Por Edmundo Moure

«No sirve escribir sobre la arena,
Porque se pierde la memoria”

R. Cárdenas y C. Hall

 

El casino de la Casa del Escritor, conocido como “Refugio López Velarde”, en honor al gran poeta mexicano, es apropiado lugar para el diálogo y un auténtico asilo en tiempos de zozobra democrática. Doña Mina, antigua concesionaria, nos provee del vino para encender la conversa y media docena de empanadas fritas… Aristóteles España está, como tantas veces, de paso por Santiago. Por ahora, Buenos Aires es hábitat de menos riesgo… Tenemos tres horas para hablar y recordar. Comenzamos con un poema, que el Tote lee con voz segura:

   

LA VENDA

(Del libro “Dawson”)

La venda es un trozo de oscuridad
que oprime,
un rayo negro que golpea las tinieblas,
los íntimos gemidos de la mente,
penetra como una aguja enloquecida,
la venda,
en las duras estaciones de la ira 
y el miedo,
hiriendo, desconcertando,
se agrandan las imágenes,
los ruidos son campanas
que repican estruendosamente,
la venda,
es un muro cubierto de espejos y musgos,
un cuarto deshabitado,
una escalera llena de incógnitas,
la venda,
crea una atmósfera fantasmal,
ayuda a ingresar raudamente 
a los pasillos huracanados 
de la meditación y el pánico.

 

-¿Esta cicatriz? No es de cuando fui torturado en Isla Dawson… Es santiaguina, obra de un teniente de carabineros, hecha en el umbral de la Sociedad de Escritores de Chile, durante una protesta contra la dictadura, en 1983. Todavía recuerdo la voz del cabo que alentaba a su jefe: “Péguele, mi teniente… A éste lo conozco; es poeta y marxista…” Me dieron como bombo en fiesta, pero los chilotes somos de cráneo duro y de convicciones profundas, como los gallegos, ¿verdad Moure?

-En mi pueblo, cuando un niño tiene la cabeza blanda, se dice que no es memorioso… Nací en Santiago de Castro, en 1955. Mi padre era hijo de español; mi madre, descendiente de campesinos chilotes, por varias generaciones; ella es, en todo “hija del archipiélago”. Mi abuelo era hombre de mar. Trabajaba en faenas de pesca y en la caza de ballenas y lobos marinos, al extremo sur del continente. Llegó muy joven a Chiloé, luego de haber dirigido un motín a bordo del barco ballenero que lo trajo desde Europa. Él y sus compañeros debieron refugiarse en la isla de Quehui, por varios años. Allí se casó con una campesina, mi abuela. En Chonchi levantaron su propio palafito, donde nacerían mi padre y sus hermanos… El abuelo era oriundo de Valencia; marinero a temprana edad, fiero en la aventura, celoso de secretos. Nunca se supo la suerte del capitán despojado. Se rumorearon muchas cosas, y aún hoy, viejos que le frecuentaron, paladean la intriga cara a los fogones… Sí, el apellido “España” debe haber sido una invención suya, como tantas otras. Pero si de topónimos hablamos, ninguno como los que abundan en nuestro Chilhué.

-¿Ancud? Significa “lugar de los cerros ventrudos”; Achao, “lugar de luna y estrellas”; Lemuy, “casa del viento nocturno”… Podríamos hablar durante horas de los nombres huilliches o chonos, con su carga metafórica, cuyas toponimias guardan relaciones mágicas con los lugares que designan. Así Chonchi, “sitio de terrazas”, la villa más hispánica, más gallega de Chiloé, porque, para ser chonchino de verdad –lo dice el escritor Mario Uribe– hay que apellidarse Vera, Gómez, Andrade, Álvarez o Macías, y tener un hablar casi atropellado, de melodiosa entonación y con modismos muy particulares… Quemchi significa “lugar de arenas y arcillas”; Curaco es “sitio de los clanes del agua”… Calen –aldea que a ti tanto te gusta– es “paraje de las mutaciones”… En fin, todo esto es parte de la herencia lingüística que recibimos de un pueblo escarnecido y olvidado, cuyo eco retorna, como las mareas, en la infinidad de nombres desperdigados por su fantástica geografía.

