Por Luisa Valenzuela
Para Virginia Vidal
Empezó como un juego y pronto se convirtió en propósito ineludible. Algo entre la pasión y el oscuro deber. Las voy a matar a todas, se dijo, como que me llamo Juan Marq. La última letra de su nombre le quedó vibrando en la lengua de la mente, ese badajo de campana que amenazaba con hacerle estallar el cerebro. Hubiera podido escribir Mark o Marc, lo sabia desde siempre, o mejor dicho desde aquel día aciago cuando entendió que ya no March, nunca más March, nunca para siempre jamás. Se sentía agotado, aquel día, y no era la enfermedad recién descubierta. Era el diagnostico: una simple sentencia de muerte a largo plazo. Mal de Chagas. Empezó rechazando el nombre clínico tan poco poético. No era romántica tuberculosis, ni leucemia que sonaba a lamida a caricia de olas del caribe. Chagas. Como un disparo de escopeta. Y para colmo, para colmo. El asco a las cucarachas, a ese insecto asqueroso y cucarachil que lo había picado en algún momento de su estúpida vida en el Chaco. Al Impenetrable había ido en un arranque porque sabía que allí nadie lo podría encontrar y no quería ser encontrado y no quería — menos, menos — reconocer que nadie lo buscaba. Entonces en el Chaco, en Villa Charata, parece que lo encontró la vinchuca. El mal de Chagas. ¿Quién ante tanta cacofonía era capaz de seguir llamándose March? Barajó Marc y Mark, pero optó por la q por ser una letra insólita y por sentirse inconcluso. Así de simple. Y pensó escaparle a los chasquidos que marcaban la amenaza. La imaginación ata inesperados hilos. Y se dejó estar Marq por los años de los años — así es el mal de Chagas, irremediablemente lento y también irremediable. Ya llevaba como diecisiete años de Marq con q y se había acostumbrado al deterioro de su corazón, imperceptible en el corto plazo. Una paulatina pérdida de fuerzas que lo había traído hasta este momento, hasta este lugar y circunstancia. Es decir, enero 22, Santiago de Chile, tirado sobre la cama de un hotel — buen hotel — oteando el cerro San Cristóbal a lo lejos, sin ganas de nada. Llegué acá con un propósito, se dijo, y el propósito ya se me ha esfumado, ya no me importa ni me despierta esperanza alguna. La esperanza ya no me interesa, se dijo, nada me interesa, y la sola idea le dió escalofríos, aunque quizá los escalofríos eran también parte de esa enfermedad maldita y muda que le iba royendo el corazón de a poco. ¿Cuánto le quedaría ahora de corazón? ¿Cuánto ileso? Un pedacito apenas que ni para amar alcanzaba. ¿Para qué se habría trasladado hasta allí? Ya ni valía la pena ver a nuevos cardiólogos ni a inmunólogos. El ultimo, esa eminencia chilena, ni pudo darle una palabra de consuelo. ¿Entonces? Entonces nada. Dejarse morir en el hotel de una vez por todas con el letrerito de no molestar colgado del picaporte de la puerta y una orden a la telefonista de que no le pasen las llamadas, aun sabiendo que nadie habría de llamarlo. Juan Marq. Con q de queja, pero no iba a andar con esas mariconadas. Entonces estiró la mano para no quejarse y tomó el libro que estaba sobre la mesa de luz. Al salir del consultorio había pasado frente a la librería Catalonia y había visto la vidriera tapizada de rojo. Un rojo más allá de la sangre, vibrante, que lo había obligado a detenerse. Cantidades de ejemplares de un libro que se estaba por presentar esa misma tarde. La lectura no era su fuerte, pero algo lo había fulminado ahí mismo obligándolo a comprarse un ejemplar. Y ahora, en la penumbra de su pieza de hotel, desnudo sobre la cama, acaricia la tapa del libro. El campo rojo es mate y por ende aterciopelado, pero la viñeta central es brillante y al tacto parece de cera. De seda. O más bien de un raso que alguna vez acarició en la espalda de una bella mujer, raso negro en la fiesta, bailando, raso negro sobre el piso del dormitorio de su casa y la piel de la mujer casi con el mismo tacto, sedoso y algo frío. Estremecedora. Hoy, sólo el recuerdo. Chagas se llevó el resto. La viñeta en la portada del libro tiene negro y tiene también blanco o mejor marfil casi de piel humana, blanquísima