Revista HuelnPor Hernán Ortega Parada

Durante el año en curso (2017) se está presentando al Fondo del Libro, como Proyecto 2018 de rescate patrimonial, la colección completa de la revista literaria Huelén (1980-1984). Esto es todavía un sueño.

La revista se gestó en el corazón del taller literario homónimo, fundado en 1979, bajo la protección del Instituto Goethe. Martín Cerda fue contratado como monitor, hecho que duró cinco años. En las sesiones con el maestro no se hablaba de poesía. Quizás no quería escuchar o leer textos poéticos de personas que estaban lejos de la maestría. Debido a eso se creó un grupo de poetas que, bajo el mismo alero de Huelén, entró a reunirse los sábados a las 17 horas en Av. España 795, a veces hasta cerca del toque de queda. Este núcleo fue intensamente infiltrado por los servicios secretos del gobierno a través de falsos amigos. Sin embargo, fue una experiencia literaria buena porque concurrían poetas de otras ciudades y que, después, ayudaron a difundir la revista cuando, de verdad, deseábamos transgredir los límites de la capital.

Afrontábamos una situación irrevocablemente inerte pero mis lecturas provocaban cambios secretos en el pensar y en el actuar. Una alerta precoz “…la lengua es un hecho social y, como dijo Pisani, es algo que no existe cuando todos los hablantes de ella están dormidos y no sueñan.” Eso escribía Federico Schopf en Anales de 1967, testimonio que yo tenía madurando en mi espíritu.

En el taller de Martín los precarios escritores leían textos desarrollados en cuadernos, papeles sueltos con escritura a máquina (sin copias), etc. Nada formal. Sin embargo, las rondas de interpretación y de sana crítica, sí adquirían tonos de aceptación o rechazo (delicado, pero rechazo). En consecuencia, se instaló en el más preocupado por este asunto la idea de que “ese” mismo texto, pulido e impreso podría adquirir más prestancia, llamar la atención con más poder a fin de ser escrutado como obra definitiva y, por lo tanto, fue menester crear un medio, algo así como un instrumento-espejo. Sin embargo, nuestra mirada sobrepasaba a nuestro círculo y queríamos saber también QUÉ ESTABAN ESCRIBIENDO EN ESE MOMENTO LOS CONSAGRADOS DE LA LITERATURA CHILENA.

Ésa fue la viga maestra para construir una carabela que se llamó Revista Literaria Huelén.

Martín Cerda, al saber de nuestras intenciones como alumnos cerriles, arrugó la nariz y nos dijo con su voz ronca que esa empresa era producto de vanidades. Sin embargo, se allanó y colaboró con un trabajo de su poder observador en casi todos los números editados. Indudablemente, su firma avaló un emprendimiento que jamás pensó en rentabilidades, pero sí en un medio para renovarse en todo sentido, número a número.

A fines de 1980, apelando al espíritu de Gabriela Mistral (“Portada de invocación y homenaje”, en la Palabra Inicial), apareció una edición de 26 páginas, tapas semiduras, formato 17,5 x 25,5 ctms., fotocopiada. Se había conformado una caja económica para el papel y la impresión, procedente de donaciones internas y el producto de tres avisos comerciales de muy bajo costo. Cada página original fue generada con una máquina de escribir común y corriente y fue pegoteada con algunos gráficos improvisados.

La empresa iniciaba una navegación insospechada. Hubo dos opciones: una revista de circulación restringida o una revista comercial. Se optó por un medio legal a fin de captar avisaje, de comercializar la distribución y de resguardar los derechos intelectuales de cada trabajo publicado. “Huelén”, cuyo nombre había sido propuesto por el suscrito, fue marca registrada como revista y como editorial. Hubo, además, que someterse a las restricciones militares para publicaciones. Finalmente, se debió hacer una iniciación de giro en el SII y abrir una contabilidad. La única persona comprometida legalmente con todos esos bemoles, evidentemente, fue el Director. Así es que todos los números de esta publicación están depositados en la Biblioteca Nacional.

La revista fue mejorando hasta alcanzar una calidad material y de contenido que llamó la atención en provincias, universidades y otros círculos literarios; incluso sabemos que interesó a entidades académicas del extranjero porque reflejaba en gran modo el delicado desarrollo de la creación literaria dentro del país. Las portadas recibieron apoyos profesionales como adhesión: el pintor Gregorio De la Fuente (Alone, Nº3), Pedro Olmos (A. Romero, Nº4), Fdo. Rojas Valencia (M.L. Bombal, Nº 5), Juan Capra (M.F. Yáñez, Nº 7), René Moya (E. Lihn, Nº 12) y, el resto, del dibujante Paul Lacrêste, allegado al grupo nadie recuerda cómo ni por qué.