-Mi padre fue profesor rural en Chonchi y tuvo varias destinaciones dentro de la Isla Grande. Ello nos permitió conocer el medio campesino chilote y también sus pequeñas villas asomadas al mar de los canales… Se casó con una joven de Llau Llau, mi madre… Los dos primeros años vivimos en Dalcahue. Mis progenitores cultivaban un campo, alternándose en diversos oficios, como suele hacerse en Chiloé. Me eduqué sobre la base de códigos de vida chilotes, comenzando por una acendrada religiosidad, a la que renunciaría más tarde, para abrazar otras causas. Pero crecí con mucho temor de Dios, sentimiento que aún no me abandona del todo. Para mí fue cosa natural crecer desde niño en los mitos de mi tierra; integrarme al medio, conocer su campiña, sus bosques rumorosos, los mil rostros del mar… Mundo primordial e ingenuo, nos marcó con fuerte sentido regionalista del terruño, exacerbado por mi padre, quien se decía: primero chilote, después chileno; orgulloso de su directa ascendencia hispana, como muchas de nuestras gentes que se refieren a Chile como a otro país, de donde vienen explotadores, burócratas y embaucadores…

-¿Mundo idílico? Nada de eso. Aquí, la existencia urbana, tanto en Chiloé como en Magallanes –nuestro espacio continental– está signada por permanentes contradicciones y agudos conflictos sociales. Hay un aspecto poco conocido, relacionado con el inmigrante gallego, cuyos descendientes conformaron la primera dirigencia obrera en el austro, impulsando la toma de conciencia de su realidad a obreros y campesinos, víctimas de seculares despojos. Luchador ejemplar fue Antonio Soto… debiera ser Souto, ¿no?, -como Micaela- que llegó de Vigo a la Patagonia argentina, encabezando los movimientos anarco-sindicalistas de 1926. Pese a su juventud, se destacó por su experiencia y tacto político. Los estancieros de Tierra del Fuego pusieron precio a su cabeza y tuvo que huir al norte de Chile. Murió en nuestra ciudad capital, en1964. Algún día, Moure, tendremos que reconstruir la historia.

-¿Mi padre? Fue dirigente comunista, candidato a regidor y a diputado. Participó en la formación de numerosas cooperativas de trabajo, en Chiloé y en Magallanes. Luchador incansable, hasta su muerte, a los cuarenta y dos años… Mi madre tenaz y callada, se oponía a aquellas actividades, con instinto familiar y pragmático. Ella nos inculcó, entre otras cosas, el apego a la familia, al clan, a la casa como ámbito sagrado donde se guarda la paz… Pero, cuando uno conoce en carne propia el vejamen, la tortura, el abuso de poder, pone su confianza en el combate, y se identifica con quienes no claudicaron jamás, a riesgo de sus mínimas seguridades personales.

-De la mujer chilota heredamos una mansedumbre a todo trance. Mi madre afirmaba, muy convencida, que los pobres nacían atados a su pobreza, fatalmente, y los ricos, por supuesto, heredaban los bienes de acuerdo a un orden divino irreductible. Más que adorar a Dios, ellas le temen con miedo atávico. Pagan sus mandas con notable rigurosidad; rezan con gran devoción a la Virgen y a los santos. De esto nace una profusa imaginería religiosa, con elementos paganos y fuerte sincretismo que podemos rastrear en la vieja Galicia céltico-romana. Tal como allá, los muertos son aquí silenciosos compañeros de los vivos, pudiendo invocarse sus favores con determinados ritos y rogativas.

-Contra lo que se diga y afirme, en Chiloé, predomina el matriarcado. La mujer manda en su casa, dirige la familia, otorga su educación a los hijos, transmite las tradiciones. El hombre cumple un papel reproductor, asesorando a la mujer en ciertas tareas; ni siquiera provee con regularidad el sustento de la familia. Esto es provocado por la emigración masiva, que lo aleja de sus lares por extensas temporadas… La oligarquía chilena, secundada por el clero retardatario, aprovechó estas características para amañar los procesos electorales, conservando un poder que se sustentaba, paradojalmente, en la mujer chilota, víctima de un sistema atrabiliario que ella misma haría perdurar.”