y lo que es más — debe encender la luz del velador para verla bien porque la pieza está en penumbra– muestra a una mujer rabiosa arrancándole el corazón (lo único rojo de la escena) a un hombre en posición supina. De eso trata el libro, lo sabe. Crímenes de mujeres es el titulo. ¿Cómo no las odió de entrada a todas las mujeres? Tal como las odia ahora debió de haberlas odiado desde el primer día, empezando por su propia madre que lo trajo a este mundo de mierda y por esa maestra de quinto grado que lo alentaba a quedarse escribiendo poemas mientras los demás iban al campo de deportes. Y la mujer del vestido de raso negro, a esa sí que debió de haberla odiado con solo verla pero no, se casó con ella. La muy chota, la chancha, la muy chusma y chúcara y chabacana. Como para no hacerse llamar Marq después del malhadado divorcio. Como para no huir al Impenetrable cuando ella lo dejó por otro. Impenetrable ahora su corazón, de puro carcomido nomás.
Crímenes de mujeres, justo ese libro se tenía que comprar, pero la verdad es que esa mañana a la salida el consultorio se dejó invadir por la marea roja y sin fijarse en la viñeta que ahora acaricia con saña pensó que se trataría de crímenes cometidos contra las mujeres. Eso. Y lo compró sin echarle una ojeada, aturdido por el diagnóstico del eminente cardiólogo, el muy hijo de puta que no le había ahorrado pormenores de su irreversible mal tan avanzado. Es decir que. Y ahora el maldito libro como única compañía en la pieza de hotel porque la televisión no le depara consuelo alguno. Y en la contratapa del libro las caras tamaño estampilla de trece mujeres, algunas sonrientes, alguna hasta mona. Y no son las muertas, no. Son las asesinas. Son las escritoras que se han solazado matando a algún o a algunos hombres con su pluma o lo que fuere. Una antología de cuentos, eso dice la solapa, “que trata sobre crímenes cometidos por ellas”. Y el vendedor siempre atento con sus clientes ha incluido a manera de señalador una tarjeta que invita a la presentación del libro, esa misma mismísima tarde, a las 19:30 dice la tarjeta, en el Parque Forestal donde se celebra una feria de libreros. Y hete aquí que las escritoras estarán presentes, quizá no las trece, pero la mayoría de ellas, y con las manos manchadas de sangre detallarán los pormenores de sus crímenes. Es como para vomitar. Es como para ponerse en movimiento. Porque siempre, se lo viene repitiendo desde aquel maldito diagnóstico, siempre hasta último momento hay que tener un proyecto. Un nuevo proyecto, excitante, que le haga olvidar a uno su maldita existencia, su existencia ahora tan acotada y con fecha de caducidad a un paso. A otra cosa, se dice. Y se dice manos a la obra. Porque se ha encontrado un nuevo proyecto, y llama a conserjería para pedir que le manden junto con un club sándwich y una cerveza un plano de la ciudad. Más adelante no pedirá un taxi, de eso está seguro, no es tan idiota como para delatarse, pretende pasar sus últimos meses de vida gozando de su obra. Y además puede que le lleve esos pocos meses completarla. Los mismos meses y a otra cosa. Entonces, así será. Irá al Parque Forestal escuchará a estas furias narrar sus métodos homicidas y después seguirá a la primera, buscará en internet o como sea las otras direcciones y una a una las irá ultimando con sus mismos desaforados métodos. Tendrá que ir al Parque Forestal con cara de nadie y escuchar con cuidado, cada una narrará su cuento, hablará de su crimen, él sólo tendrá que repetirlo. Copy cat lo llamarían los detectives anglófonos, como dicen en las novelas negras. Un copión de textos ajenos que él sabrá poner en acto. Bien por él. La realidad como suele suceder imitará al arte. Él como quien no quiere la cosa tomará el metro a tres cuadras del hotel, se apeará en Bellas Artes como corresponde y desde allí se mezclará con el gentío para empezar a componer su propio circo de despedida. Le gusta la idea. Lo alienta. Le devuelve bríos olvidados. Espera que todas las minas vistan de satén, negro en lo posible, suave como el papel ilustración o el glaceado de la carátula.
