Por Jorge Teillier
«Siempre habrá un último bohemio -me decía en una ocasión el difunto Teófilo Cid-. Cuando yo me muera, no faltará quien diga: Ha muerto el último bohemio. Yo mismo he asistido al entierro de veintitrés últimos bohemios». Dicho y hecho; al día siguiente de la muerte del poeta apareció en un diario un artículo que empezaba así: «Ha muerto el último bohemio».
Cuando escribo estas líneas pienso, sin embargo -y que Teófilo me perdone-, en que realmente él fue uno de los últimos bohemios, en el buen sentido de la palabra. Porque la imagen de «bohemio» está desprestigiada, nos lleva a la visión de una figura zarrapastrosa que arrastra una vida de desorden, supuestamente antiburguesa, provocando la conmiseración. No, veo la bohemia, tal como la practicaba Teófilo Cid, unida a la idea de libertad, y de responsabilidad frente al oficio del artista, en una sociedad en la cual el artista si no se vende es un ente superfluo.
El hombre del Café
Claro que los tiempos han cambiado, y eso se refleja en las costumbres de nuestra República de las Letras. Para mí, la figura de Teófilo Cid se une al recuerdo del Café Sao Paulo, uno de los últimos (tal vez el último) lugares públicos de reuniones de los escritores. Lloviera o tronara se le encontraba invariablemente en su mesa, cuyo acceso protegía cuidadosamente de los filisteos. «Joven, no se salte etapas», recuerdo que le dijo a un muchacho que se le acercó a su mesa sin recibir el visto bueno previo de ser presentado por un amigo común. Teófilo Cid era el hombre del Café, al que recuerdo en el Sao Paulo «como un ángel que afeitan siempre sentado», bebiendo, por supuesto, un poco menos de los cuarenta cuartillos que recetaba Rimbaud. Allí también llegaban (hablo de diez o quince años atrás) Guillermo Atías, Stella Díaz Varín -que aportaba la nota de suspenso-, Jorge Edwards, Jaime Laso, Ester Matte, Carlos de Rokha, Braulio Arenas enfrascado en sus interminables matches de ajedrez cuyo trofeo para el vencedor (sin que ella lo supiera) era la cajera del Café. Sergio Canut de Bon que venía a reponer sus fuerzas tras haber escrito en las murallas de diversos barrios: «Viva Canut de Bon». Al llegar al atardecer Teófilo Cid montaba guardia, como un mascarón de proa, en el frontis del Haití, y al atardecer se desplazaba hacia distintos sitios, empezando por El Bohemio y terminando en El Bosco.
Su condición de escritor
Pero el paso por los «túneles morados» (hablando en lenguaje nerudiano), no menoscaba su condición de hombre de letras, y eso es lo que quiero destacar. Bajo su voluntaria degradación civil y física, Teófilo Cid mantenía intacta su condición de escritor, su lucidez, su información, su erudición al servicio de la inteligencia, y no una mera colección de fichas al servicio de la memoria, que pasa a ser «la inteligencia de los tontos». Era un trabajador constante, y de ello da prueba no sólo su obra literaria, sino también sus crónicas, dispersas en Chile y en el extranjero. Algunas de ellas han sido recopiladas por Alfonso Calderón -infatigable antologista- y pronto aparecerán en un volumen. En ese momento se le verá como par de Joaquin Edwards Bello y de Rosamel del Valle. Recuerdo haber leído un libro llamado Soy leyenda: Teófilo Cid podría haber firmado una autobiografía con ese título, ya en vida era una leyenda y ahora ha pasado a serlo de verdad. Su nombre circula como una contraseña entre muchos jóvenes, cada vez más deseosos de acceder al conocimiento de su obra, por ahora casi inhallable, como ese tomo de cuentos Bouldroud, escrito a los veintiocho años, en 1942, alarde de conocimiento de oficio narrativo, a la vez que de anticipación literaria, y de profundidad de interpretación y penetración psicológica en capas inexploradas de la conciencia chilena (véase, por ejemplo, su cuento «Chancho burgués» -recopilado por Enrique Lafourcade en una reciente antología publicada en España- o «En libre plática»). Su lugar en la historia de nuestra poesía está asegurado, desde su participación en el grupo Mandrágora -primera muestra de surrealismo en nuestra tierra- hasta Camino de Nielol, obra tal vez frustrada, pero en donde está la evolución del ser que siente la necesidad de volver a las raíces profundas, a capturar las primitivas «palabras de la tribu».
