portada Hebras viudasPor Felipe Eugenio Poblete Rivera

Peñalolén e invierno en 2015

Aparecido hace cuatro años, en agosto de dos mil once, el poemario «Hebras Viudas» de David Bustos Muñoz (Santiago de Chile, 1972), se suma a la colección «En estado de memoria» de la clásica e importante editorial Cuarto Propio. Se trata del sexto libro del poeta y del segundo  que publica en esta editorial –el anterior fue «Ejercicios de Enlace» (2007), su cuarto libro– el cual está ambientado, o al menos fuertemente cruzado, por el psicoanálisis, afortunadamente sin descontrolarse con los humos de la escritura automática, de resultados casi siempre enjutos. Esto en consideración de que la escena de escritura del poemario, como también su respiración, es la del duelo. El duelo y además la mudanza, por lo cual los poemas vienen doblemente marcados por escenas biográficas, de hecho, tales vértigos quedaron en los poemas mismos, como el irregular y continuo zigzag que dibuja un sismómetro.

La primera sección del conjunto lleva el título de «En el ombligo del sueño» y posee un epígrafe de la autora de «Oniromancia», y el poema que le da título a la sección modula con exquisito equilibrio esos dos polos, a saber el carnal y táctil, del ombligo, con el inmaterial y mágico, del sueño. Ya su primer verso, en cursiva, dice «la cuna se mece en el abismo» (p.12) y en seguida comienza a describir una escena íntima de la naturaleza humana, una madre amamantando a su hija. A través de versos cortos, directos, suaves pero precisos. Y al final del poema, luego de que la madre le ha dado pecho, pareciera que del cotidiano espacio doméstico de la pieza un destello fulminante y benévolo las transportara a un estado acaso celestial: «Ambas caen extasiadas. / Duermen. // El peso de sus cuerpos es el mismo.» (p.12), en la mirada se igualan los bultos de esas dos mujeres significativas.

También está mencionada una tercera mujer, a través de la famosa Anna O (una de las primeras pacientes de las terapias de catarsis de Freud, a fines del siglo antepasado, que constituye un caso clave en el ámbito del psicoanálisis), en un poema de largo aliento llamado «Alguien visita a Anna O en su cabaña» (pp.17-21), donde las coordenadas históricas y geográficas son modificadas, actualizadas, dando acción a un larguísimo viaje por carretera: «Cruzo 1200 km hacia el sur a ver a Anna O, a una / velocidad que sólo ella puede comprender» (p.17) al parecer por un terreno austral o patagónico de nuestro país: «ZONA DE DESHIELOS / SE LEE AL COSTADO DE LA CARRETERA» (p.18), como un viaje al mismísimo fin del mundo, en el cual «el marcador de bencina baja como un reloj de / arena.» (p.18), no son muy afortunados los cortes de verso. Un periplo inquietante y fascinante que el poema retrata: «El viaje translúcido de una carretera / que despliega una panorámica incierta / a los ojos de cualquier pasajero» (p.19), aunque es también un trayecto mental e introspectivo, acaso una nueva terapia psicoanalítica, en la cual «Anna paga los peajes de la carretera de su vida» (p.19). El desarrollo del poema va modificando el temple del protagonista, quien maneja, hasta alcanzar un estado casi místico en el cual le confiesa a esta mujer: «Rasuraré todos los vellos de mi cuerpo Anna O / para entrar suave en tu piscina de nieve, «(p.20) y un poco más adelante, al final: «Nadaré contra la corriente y seré la roca afilada que / cercena la vertiente, / porque no sé resistirme Anna, y quiero aprender / contigo / cómo se pierde el amor a cada instante» (p.21), tal cierre anuncia también la extraña forma de pérdida que significa el duelo, lo mismo que de otro modo anuncia el famosísimo «Tango del Viudo» de Neruda.