Él podría sin duda empezar a leer los cuentos e ir adelantando el trabajito, pero así no vale, le importa escucharlos de sus propias bocas, sentir el tintineo de sus voces cuando se regodean con los crímenes. Salir a matar machos, ¡pobre de ellas! Él les hará saber en carne propia qué es eso de inventarse asesinatos. ¿A cuál atacar en primera instancia? Hay una lógica inapelable en este caso, porque él estará al borde la muerte, pero no de la boludez. Primero matará a la que no requiera arma o instrumento complejo alguno. Una por lo menos habrá cometido su crimen, así, en un arrebato, quizá con algún objeto contundente que pueda encontrarse al alcance de la mano. Después tendrá él tiempo de pertrecharse con todo lo necesario, pero en primera instancia la cosa tiene que ser sencilla.
No se ha animado a pedir indicaciones a nadie, pero llegó sin problemas al Parque Forestal y de allí los senderos mismos, o mejor dicho la gente que los transita, lo conducen al lugar del hecho. Hay un estrado al aire libre, está dispuesta la mesa y los vasos de agua y las sillas. Trece, cuenta, pero no se hace ilusiones. Quizá haya un moderador, y el mismo editor y también el librero, quizá. Decide no sentarse a esperar, merodea por los stands de libros haciéndose el interesado, pero por supuesto no puede fijar la vista. La impaciencia lo carcome, y también el miedo. Pero es más fuerte la excitación de todo esto, porque la impaciencia y el miedo lo hacen sentir vivo. Una vez más, vivo, aunque nunca hasta entonces haya cometido el menor acto de violencia contra los otros. Porque la violencia contra uno mismo tiene otro nombre, otro cariz, otra temperatura. Lo sabe, lo percibe en sus huesos y es como un acercamiento a sí después de años y años de haberse apartado de las propias sensaciones. Sentimientos. Eso. Como si hasta el momento se mentara en tercera persona. Le cuesta dejar de hacerlo, pero lo va a lograr, lo va a lograr, lo sabe. Por el rabillo del ojo ve que empieza a haber movimiento sobre el estrado, van llegando las escritoras, al menos unas mujeres que se reúnen en la tarima y ríen. Ríen, las muy perversas. Él sabe que quien ríe último… Eso. Ya llegó la hora de sentarse a un borde de la penúltima fila, listo para salir detrás de la que corresponda en esta primera instancia. Nadie lo mira. Está acostumbrado. No se deja distraer por eso. Está dispuesto a escuchar con toda atención hasta la menor palabra de quienes están a punto de firmar sus propias sentencias. Las muy perversas ¿leerán sus cuentos o simplemente los narrarán, abreviando detalles? Pero no los detalles del crimen, de eso está seguro. Eso sin duda las complace más que nada en el mundo. A la primera la matará con los medios de a bordo como dicta su historia, no le falta dinero para después irse armando como corresponde. Trajo consigo lo suficiente como para pagarse varias visitas al eminente cardiólogo y el muy hijo de mil putas lo despachó a la primera de cambio sin darle esperanza alguna. Podrá hasta comprar armas legalmente presentando su vieja cédula de identidad con el nombre de March, porque a todos los demás efectos él es Marq, una nada fácil marca. No es que tenga tanto afán por huir de la justicia, pero quiere llevar a cabo su obra en la forma más completa posible. Lo otro no le importa, la condena la tiene ganada de antemano y es de muerte, su condena.