Hasta el Nº9, la revista fue artesanal, fotocopiada, con tirajes de 200 a 300 ejemplares. Era tan bien recibida que optamos por editarla en imprenta y de allí salieron los cinco números siguientes, que colmaron nuestras expectativas como editores aficionados. El Nº 10 había provocado un sobresalto general pues la figura central era nada menos que Raúl Zurita, a quien yo solía visitar en su antiguo domicilio de calle Tegualda; Raúl despertaba la locura de

Ignacio Valente (que no se equivocó con él ni con Nicanor Parra) pero algunas actividades, manifestaciones extremas de experiencias humanas, no eran comprendidas y desataban rechazo en diversos círculos. Fuimos los primeros en presentarlo en portada. El largo estudio pertinente lo firmé como Juan Martel. Con frecuencia visitábamos a Nicanor Parra en La Reina y él colaboró en numerosas oportunidades con poemas manuscritos inéditos donde socarronamente, a su estilo, abordaba asuntos contingentes.

Ese número 10 iniciaba una etapa casi profesional como editores porque tiramos 2.000 ejemplares, muchos de los cuales se entregaron a una distribuidora y abastecedora de kioscos de Santiago y otras ciudades. Entregamos a consignación en librerías, las mejores.

La edición siguiente llevó en portada a Jorge Millas, personaje respetado y querido por élites intelectuales y académicas. Enrique Lihn iluminó la revista Nº 12, agotándose la tirada porque el poeta amado por la juventud desafiaba a la dictadura; y creo que hacíamos lo mismo como portavoz. El Nº 13, con Luis Sánchez Latorre como personaje central, recibía colaboraciones de Gonzalo Rojas, Jaime Hagel, Jorge Teillier, José M. Vicuña, Roque E. Scarpa, Jorge Montealegre; es decir, ya estábamos en sintonía superior sin dejar de promover a nuestros propios miembros del Grupo Huelén. Además, habíamos establecido contacto con “poetas de cordel” de Brasil y Uruguay y estábamos iniciando intercambio de publicaciones con la extrema izquierda de América porque su creación literaria constituía un fenómeno social.

Sin embargo, el lanzar revistas y no percibir retornos económicos adecuados estaba haciendo temblar la nao para proseguir en el océano. Así es como el editorial de abril de 1984 clama por ayuda financiera aun cuando el tiro era de 2.500 ejemplares. Eso demostró, a posteriori, que nuestra organización editorial no tuvo productor especializado ni un rothweiler para rescatar el producto de las ventas: en efecto, la distribución masiva en kioscos no tuvo retornos y las librerías no nos tomaron en serio. En efecto, el directorio ejecutivo estaba constituido por editores: Paz Molina (Poesía), Jorge Calvo (Narrativa), Ramón Camaño (Ensayos y estudios literarios) y el Director metido en las maquetas, diseño, humor y relaciones públicas en gran parte. Arnoldo Vivanco, que presidía el Taller Huelén veía justamente las relaciones internas del grupo, que eran muy activas, hermosas e importantes (conocimos a María L. Bombal).

Cierto día recibí una citación desde el Edificio Diego Portales (actual Gabriela Mistral). Primera vez que revelo este episodio. Me apronté para explicar cosas explicables. Allí, en la amplia oficina del encargado de cultura de la dictadura, se me ofreció apoyo (¿?) para nuestra pequeña empresa. Retribuyendo el extraño gesto amable, contesté -de igual forma- que no, que el alma de la revista era el alma de escritores en formación para fomentar la lectura en todos los chilenos.

Ese gris capítulo de intento de control externo tuvo una lectura para nosotros: nuestro trabajo era bueno. Y seguimos adelante con los cinco últimos números.

En el trayecto editorial, habíamos entrado de lleno en medios culturales y, por ejemplo, nos recibían con toda cordialidad el gran Francisco Coloane y el no menos grande Nicanor Parra. Estábamos publicando cuentos de Carlos Olivárez, Antonio Montero (“El cerro pa’ los ricos”), Jorge Marchant, fragmento de novela “La orquesta de cristal”, de Lihn; Diego Muñoz; poemas de Arteche, Arenas, Gonález-Urízar, Gómez-Correa, Juvencio Valle, Díaz-Casanueva, Alberto Rubio, Aristóteles España, Mesa Seco, Teresa Calderón, Lila Calderón, Sergio Badilla (desde Suecia), C. Bolton, Alejandra Basualto. Imposible nombrarlos a todos. Ejemplares se entregaban gratuitamente en la Academia de la Lengua (nunca tuvimos respuestas o agradecimientos).