Otros ejemplos del duelo están en estos versos: «Tijeras que cortan en dos esta tarde / que difiere de todas las anteriores» (p.10), donde resulta fácil identificar una ruptura radical del presente con el pasado, aunque al mismo tiempo sea meramente lo cotidiano del horario del día que se oxida. El poema hace destellar una especie de haikú o escena cinematográfica (nuestro autor trabaja como guionista), que a pesar de lo dispar muchas veces coinciden: «El vecino barre las canaletas del techo / mientras su hija escribe un poema / con las hojas de ese otoño» (p.10). En el poema aparece su hija, Ágata, dato personal que ofrece la dedicatoria, al final del libro: «a la sonrisa de mi hija Ágata Sofía, / este libro que se inició al calor / del sonido de las huinchas de embalaje.» (p.70), quien está resfriada; el poema se titula «Otoño con fiebre» (p.10). La presencia de la hija es frecuente en el poemario: «La niña interpreta con los amigos un mundo invisible, / entre visillos oteo la escena de infancia con ese / olor a leche chocolatada.» (p.11), aunque también en su personaje viene a germinar la flor del duelo: «La niña es la hija de dos cuerpos que se encontraron / al comienzo de la pendiente, misma que atisbé entre / pliegues enrevesados donde van a dar las ágatas.» (p.11). Antes de la caída (del amor, se entiende), como una avalancha en la que el poeta recuerda: «y di tumbos por años entre rocas y rocas» (p.11). Estas tres últimas citas son del poema «Sutura» (p.11), palabra que el diccionario define como «costura en la que se reúnen los labios de una herida». El duelo está ahí, instalado en la cotidianidad, en el día a día, como una sombra.

Siguiendo páginas más adelante, en la sección denominada «Nadie mira por el retrovisor», que de paso recuerda el primer libro del poeta: «Nadie lee del otro lado» (2001) es posible volver a leer el malestar que palpita en el cotidiano vivir, por ejemplo en un poema como «Frente de mal tiempo» (p.30), donde «la ducha gotea / marca los segundos.» (p.30) y vence un desgano acaso circunstancial: «no deseas salir a la calle» (p.30), pero la situación se agudiza en el poema siguiente, de largo aliento: «Fuera de servicio» (pp.31-33): «Pero cuando te decides a entrar sin persignarte / al templo del duelo / florecen hebras viudas como música barroca» (p.31), «las hebras proliferan como hiedras» (p.32) dice más adelante con meditada aliteración. Aunque en general los encabalgamientos no son muy prolijos, pero justamente en este poema hay un contraejemplo notable: «te encuentras solo de madrugada sacando cuentas / inútiles,» (p.32). Es como si el camino a través de la noche del duelo imantara duelos secundarios: desencuentros, angustias, vacíos. Así, el poema finaliza en la sintonía contemporánea de la desolación: «telefoneas a un par de amigos para comunicarles la / noticia. / Pero sale una voz femenina dice: / el número que usted ha marcado se encuentra fuera de / servicio» (p.33), remate que recuerda, por cierto, la memorable «Oración por Marilyn Monroe», articulando así un duelo que limita con el suicidio.

«Diván» (p.35) se titula otro de los poemas. En él obviamente está indicada la atmósfera del psicoanálisis, por ser este el mueble que por antonomasia retrata el método psicoanalítico, cuando «Las aguas del inconsciente corren / por las junturas del parqué.» (p.35), pero esta vez en la intimidad doméstica (el parqué y no el parque), pues «la ciudad / transcurre detrás de la puerta» (p.36). Por lo demás, persiste el malestar del duelo: «La calma no llega a los lugares que se requieren» (p.35), como si las sesiones con el psicólogo fueran infructuosas. En este pliegue encuentro el vínculo cóncavo con la idea de la escritura lírica como una vía terapéutica «el lirismo del sufriente lleva a cabo una purificación interior», asegura Cioran [1], aunque ciertamente no es una idea totalmente suya sino que enraizada en la tradición helénica del teatro, me refiero a la catarsis. Ahora bien, es el tema de la escritura como testimonio y aún como acto de redención o sanación; recordemos el «porque escribí estoy vivo» de Enrique Lihn. El duelo exige ser padecido: «No sabes cicatrizar.» (p.38), dice el poeta, y a través de la segunda persona se dice: «Rehúsas a sacar pasajes / a una dulce compañía / una perfección a pedir de boca» (p.43). El duelo comienza a operar como un entrenamiento procaz y salvaje «te transformas en un experto del dribling, / le sacas el cuerpo a las cosas y las cosas vuelven a / sentarse contigo. / Tiras por el desvío los escombros sentimentales, » (p.42), pero el resultado es siempre terrible y así, la siguiente sección se titula «Descalzo sobre piedras encendidas».

