Entrevista. A los 96 años, el poeta y editor Lawrence Ferlinghetti se mantiene activo y memorioso. Aquí recuerda a sus amigos de la generación beat y el juicio que enfrentó tras la publicación de “Aullido”.

Por Iker Seisdedos

Ante la imposibilidad de resumir en pocas líneas los 96 años de la vida intensa de Lawrence Ferlinghetti, confiamos en Bob Dylan, que en su recordado programa radiofónico lo definió así: “Poeta de gran fama e hijo predilecto de la ciudad de San Francisco, fundó la librería y editorial City Lights. Su decisión de publicar Aullido, de Allen Ginsberg, le valió juicios por obscenidad en 1956. Ha sido un hombre valiente y un poeta valiente.” Con los achaques propios de la edad de esta leyenda, Ferlinghetti (Nueva York, 1959) baja del segundo piso donde vive, con la única “supervisión” de su hijo Lorenzo para abrirnos la puerta. Todavía es alto. El departamento, en el que vive desde que murió la esposa en 1976, se encuentra en un edificio de estilo georgiano de North Beach, el barrio italiano donde, como poeta popular, editor y librero independiente, y paladín de la libertad de expresión, ha contribuido al nacimiento de la generación beat de Kerouac, Ginsberg, Corso, Snyder y muchos otros.

–En 1955, su primera recopilación de poesía, Pictures of the Gone World (Fotografías del mundo que se ha ido), inauguró la colección Pocket Poets y la editorial City Lights. ¿Cómo ve la vida hoy, sesenta años después?

–Extrañamente, tanto la librería como la editorial, que van viento en popa, nunca han andado tan bien. Por suerte, desde hace algunos años trabajan otras personas.

–¿Está retirado?

–No me gusta esa palabra, todavía escribo. Los escritores no se retiran mientras pueden sostener la pluma en la mano. Estoy trabajando en algo que parece una novela, pero más que nada es un torrente de pensamientos.

–¿Cómo era San Francisco hace seis décadas?

–Una capital de provincia. Todavía se sentía cierto aire de posguerra. Había un solo lugar en toda la ciudad donde se podía comprar vino francés y las librerías eran convencionales. Cerraban a las cinco de la tarde y durante el fin de semana. Con City Lights empezamos a mantener abierto hasta después de la medianoche, siete días sobre siete.

–¿Qué lo impulsó a dedicarse a esa actividad?

–Quería abrir un negocio de libros usados, algo tranquilo que me permitiera sentarme a leer en la trastienda. Pero llegó la revolución de los libros de bolsillo. En Nueva York los editores empezaron a publicar libros de bolsillo de calidad. Hasta entonces se publicaban solo novelas policiales o de ciencia ficción. En San Francisco no los vendía nadie. Se volvieron todos locos. Fuimos la primera librería de libros de bolsillo de los Estados Unidos.

–¿Cuál era el escenario poético de San Francisco?

–Había algunas editoriales chicas. Publicaban 100-200 copias. Existía un movimiento conocido como el Renacimiento de Berkeley, con autores que provenían de allí. Cuando llegaron los beat se los tragaron. A los beatniks, incluyéndome, nos consideraban carpetbaggers (término despectivo acuñado a fines de la guerra de secesión para designar a los habitantes de los estados del Norte que migraban hacia el Sur, N. del T.). Éramos como representantes comerciales de Nueva York. El mejor en eso era Allen Ginsberg. Tenía un cuaderno en el que anotaba todos los teléfonos y los nombres de los pesos pesados de la prensa de los países más importantes. Entonces, cuando llegaba a una ciudad, agarraba el teléfono y decía: “Estoy aquí. ¡Pueden entrevistarme!”. Allen fue probablemente el mejor amigo que haya tenido entre los beats. Me llevaba bien con Gregory Corso, aunque no era fácil. Una vez robó la librería y se fue con el dinero que había, cerca de 200 dólares. Como no podíamos denunciarlo, los retuvimos de sus derechos de autor. Sin Ginsberg no hubiera habido una generación beat sino un montón de escritores en un vasto paisaje. Él es el que creó todo.

–¿Más que Jack Kerouac?

–Sin duda. Después de la aparición de En el camino, en 1957, Kerouac se hizo famoso, dejó de vagabundear y volvió a la casa para atender la salud de su madre, cosa que hizo hasta el fin de sus días. Permaneció en contacto con Allen, con los otros no. Se encerró en su casa a tomar.