Pero debo nombrar las colaboraciones gráficas de la serie “Peñascos”, de Pedro Serrano. Piedras que hablan: “-¡Alto, ahí ¡No se mueva! –Pero si no me estoy moviendo. -¡Sí, pero está pensando!” (Renuevo las gracias al autor).

El hecho de estar directamente infiltrados por un informante de la dictadura nos aseguraba que todo lo que hiciésemos literariamente podía pasar desfilando frente a la “severa autoridad”.

Ese mismo mes de abril de 1984 el Directorio se pegó una volada: los cuatro concurrimos a la Feria del Libro de Buenos Aires, rasguñando nuestros presupuestos personales. Unos en auto hasta Mendoza y en tren hasta destino (ida y vuelta); otros, con más suerte, en avión. Vimos a Donoso asediado por niños que preguntaban por su obra literaria, trabamos amistad con numerosos escritores, Sábato estaba enfermo y no nos recibió; en cambio, Borges, en igual condición, puso a su secretario Roberto Alifano para que nos acompañara y nos entregara dos poemas inéditos y un artículo que estaba por enviar a España (“James Joyce o la aventura de las palabras”). Vivimos en los cafés, comíamos y bebíamos tinto-grueso en El Pipón, ambientes saturados de humo y de humanidad; alojamos en hoteles de tercera, nos caminamos las librerías de viejo (qué lujo de autores europeos desconocidos en Chile: ¡Otra cultura, amigo!).

Realmente, todo lo que hicimos con la revista en torno a la cultura viva de esa etapa del 80 al 84, fue un inmenso esfuerzo de todo el cuerpo editorial: Paz Molina, Jorge Calvo, Ramón Camaño. Con el número 14, ya estábamos creando los espacios “Gaceta Huelén” y “Galería de Arte Huelén” en Radio FM 102.5 de la Universidad de Chile. Audiciones semanales contratadas como productores independientes (Edmundo Moure y el Director), que duraron tres años aunque también escasearon los avisadores y a duras penas cubríamos las facturas que dicha institución emitía. Jamás hubo emolumentos para los agitadores del lenguaje social.

Por mi parte diría que en esa década del 80 gané conocimientos superiores, yo que tenía sólo nivel medio de estudios. Y creo que esta colección de revistas editadas ahora como patrimonio cultural, en verdad refleja una época insondable en toda su magnitud de inseguridad personal y de asombros; una época virtualmente sumidos en un apagón cultural y espiritual donde encender un fósforo era peligroso.

La estadística dice: en Ensayo y Estudios colaboraron 42 chilenos y 8 extranjeros (50 en total); en Narrativa se publicó a 35 chilenos y 4 extranjeros (39); y en Poesía: 87 con 20, que da la sorprendente suma de 107 poetas difundidos. Todo ese mundo cultural en apenas 14 números. Una cifra para revistas literarias privadas ÚNICA EN EL PAÍS. Por eso decimos: ¡MISIÓN ARDUA PERO CUMPLIDA!

El precio de estar arriba, con intenso trabajo y riesgo, cobró la vida de Ramón Camaño Cubillos, memorioso, tremendo lector de autores europeos, pluma inquisidora y certera. Terminó la revista y él, joven ingeniero que había sido miembro de un taller de poesía de Parra en la Escuela de Ingeniería, se retiró de Obras Públicas y se fue a Bulnes, donde falleció de orfandad cultural y de nostalgia, a los pocos años.

Otro colaborador importante, Jorge Calvo, tuvo que emigrar a Suecia porque aquí, en Chile, recibía amenazas de muerte. Es cierto que ahora lo tenemos de nuevo en la patria y publicando y hablando de los nuevos autores. Es que ama la literatura por sobre todas las cosas.

Huelén, era un lugar donde el actual Cerro Santa Lucía abría un refugio de rocas junto a un brazo del Mapocho que corría por la actual Alameda. Allí las mujeres nativas recibían a sus hijos recién nacidos. Y por eso huelén significó “lugar del dolor”. Pero nosotros agregamos: Y TAMBIÉN DE VIDA.

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