En esta sección, la última antes de un «Apartado» que consiste en un único poema, se pone en escena el dolor mismo, o por lo menos es a lo que indica la lectura de su título, un dolor que el duelo trae a presencia en «Cientos de combinaciones» (p.49) que «entran y salen de un corazón descompuesto.» (p.49) y nuevamente lo cotidiano es invadido por la tristeza: «El perro del vecino llora inconsolable / su amo trabajo horas extras.» (p.50), pero ese vecino ciertamente puede no ser sino el protagonista mismo y sea mi perro el que llora inconsolable, en el poema. Aquel que da nombre a la sección tiene un verso que resume o iguala el ánimo triste: «Volvemos a los viejos problemas:» (p.52) que el poeta pasa a enumerar: «orquestaciones / cuidadosamente preparadas / acentos quiebres de voz falsetes / y el redoble de temblores.» (p.52), a través de la ausencia de comas es que el sentido tiende a precipitarse en el sinsentido de la discusión, el cierre del poema, precisamente es ese: «no tiene sentido.» (p.52) una estrofa de un único y solitario verso, como un grito en voz baja, un último aviso de cuidado o un consejo desolado.

Meditando en torno a la soledad, David Bustos estructura unas deslumbrantes imágenes de ella en su poema «Antes de lavar vacíe los bolsillos» (p.53), cito: «La ropa en el colgador. / El viento entra por la manga de una camisa / y juega con el puño. Un botón / pende / de un hilo y arremolina su estadía.» (p.53). Una imagen que pudiera tener su origen en la atenta lectura de los sonetos de Miguel Arteche, pero acá el poema explora nuevas zonas: «Sacas el colchón al sol / observas la erosión del peso / sobre la superficie. Hace más de un año / que nadie duerme a tu lado» (p.53) he aquí la condición florida de la soledad, las hebras viudas, con esa atmósfera el poema prosigue: «la simetría de una pareja estable / el viudo colchón de dos plazas.» (p.53). La imagen del colchón y de la cama es sumamente recurrente a través del libro, de la misma forma que son recurrentes la tina y las tazas, diminutas cisternas.

Insistiendo en el asunto de la cama, el poema titulado «Tender sin escurrir» (p.54), que no sólo viene después de «Vacíe los bolsillos antes de lavar» (p.53), sino que de alguna forma admite la lectura como su segunda parte, en la medida en que la soledad del duelo continúa: «te preparas para el invierno / no sabes qué hacer con las hebras viudas.» (p.54), en seguida viene el llanto: «las gotas caerán tarde o temprano / al mismo colchón de dos plazas / charco que usas todas las noches / tras las tareas de sobrevivencia» (p.54). La agudeza pesimista adquiere mayor vivacidad en el duelo, en ausencia de la pareja, cuestión que es perceptible, también, en el final del poema: «En la mitad de la cama una frontera natural. // (Un guardia insomne sacude restos en el espacio vacío)» (p.54); que recuerda un poema de la sección anterior: «un fantasma / al otro lado de la cama» (p.44). Y una vez más en el poema «Hebras de lluvia» (p.50) aparece este melancólico poliedro blanco, esta vez intacto: «La cama de dos plazas está intacta en el licor / ácido de sus días con sus noches.» (p.50), o totalmente devastada en otro poema: «La cama matrimonial arrastrada / por la gran cascada / no cierras los ojos / tampoco saltas para salvar el pellejo.» (p.51).

Recurrencias como aquellas van articulando vasos comunicantes y una notoria continuidad al interior del poemario. Es más aún, no sólo en el libro mismo, sino con otras publicaciones del poeta, y no me refiero únicamente a la paráfrasis del título de su primer libro, que mencioné más arriba, sino algunas fragancias orientales que el lector percibe también en las delicadezas de «Jardines Imaginarios» (2010) y evidentemente en su más reciente entrega: «Dos Cubos de Azúcar» (2014), en una frecuencia que vibra en el espíritu del haikú, «el cuarto de / ambiente japonés» (p.36), con certeza; o de este mismo librito (pues está editado en formato de bolsillo), muy millaniano a ratos, como el «Ejercicios de Enlace» (2007). Pero en fin, no es este el espacio para armar y transitar la ruta que aúna y vincula los siete primeros libros de este autor (modestia aparte).