¿De dónde le habrá nacido tanta violencia, tamaña sed de sangre? se pregunta sin ánimo de darse respuesta alguna, tan sólo para relamerse y entender que por fin ha logrado descubrir su verdadero secreto, su más íntima y siniestra aspiración: matar a las castradoras, las muy comehombres. No deja de causarle una forma de alegría el saber que por fin ha logrado aceptarse. Total, no cree en el cielo y por ende no cree en el infierno, el infierno somos nosotros, se complace en recordar tergiversando. Ya casi casi acaricia la futura nueva pistola, algún cuchillo espléndido. La mujer de la viñeta le arranca al hombre el corazón de propia mano, tal como a él se lo han ido arrancando de a poco. Le ha llegado el momento de tomar el toro por los cuernos. Se prohíbe pensar en esos términos, en esas alusiones, ahora que ya están tomando su lugar las criminales y alguien les está poniendo carteles delante y sabe así quien es quien y descubre que hay allí dos compatriotas suyas. ¿Tendrá que volver a su patria tras ellas o podrá ultimarlas antes de que dejen Santiago? Mejor apurarse. Prestar bien atención.
En el Parque Forestal no pareció transcurrir el tiempo y él se fue distrayendo de su sano propósito, perdiéndose en cavilaciones. La culpa quizá la tuvo la primera escritora que habló, una mujer mayor. Después él habría de asociar concientemente aquél suave rostro nimbado de blanco con su maestra de quinto, esas trampas fatales de la memoria. La verdad es que la cosa empezó mal, y esa mujer mayor, la antologadora, habló más del cuento como género en sí que de los crímenes. Mucho más tarde, de regreso en su pieza de hotel, él habría de encontrar casi las mismas palabras en el prólogo del libro rojo: “siempre nos ha fascinado la estructura y a la vez la libertad del cuento. Nos parecía que, en su concisión, las dudas y las pasiones estallan con mayor intensidad”. ¡Con mayor intensidad! Esas mismas chingaderas dijo la culpable allá en el parque, más o menos, y así encendió la mecha que habría de conducirlo a él a su propia perdición. La seño de quinto, ¡puta madre! que lo hacía escribir poemas, ¿por qué no cuentos? En el parque las demás escritoras parecieron perderse por el camino de la veterana, perdiéndolo a él por otras latitudes de su mente porque ellas no trazaron el mapa de los crímenes sino el de la escritura, esa miseria. Y él con el dinero reservado para la Beretta o la Luger o lo que fuere, un arma de última generación, se compró otra arma llamada laptop y aquí está a los tiros tecleando con furia este mismo cuento, incapaz aún de mentarse en primera persona, pero ya puestísimo a darle su merecido a cada una de las escritoras de los cuentos de crímenes, seguro de que el suyo será el más perfecto de todos.
Luisa Valenzuela nació en Buenos Aires, Argentina, un 26 de noviembre. Residió varios años en París y Nueva York, con largas estancias en Barcelona y México. Durante su dilatada carrera, que abarca ya cincuenta años de ininterrumpida dedicación a la literatura, ha publicado más de 30 libros, entre novelas, volúmenes de cuentos, microrrelatos y ensayos. Su obra fue editada en más de 17 países de América, Europa, Asia y Oceanía, y traducida al inglés, francés, alemán, holandés, italiano, portugués, serbio, coreano, japonés y árabe. Su particular abordaje de temas y motivos relacionados con el poder, el cuerpo, el humor y el lenguaje la han convertido en objeto de estudio en universidades de todo el mundo. Acreedora de las becas Fondo Nacional de las Artes, Fulbright (Programa Internacional de Escritores en Iowa City) y Guggenheim, entre otras, Luisa ha desarrollado una gran tarea como docente, dictando cursos y talleres, sobre todo en Universidades de Estados Unidos y México. Su actividad académica se completa con membresías en destacadas instituciones, entre otras: el New York Institute for the Humanities, la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey y la American Academy of Arts and Sciences. Durante diez años fue redactora del Suplemento Gráfico del diario La Nación y su notoria labor la hizo merecedora en 1965 del Premio Nacional Kraft. Posteriormente, trabajó durante mucho tiempo en la revista Crisis, y fue columnista y colaboradora de muy diversas revistas y periódicos de la Argentina y Estados Unidos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…