terminar acaeció un nuevo silencio y de pronto una aclamación. Pidieron que subiese al escenario, tenía una enorme vergüenza y no acepté. Días después pensé que tal vez tenía alguna posibilidad en la Literatura y empecé a escribir de manera continua. En Argentina busqué los libros de Poli y me dediqué a los cuentos que luego traje a Chile. Poli entonces estaba en el exilio.

Supongo que apenas él volvió, lo fuiste a conocer en persona.

Ya tenía muchos libros de él acumulados y quise ir a verlo cuando se presentó en la Feria del Libro del Parque Forestal, que entonces se hacía en la escalinata del Museo de Bellas Artes. Iba a lanzar su novela El hombre de la máscara de cuero y llevé unos libros para que me los dedicase. No pude conversar con él, porque estaba rodeado de amigos como Ramón Díaz Eterovic. Me fui bien frustrado. Después, Poli comenzó a ser jurado en concursos literarios y donde estaba, yo quedaba entre los ganadores o en los primeros lugares. Entonces nos conocimos y luego fuimos buenos amigo.

Sin ir más lejos, tu forma de escritura es parecida a la de él, con muchas novelas breves.

Creo que fue un influjo directo de Poli. Él fue siempre muy bondadoso conmigo. Tuvo palabras de elogio hacia mis cosas, me citaba… En fin, compartimos una gran amistad. Aunque no sé si para él. Tenía muchos amigos.

¿Te corregía tus textos a veces?

Me hacia observaciones. Por ejemplo, tengo una novela llamada El último invierno del abuelo, y él me dijo que era parecido a un italiano. Nunca lo había leído, pero a Poli le gustó mi escrito. Él tenía en el diario La Tercera una crónica semanal y una vez afirmó de mi Condesa Prokofich: «es una gran novela que nadie conoce». Y es verdad, sólo la han leído los amigos a quienes se las he dado.

Prácticamente has tenido que regalar tus libros. ¿Estás escribiendo una novela de largo aliento en forma secreta?

De largo aliento, no. Pero estoy terminando una novela breve. Es la historia de una muchacha llamada Nicole, de los barrios bajos. Es delincuente y tiene un novio también joven. Ella vive con su abuelo comunista y su padre fascista. Parece que la publicará una hermana de Max González en su editorial Santa Inés. La queremos presentar en la penitenciaría.

Percibo una cercanía de tus libros con la literatura de barrio, como el mismo Fernando Alegría o Méndez Carrasco, y también con escritores similares de Buenos Aires. ¿Te sientes identificado con alguno de esos autores y sus temáticas?

Me lo dicen mucho. Me inspira fuertemente el barrio, por mi interés en reflotar lo que va muriendo. Es la fuerza de la nostalgia por mi barrio santiaguino, donde me crié y crecí. Mis vivencias allí fueron poderosas.

¿Cuál es ese barrio?

El barrio Yungay. Yo vivía en San Pablo, donde había almacenes en las esquinas, clubes deportivos, prostíbulos, salones de tango… En Navidad y Año Nuevo cerrábamos la calle. Nos conocíamos todos, la solidaridad era grande. Sabíamos quién estaba enfermo y era necesario ayudar, podía ser un zapatero o el relojero. Todo eso terminó. Se echaron abajo las casas para construir enormes edificios y ya nadie se conoce. Hace veinte años vivo en un departamento y no sé quién es mi vecino, no pasamos del buenos días o el buenas tardes. Yo quiero rescatar las historias de barrio, no dejarlas morir. Otra cosa que me motiva es la cuestión vivencial, recuerdos de infancia, con mi abuelo… Él fue un personaje importante en mi vida, más que mi padre. Mi papá era funcionario de ferrocarriles y lo veíamos poco. En cambio, mi abuelo estuvo siempre conmigo. Había sido marino y me enseñó a leer, regalándome mi primer libro de cuentos. Mi abuela tenía una pensión en Ovalle y los circos llegaban a su negocio, también los gitanos o los trabajadores de las salitreras. El mundo de esa pensión también repercute en mi escritura. Y luego viene el tema del exilio en Argentina, de lo que he escrito muchos cuentos, como asimismo de mis experiencias con la dictadura. Son las fuentes de mis historias.

Ya debes de tener recuerdos de la época actual, que se inaugura con el plebiscito del ’88. Este tiempo tan extraño y oscuro.

Eso lo he puesto en mi nueva novela, con la historia de un profesor peruano asesinado. La policía lo encuentra muerto en su hogar, él hizo la campaña de Vargas Llosa cuando se enfrentó con Fujimori, pero antes fue del Sendero Luminoso. Está también la peripecia de un inmigrante en Chile. Lo mata un muchacho que lo fue a robar. Estoy tratando de incorporar el presente. Pero sigo pensando que la dictadura es una fuente de inspiración, aunque a la gente no le guste. Considera que la misma Segunda Guerra Mundial continúa produciendo libros, películas…

No por nada Diego Muñoz Valenzuela acaba de publicar su novela Entrenieblas, que trata sobre el golpe de Estado de 1973.

También él publicó un libro de cuentos sobre la dictadura. Se ha dicho aquí que no sigamos con eso, incluso gente que habría recuperado la democracia. No quieren meterse en ese lío.

¿Realmente crees que estamos en democracia?

Algo se ha logrado, pero no mucho.

No hay una represión masiva y permanente, porque los organismos de seguridad ya no detienen gente secretamente.

No tenemos campos de concentración y tortura, pero la gente sigue muriéndose sin atención en los hospitales. Fallecen 38 mil personas al año de cáncer, porque no tienen posibilidad de tratárselo. Y qué decir de la pobreza…

La desigualdad extrema.

Mira el caso de los inmigrantes. Es una cantidad enorme de gente que llega a unos trabajos miserables. ¿A qué obedece? Es una cosa muy extraña. Creo que este sinsentido se irá profundizando, con graves problemas de pega, vivienda y educación. Ahora tenemos el movimiento feminista, que está inserto en las injusticias del capitalismo con las mujeres, los pueblos originarios, los pobres. Sí salimos del terror, pero…

Sin duda hubo un grupo de psicópatas que sentían placer al violentar a las personas, pero no eran los que mandaban. El objetivo no era practicar el sadismo, sino instaurar el sistema en que estamos ahora.

Recuerdo que había esperanza. Una cuestión ideológica necesita de apoyo, si la idea es hacer algo social y político profundos. Antes el apoyo venía de los intelectuales, los escritores, hasta de la publicidad. Aquí terminaron con eso. A alguien se le ocurrió que no debía haber medios de comunicación que impulsaran una convivencia sana y acabó con las revistas, las radios, con todo, y quedó El Mercurio y su ideología de siempre. No hay que admirarse que el actual presidente sacara tal cantidad de votos. Tenía todo para lograrlo.

¿Aspiras a que tus libros sean un testimonio, un grito discrepante?

Exactamente. Ahora, estoy advertido de que hay mejores exponentes que yo para eso. No olvidemos de que está Fernando Jerez, Ramiro Rivas, el mismo Ramón Díaz Eterovic. Y entre las mujeres, Pía Barro o Sonia González. Son buenas escritoras y están viviendo las mismas circunstancias.