Ahora bien, el blanco espacio de las tazas y de las tinas son otros frecuentes y distintivos objetos que ocupan espacio entre los versos de estas «Hebras Viudas». El poema «Costra» (p.60) posee un epígrafe del grupo argentino Soda Stereo: «)las tazas sobre el mantel, la lluvia derramada(» (p.60) y el poema que le da título al poemario arranca con este verso: «Una taza de té frío consumido hasta la mitad» (p.61) que ya aparecía en otro poema, «una taza de té frío consumida hasta la mitad» (p.42); no es que le poeta recaliente el material, no, es la construcción de una resistencia ¿de qué? De la insidia del duelo en la cotidianidad: «Escuchas el mismo disco por semanas» (p.62), «No te viene la respuesta cuando la convocas» (p.52), «La tormenta eléctrica que azota la ventana / indica que es mejor retroceder / a una infancia de hojas secas y toques de queda» (p.35). Es la omnipresencia de una cotidianidad que se ha vuelto hostil, de una libertad desprovista de sombras en las cuales ocultarse.

Sólo hacia el final del poema «Hebras viudas» (pp.61-62), de hecho en la estrofa final, el poeta confecciona un arte poética de este libro, establece la escena y el tono del libro: «un director de cine neurótico / cansado ilumina con palabras sueltas / un escenario que ya hace meses / ha sido desmontado.» (p.62), está puesta en escena es la materia biográfica, totalmente. Por eso el poema que sigue, en el apartado (nombrado entre paréntesis y tachado a lo Juan Luis Martínez), suena en otra frecuencia, acaso menos baja. Su primera estrofa declara: «El gigante egoísta que soy / ha transformado esto / en un recinto privado / no apto para bañistas / que quieren sumergirse en una placentera lectura.» (p.67), recordemos que el libro está escrito en el plazo de una mudanza, y bien calza este último poema con el arribo a la nueva casa, que representa la ilusión de la cuenta nueva tras el borrón: «Un jardín en torno a un templo / un burdel / un sanatorio. / Una manera menos pedregosa / de entrarle a la vida desde la muerte» (p.67). La idea del sanatorio es particularmente clarificadora: la escritura como proceso de sanación, como vía terapéutica para escudarse de lo que quedó de ella: «Tus cabellos como fideos finos / se adhieren a la tina del baño» (p.61).

Ofrece este poema intitulado otras ventanas por donde leer el libro: «un haiku que se congela en el tiempo» (p.68), «palabras ajardinadas» (p.68) o «Con diccionario en mano traduzco el lenguaje de las / flores» (p.68), que ciertamente indican hacia la atmósfera del quinto libro del poeta, «Jardines Imaginarios»; es la idea del escape, de evadir la dureza del duelo y «la tiranía del silencio» (p.68). Pero es sólo un ilusión, «Mi mejor autoengaño» (p.67), y es por ello que, al final, del poema y del libro, aparece la fuerza redentora del amor, la misma que Breton entendió como fuerza revolucionaria, a través de una cita a un poema de amor archiconocido, el famoso «Poema XV» de Neruda; cito los últimos cuatro versos: «Una sola enredadera bastaría para salir de aquí. / Pero soy el gigante egoísta / que vive dentro de un libro. / Una palabra tuya, una sonrisa basta.» (p.68). Y es cierto.

«Las letras de los libros saltan al piso» (p.49), nos dice el poeta, y es exactamente eso lo que sucede cada vez que leemos un libro: cambia, se modifica, volviéndose «un libro ingobernable» (p.44); y este pequeño gran libro «Hebras Viudas», con potencia creativa y lucidez abrumadora, lo confirma.

autorretrato david bustos collage

David Bustos (1972), guionista y poeta. Ha Publicado los siguientes libros de poesía Nadie lee del Otro Lado (Mosquito ediciones, 2001), Zen para Peatones (Ediciones del Temple, 2004), Peces de Colores (Lom ediciones, 2006), Ejercicios de Enlace (Editorial Cuarto Propio, 2007), Jardines Imaginarios (Alquimia Ediciones, 2010), Hebras Viudas (Editorial Cuarto Propio, 2011) y Dos Cubos de Azúcar (Editorial Una Temporada en Isla Negra, 2014).

Fue editor de la colección Amarcord de Ediciones del Temple y, junto a Guido Arroyo, compiló y editó Horroroso Chile. Ensayos sobre las tensiones políticas en la obra de Enrique Lihn, (Alquimia Ediciones, 2014).


[1] CIORAN, Emile. «En las cimas de la desesperación» (traducción de Rafael Panizo) Tusquets Editores. 3ª edición, 1996. Barcelona, España. p.6