Dandy de la miseria
Si por asco a la sociedad se transformó en un «poeta maldito» (como lo fuera también Carlos de Rokha, su gran amigo), si por asco -insisto- se autodestruyó, no es menos cierto que tuvo una viva conciencia social -como su maestro Baudelaire- y ello lo demostró no sólo en su obra, sino también en su actitud de militancia política, hasta el punto de que el único documento de identificación que se le halló en su muerte fue el carnet de miembro del Partido Socialista. «Dandy de la miseria», como lo llamara Guillermo Atías, «Lobo estepario de las noches santiaguinas», como lo describe Gonzalo Rojas o «Humanista cabal», como lo calificara Jorge Onfray; ahora -al cumplirse cinco años de su muerte (próxima en una semana a la de Nicomedes Guzmán)- es fácil ver que Teófilo Cid, defensor del fuego sagrado de la poesía -como lo define Altenor Guerrero, en una elegía próxima a aparecer- sigue vivo en el recuerdo de sus amigos y lectores, y es uno de esos pocos poetas que al unir vida y obra se aseguran el respeto y la admiración de la posteridad, por amar la línea recta -aún a costa de su propia vida- y no el mediocre éxito que suelen dar la ambigüedad y la política literaria. Y por eso, es mejor terminar este recuerdo con un premonitorio poema del propio Teófilo Cid, escrito en 1941, en plena juventud:
La línea recta
Mirad la línea recta
Ella es dulce como el puente que une las
miradas
No sigue las raíces de los árboles
La curva de los cielos
Ni el alma vertical de los espejos
(…)
Es su mar lavoluntad
Es su cielo el corazón desventurado
Su sed la sed cambiante de los mundos oscilantes
Amad la línea recta que es gratuita como el aire
Puede hacer nacer un puente
Matar eliminar ver la suerte desvestida de sus rayos
Cantad poetas a la línea del azar
Cantad su millonésima caricia
Su amor su frescura omnipotente
Cantadla porque mata conociendo
Que mata sin saber
Porque es dura como el sol en las miradas
Yo amo aquellas cosas que conocen esa recta
La luz y los sonidos
La caída de los cuerpos en el mar de lo invariable
El espacio recorrido por el sueño en el deseo.
* * *** * *
El bar de los pobres
(De «Nostálgicas mansiones»)
Hoy he ido a comer donde comen los pobres,
Donde el pútrido hastío los umbrales inunda
Y en los muros dibuja caracteres etruscos,
Pues nada une tanto como el frío,
Ni la palabra amor, surgida de los ojos,
Como la flor del eco en la cópula perfecta.
Los pobres se aproximan en silencio,
Monedas son sus sueños
Hasta que el propio sol airado los dispersa
Para sembrarlos sobre el hondo pavimento.
En tanto cada uno es para el otro
Claro indicio, fervor de siembra constelada.
Y en la pesada niebla de los hábitos
que en ráfagas a veces se convierten
De una muda erupción
De alcohólica armonía,
yo siento que el destino nos aplasta,
Como contra una piedra prehistórica.
Pues somos los que pasan
Cuando los más abren los ojos claros
Al amplio firmamento
Que adunan los crepúsculos antiguos.
El mundo es sólo el sol para nosotros,
Un sol que ha comenzado por besar las terrazas
De los barrios abstractos.
Masticamos sus migajas,
Sintiendo que un espasmo egoísta nos mantiene,
Pues somos individuos, por más que a ciencia cierta
El nombre individual es sólo un signo etrusco.
En los que aquí mastican su pan de desventura
Un viejo gladiador vencido existe
Que puede aún llorar la lejanía,
Los menús elegir de la tristeza
Y darse a la ilusión de que, con todo,
Es un sobreviviente de la locura atómica.
Sentados en podridos taburetes
Ellos gastan los últimos billetes
Vertidos por la Casa de Moneda.
Los billetes son diáfanos, decimos,
Carne de nuestra carne,
Espuma de la sangre.
Con billetes el mundo
Congrega sus rincones
Y parece mostrar una estrella accesible
Sin ellos, el paisaje es sólo el sol
Y cada cual resbala sobre su propia sombra.
Pero la Casa de Moneda piensa por todos
Y los billetes, ¡Oh encanto del bar miserable!
Nos suministra sueños congelados,
Menús soñados el día desnudo de fama
Al levantar los vasos se produce el granito
Del brindis que nos une en un pozo invisible.
Alguien nos dice que el sol ha salido
Y que en el barrio alto
La luz es servidora de los ricos
¡La misma luz que fue manantial de semejanza!
Hoy he ido a comer donde comen los pobres
Y he sentido que la sombra es común
Que el dolor semejante es un lenguaje
Por encima del sol y de las Madres.
En El Siglo, Santiago, 19 de julio de 1970
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…