–¿Tanto, como dice la leyenda?

–No hacía otra cosa más que tomar. Fumaba un poco de marihuana, pero nada muy serio… En las fiestas a las que lo llevaba Gary Snyder, y que después Kerouac comentó en su libro Los vagabundos del Dharma, siempre terminaba perdiendo el sentido. Pero incluso en el suelo escuchaba todo. Tenía una memoria prodigiosa.

–¿Inventaba?

–No lo creo. Kerouac escribía lo que recordaba.

–¿Está satisfecho con el modo en que lo representó en su novela Big Sur?

–Me describió como un hombre de negocios. No se esforzó demasiado.

–Hábleme de la San Francisco del siglo veintiuno.

–Es la ciudad más cara de los Estados Unidos. Todo está colonizado por la arrogante generación de los “punto-com”. Yo tenía una galería de arte y tuve que dejarla porque apareció alguien que podía pagar tres veces más de alquiler.

–¿Pinta todavía?

–Sí, pero ya casi no veo.

–¿Cuál es el secreto de su longevidad?

–Nunca bebí demasiado. Una noche, en Nerja, tomé mucho coñac. Nunca más me agarré una borrachera como aquella.

–¿Y drogas?

–Muy pocas. Un poco de marihuana. Acido, un par de veces, en mi refugio de Big Sur. Tiene que haber un buen ambiente para el LSD. No te aconsejo tomarlo e irte a un concierto de rock.

–¿Usa computadora y otros artilugios tecnológicos?

–Siempre menos. Escribo a mano en cuadernos y después alguien los transcribe.

–Su libro A Coney Island of the Mind (Coney Island de la mente) es una de las recopilaciones de poemas más exitosas y más leídas de todos los tiempos. ¿Se ha enriquecido con la poesía?

–Nooo. Era un libro de bolsillo, se vendía a un dólar.

–Y Ginsberg, ¿hizo plata?

–Tres cuartos de aquella suma. Ginsberg vivía en un college de Berkeley. Me mandó el manuscrito de Aullido e hice una lectura en un garaje privado que llamábamos galería de arte. Había solo 35 personas. Después del evento, como no lo conocía bastante, no me animé a decir nada. Volví a casa con mi mujer y le mandé un telegrama. Puse: “Te saludo en el comienzo de una gran carrera. ¿Cuándo me mandás el manuscrito?”. Es el saludo que Emerson le mandó a Walt Whitman después de haber leído la primera edición de Hojas de hierba.

–¿Tuvo miedo durante el juicio por Aullido?

–No. Era joven y estúpido. Pensaba que si me daban muchos años iba a tener tiempo para leer. Por suerte ganamos y eso sentó un precedente para la interpretación de la Primera Enmienda. Muchos se atrevieron a publicar libros prohibidos, como El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, o los de Jean Genet y Henry Miller.

–¿Cuál es su poeta preferido?

–Probablemente, Dylan Thomas. Era galés. ¿Has escuchado cómo declamaba sus poemas? Una cosa sensacional.

–¿Qué me dice de Ezra Pound?

–Con Pound siempre ha estado el problema de sus ideas políticas. Una vez hice un cuadro grande. Lo titulé El palimpsesto de Ezra Pound. Es una especie de repaso por imágenes de su historia. Estuvo expuesto en Italia. Fui a buscar a Mary de Rachewiltz, la hija, al castillo donde vive. Descubrí que estaba muy disgustada por la esvástica que pinté en un ángulo del cuadro. Le daba fastidio, porque su padre nunca había tenido nada que ver con los nazis… y tenía razón. Fue una asociación estúpida. Espero poder eliminarla, un día.

–¿Le interesa la política?

–La anarquía no como ideología sino como ideal, un ideal por el cual las personas podrían organizarse sin gobierno.

–¿Qué piensa como librero de la amenaza representada por Amazon?

–Por ahora no han logrado dejarnos fuera. Las librerías independientes van a ser más útiles que nunca ante la avanzada del pensamiento único. Aun cuando esta guerra, temo no me tocará, pelearla.

–¿Da miedo la muerte a los 96 años?

–Más que la muerte en sí, dan miedo el dolor y el sufrimiento que me separa de ella.

© La Repubblica.

Traducción del italiano: Román García Azcárate

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