-¿Amor a la tierra? Sí. Yo me siento trasplantado en la ciudad, con las raíces heridas por el asfalto, al decir de un poeta… Estoy unido a mi tierra, y, junto a otros escritores chilotes, procuro cooperar en iniciativas beneficiosas para mi pueblo. Ahí están mis buenos amigos y camaradas de sueños: Renato Cárdenas, Carlos Alberto Trujillo, Mario Uribe, Nelson Torres, Oscar Galindo, Mario Contreras Vega, Sergio Mansilla, Rosabetty Muñoz… Con seguridad omito algún nombre pero mi flaca memoria será compensada por el gran registro de Chiloé, que no olvida a sus fieles hijos.

-Recuerdo que de niño jugaba en el palafito de mis abuelos. Descendía por las escalas hasta el bote y me internaba en la bahía, remando como si hubiese heredado la destreza marinera. Dormía allí los fines de semana, acunado por el incesante rumor del mar, melodía que nunca nos abandonará. Los viernes por la tarde, después de recoger murtas y avellanas en el bosque, luego de cazar pájaros o mariscar, mis amigos y yo concurríamos a la casa del tío Pedro, viejo zapatero que narraba sus historias, dramatizando los cuentos para avivar nuestra imaginación. Mezcla de candor y primitivismo, aquel universo extendía sus raíces para unirnos al corazón misterioso de las cosas.

-¿La juventud chilota? Ahí la tienes, absorbida por los juegos electrónicos y la televisión, con su carga enajenadora y la corrosiva subcultura que nos inyectan a diario los engendros del capitalismo salvaje, coludidos con gobernantes ineptos y extranjerizantes… No son los medios tecnológicos en sí lo que nos preocupa, sino el terrible deterioro de costumbres y hábitos culturales que demoraron siglos en decantarse, para forjar una identidad que vemos hoy al borde de la desintegración.

-Vivo fuera de Chiloé, desde los veintidós años. No volvería para radicarme. La estructura de mi vida, como escritor, está hecha de componentes cosmopolitas que no encuentro, sino superficialmente, en la Isla. Un escritor no puede sobrevivir como tal en el archipiélago, ni siquiera ejerciendo labores afines… Se puede respirar en Chiloé aires que quisiéramos para el resto de la patria chilena: la solidaridad fraternal; los valores nacidos de la tierra: el concepto familia, el respeto por la herencia gregaria… El hombre es allí más laborioso, en un sentido de honda identificación con lo que realiza. Sin embargo, corre el grave riesgo de estancarse. Es la gran contradicción de nuestro mundo contemporáneo: sentirse irremediablemente desarraigado en la ciudad y, pese a todo, no poder prescindir de su servidumbre…

La noche ha caído sobre Santiago, con su grisura y su miedo. Los ritos de la vieja bohemia también fueron extirpados por la bota ramplona.

-Hora de marchar, poeta. Pero antes, dime, ¿qué futuro vislumbras para Chiloé?

-¿El futuro? Me da la impresión que nuestra cultura sobrevivirá, aunque a menudo la veamos a punto de sucumbir bajo el peso de la mediocridad dirigida. Pero los chilotes no nos arredramos fácilmente, y nuestras gentes isleñas aprendieron a luchar contra las depredaciones de los hombres, sobre todo de los que provienen del norte… Nos basta sentir el surazo[1],[1] la lluvia, el lenguaje del mar, el canto sin pausa de la tierra, para creer de nuevo en las palabras de nuestros padres.

-Es la tozuda esperanza, Aristóteles.

Y la tierra hecha memoria, porque hemos sido escritos sobre ella con sangre, para no olvidar.


[1]Surazo: fuerte viento que sopla desde el extremo sur por el mar de los canales.