Li- Young LeePor Li- Young Lee

Traducción de Óscar Sarmiento

Li-Young Lee nació en Yakarta, Indonesia, en 1957. Sus padres, exiliados políticos chinos, crecieron en influyentes familias: el tatarabuelo del poeta fue el primer presidente de la República de China, y su padre fue el médico personal de Mao Tse-Tung. Cuando la animosidad creciente en contra de China se desató en Indonesia su padre fue encarcelado. Al ser puesto en libertad, la familia Lee escapó a través de Hong Kong, Macao, y Japón hasta llegar a los Estados Unidos en 1964. Lee ha publicado los siguientes libros de poemas: Rose, (BOA, 1986), The City in Which I Love You (BOA, 1990), Book of My Nights (BOA, 2001), Behind My Eyes (Norton, 2009). También hay una excelente recopilación de entrevistas al poeta: Breaking the Alabaster Jar: Conversations with Li-Young Lee (BOA, 2006).

En “Una entrevista con Li-Young Lee” (The Missouri Review, en Internet) el poeta le señala a Matthew Fluharty: “Como sabes, “schmaltz” [yiddish por sentimental, cursi] literalmente significa grasa de pollo. Para mí hay sentimentalismo del bueno y del malo. Naces, mueres, la gente va a bodas, a la guerra, regresan lisiados, regresan como héroes. Es todo sentimentalismo. Todo el mundo camina herido; todos se enamoran de la persona equivocada. La vida es sentimentalismo, y a veces nos olvidamos de eso. Hay poetas como Yehuda Amichai, Neruda y Rilke que no se olvidan del buen sentimentalismo”.

Los tres poemas traducidos por Óscar Sarmiento provienen del libro Rose (Boa Editions, copyright © 1986) ganador del prestigio premio Delmore Schwartz Memorial Poetry Prize. Agradecemos a Boa Editions por haber concedido el permiso para la presente publicación.

 

 

Le pido a mi madre que cante

 

Empieza y mi abuela se le une.

Madre e hija cantan como jovencitas.

Si mi padre estuviera vivo tocaría

su acordeón y su cuerpo se cimbraría como un bote.

 

Nunca he estado en Pekín, el Palacio de Verano,

ni de pie en el gran Barco de Mármol para ver

el inicio de la lluvia en el Lago Kunming,

a los del picnic corriendo por el pasto.

 

Pero me encanta oír que se cante

cómo los nenúfares se llenan de agua

hasta voltearse, derramando agua en el agua,

luego sacudirse y llenarse otra vez.

 

Las dos mujeres han comenzado a llorar.

Pero ninguna detiene la canción.

 

Muy de mañana

 

Mientras se ablanda el arroz de grano largo

en el agua, borboteando

sobre una suave llama de la cocina, antes

que la Verdura de Invierno ya salada

se troce para el desayuno, antes

de los pájaros, mi madre

desliza una peineta de marfil,

pesada y negra como tinta

de calígrafo, por su pelo.

 

Se sienta al pie de la cama.

Mi padre observa, atento

a la música de la peineta

contra el pelo.

 

Mi madre se peina,

tira firme el pelo

hacia atrás, lo enrolla

entre dos dedos, lo ciñe

en un moño detrás de la cabeza.

Por medio siglo ha hecho esto.

A mi padre le gusta verlo así.

Dice que luce bien cuidado.

 

Pero sé

que es por la forma

en que el pelo de mi madre

cae

cuando él le saca las pinzas.

Fácilmente, como las cortinas

cuando las sueltan al atardecer.

 

Comiendo solo

 

Arranqué la última de las cebollas más tiernas.

Ahora la huerta se ve reseca. Fría está la tierra,

café y vieja. Lo que resta del día llamea

en los arces al borde

de mi ojo. Me vuelvo, un cardenal se desvanece.

Cerca de la puerta de la bodega lavo las cebollas,

luego bebo del congelado grifo de metal.

 

Una vez, hace años, anduve al lado de mi padre

pisando las peras por el suelo. No recuerdo

nuestras palabras. Tal vez caminamos en silencio. Pero

todavía lo veo agacharse de esa manera, la mano izquierda

reclinada contra la rodilla crujiente con tal de levantar y sostener

frente a mis ojos una pera podrida. En ella, un avispón

giraba locamente, empapado de lento, reluciente jugo.

 

Fue mi padre al que vi esta mañana

saludándome desde los árboles. Casi

lo llamé, hasta que llegué lo suficientemente cerca

para ver la pala, descansando donde yo

la había dejado, en la profunda sombra verde parpadeante.

 

Arroz blanco echando vapor, casi listo. Porotitos verdes

fritos a la cebolla. Camarones cociéndose a fuego lento

en aceite de sésamo y ajo. Y mi propia soledad.

Qué más podría yo, un hombre joven, querer.