Por Iván Quezada

Crítica de la novela “El caballero provisional”, de Sebastian Barry.

Alba Editorial, España.

Cada vez me resultan menos útiles las reseñas de los libros; los comentaristas están demasiado influenciados por otros comentarios, por el comercio de las editoriales o se han dejado atrapar por su propia egolatría en consonancia con la egolatría de los autores que admiran, creando camarillas para repartirse el botín de los elogios públicos. Las modas ya no son literarias, sino mediáticas. Y así no es extraño que un afamado escritor se queje por la «sobreexposición»… De modo que cuando busco una obra debutante confío en el azar y a menudo me equivoco. Sin embargo, de pronto ocurre la sorpresa de que la elección de un libro por su título, su portada o porque apareció en una editorial con un catálogo exigente (o por tincada), dio resultado. Son momentos para festejar con fuegos artificiales.

Cuando me deslicé por las primeras páginas de la novela El caballero provisional, del irlandés Sebastian Barry, me sentí escéptico por sus largas parrafadas. Temí que fueran un truco y para trucos tengo al mundo… Sólo que de repente capté el ritmo sincopado detrás de la melancolía del protagonista, quien en primera persona registra sus sensaciones, recuerdos, aprensiones y la sospecha de su fugacidad como si su chance de dar un testimonio se le escabullera de las manos. Justifica así el título de «provisional», que tanto me gustó cuando lo vi en la pantalla de la librería virtual en que lo descubrí. No sabía nada de su autor, quien en verdad es bastante prolífico en la narrativa y el teatro.

Me enteré de que la novela en cuestión fue publicada en inglés el 2014 y traducida al castellano al año siguiente. Se podría decir que es un retrato de la generación irlandesa que afrontó la Independencia de su país simultáneamente con las guerras mundiales de la primera mitad del siglo pasado. Desde luego, el narrador es un superviviente pero que no confía en su suerte, de hecho, su vida familiar es amarga ya que contrae matrimonio con una mujer que gradualmente se hunde en la locura y él mismo es incapaz de vencer sus hábitos alcohólicos. Sabe que tiene un tiempo limitado para completar su experiencia del mundo, pero un duende maligno aplaza una y otra vez el fatal desenlace.

Un hombre que logra subsistir entre millones de otros hombres que mueren como moscas, volatilizados por las bombas, debiera tener algo que ofrecer a las futuras generaciones, pero no es su caso. Da la impresión de sólo sumar errores y como si huyera de su destino, su existencia se traslada de Irlanda a Inglaterra, África y Asia, después de alistarse en el ejército británico. Algunos de sus amigos lo acusan de traicionar la causa patriótica, pero otros dicen que sólo se puso el uniforme para «comprarle vestidos» a su bella esposa. Como no muestra ningún afán de moralizar su historia, los capítulos cobran independencia y casi se les podría calificar de prosa simplemente, aunque con una carga metafórica; algunas de las imágenes son versos anudados a la narración y con muy buen tono, nada de cursilerías o diálogos de telenovela. El drama es auténtico y conmovedor.

La posibilidad de un final abierto, durante el desarrollo de la trama, no desanima, sino que motiva la contención emocional: si la vida no tiene significado es posible, al menos, experimentar los cambios, las desventuras y las pérdidas como lo que son, o sea, vicisitudes que rompen el vacío y el silencio. Cada situación implica que, a uno, al término del ciclo alto de la existencia, cuando ya se viene de vuelta, se le permita pedir perdón o reconocer una falta, aunque eso no mejore en nada las cosas.

En realidad, más que las anécdotas del argumento me sedujeron las reflexiones y las descripciones, en las que el autor consigue la mayor profundidad en su trabajo. Con esto no desestimo la fluidez de los hechos narrados, digo nada más que el final no me pareció lo más importante de un relato tan emotivo como sutil, sensible a la realidad que sublima.

Así, la vida cotidiana de la guerra no parece demasiado distinta a la vida cotidiana de la paz. En ambas, subrepticiamente, se arrastra un deseo insatisfecho por obtener más de la comedia de la muerte. Acabar tus días por una bala o un resfrío no es muy diferente, da a entender el protagonista, quien siquiera alcanza la dignidad dándose por vencido. Por mi lado quedo agradecido por la buena literatura en una obra nueva, ya que encontrar una aguja en un pajar nunca ha sido fácil.