Ceacutesar VallejoEste hombre, muy moreno, con nariz de boxeador y gomina en el pelo, cuya risa tortura en cicatrices el rostro, habla con la misma precisión que escribe… 1931, Madrid, el gran poeta peruano responde a la prensa europea.

Por César González Ruano

Los americanos de París: El poeta César Vallejo, en Madrid

Trilce, el libro para el que hizo falta inventar la palabra de su título

 

Alguna vez escribiré un libro titulado Jefe de andenes, para acusar recibo de todos los grandes, pequeños y medianos hombres que vienen a «L’Espagne”. En estos días, dos poetas: después de Vicente Huidobro, que quedó reseñado en nuestro Heraldo, César Vallejo, peruano de raza, pasado por París.

 

Tenía viva curiosidad por conocer a este César Vallejo. «Ciap” ha lanzado hace poco una reedición de Trilce, su libro de poemas, que era ya famoso en los nuevos decamerones.

 

Y he aquí que se produce el milagro kilométrico, porque el viaje de un poeta siempre tiene mucho de milagro y anuncian en las ciudades los cambios de temperatura, por consonancia con la literatura. ¡Conmovedor!

 

Ha llegado el indefinible Vallejo. Yo recuerdo unas palabras del nuevo libertador de América, Carlos Mariátegui, que nos explicaba cómo el ultraísmo, el creacionismo, el superrealismo y todos los “ismos” son elementos anteriores en él, dentro del panorama de su sueño; elementos, en suma, que no permiten catalogarle tampoco en ninguna escuela. Así lo creo yo también. Asombra su autoctonismo y los lejanísimos mares, las remotas palabras que le sirven a este hombre desinteresado de partidos politicoliterarios para construir su poema con el mismo sentido personal y directo que las flores producen su olor. César Vallejo aprisiona en Trilce la precisión como principal elemento poético. Sus versos me dieron, cuando lo conocí, la impresión de una angustia sin la cual no concibo al verdadero poeta. Su desgarramiento por lograr la verdad -su verdad- me pareció terrible.

 

A otra cosa y otra cosa: la gracia de su cultura. Desde la primera poesía comprendí que no era el montañés peruano que me querían presentar algunos, creyendo favorecerle con la simulación de un poeta adánico, cazado en lazo de auroras en la serranía donde él comía soles, ignorando que sus zapatos eran de charol. No, no ¡No! Yo veía en él las conchas de la experiencia, la cultura del sufrimiento, la fosfatina poética convertida en la mermelada del hombre de los grandes hoteles de la tierra, que sabe que la luna no tiene nada que ver con la Luna de Montparnasse. Un hombre, en fin, que sabía pelar la naranja de sus versos sin poner los dedos en ella.

 

He aquí que ahora, traído por el gran Pablo Abril de Vivero, el fundador de Bolívar, el excelente escritor, a cuya labor americana en España se debe mucho más de lo que se aprecia, que tengo frente a mí a César Vallejo. ¿Cómo es César Vallejo?

 

Duros y picudos soles le han acuchillado el rostro hasta dejarlo así: finamente racial, como el de un caballerito criollo de Virrey nato, que con espuela de plata fuera capaz de hacer correr al caballo de Juanita y espantarle el Rívoli. Mazos de pensamiento sacaron su frente y hundieron sus ojos, a los que la noche daba el kool de quienes suspiran más hacia dentro que los demás. Este hombre, muy moreno, con nariz de boxeador y gomina en el pelo, cuya risa tortura en cicatrices el rostro, habla con la misma precisión que escribe, y no os espantará demasiado si os juro que en el café se quita el abrigo y lo duerme en la percha.

 

—César Vallejo, ¿a qué viene usted?

 

—Pues a tomar café.

 

—¿Cómo empezó a tomar café en su vida?

 

—Publiqué mi primer libro en Lima. Una recopilación de poemas: Heraldos Negros. Fue el año 1918.

 

—¿Qué cosas interesantes sucedían en Lima en ese año?

 

—No sé… Yo publicaba mi libro…, por aquí se terminaba la guerra… No sé.

 

—¿Qué tipo de poesía hizo usted en sus Heraldos Negros?

 

—Podría llamarse poesía modernista. Encajaban, sí, en un modernismo español, en un sentido tradicional con lógicas incrustaciones de americanismos.

 

—¿Recuerda usted…?

 

Es Abril quien la recuerda:

 

Qué estará haciendo ahora mi andina y dulce Rita,

 

de junco y capulí;

 

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre,

 

como flojo coñac, dentro de mí.

 

Lo ha recitado César Vallejo mal, muy mal; pero no tan mal que yo no aprecie las excelencias de esta estrofa, que revela -y más si se la mira con el sentido histórico de su fecha- un auténtico poeta. En ella veo, por lo pronto…

 

—Veo por de pronto, amigo Vallejo, algo importantísimo en un poeta y sin cuya condición no me interesan ni los poetas ni los prosistas ni las locomotoras; la precisa adjetivación: «flojo coñac”.

 

—La precisión -dice Vallejo- me interesa hasta la obsesión. Si usted me preguntara cuál es mi mayor aspiración en estos momentos, no podría decirle más que esto: la eliminación de toda palabra de existencia accesoria, la expresión pura, que hoy mejor que nunca habría que buscarla en los sustantivos y en los verbos… ¡ya que no se puede renunciar a las palabras!…

 

—En Trilce, por ejemplo, ¿puede citarme algún verso así?

 

—Vallejo busca en su libro que yo he traído al café, y elige lo siguiente:

 

La creada voz rebelase y no quiere

 

ser malla, ni amor.

 

Los novios sean novios en eternidad.

 

Pues no deis 1, que resonará al infinito.

 

Y no deis 0, que callará tanto,

 

hasta despertar y poner en pie al 1.

 

—Muy bien. ¿Quiere usted decirme por qué se llama su libro Trilce? ¿Qué quiere decir Trilce?

 

—Ah, pues Trilce no quiere decir nada. No encontraba, en mi afán, ninguna palabra con dignidad de título, y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa? Pues ya no pensé más: Trilce.

 

—¿Cuándo llega usted a Europa, a París, Vallejo?

 

—En 1923, con Trilce publicado el año anterior.

 

—¿Usted no conocía a los modernos poetas franceses?

 

—Ni a uno. El ambiente de Lima era otro. Había alguna curiosidad; pero concretamente yo no me había enterado de muchas cosas.

 

—¿Cómo pudo usted hacer ese libro entonces, ese libro que, incluso como poesía verbalista, pregona conocimientos de toda clase?

 

—Me di en él sin salto desde los Heraldos Negros. Conocía bien los clásicos castellanos… Pero creo, honradamente, que el poeta tiene un sentido histórico del idioma, que a tientas busca con justeza su expresión.

 

—¿Qué gente conocía usted en París?

 

—Poca. Desde luego no busqué escritores. Después encontré a un chileno, Vicente Huidobro, y a un español, Juan Larrea.

 

(Séame aquí permitido recordar a Juan Larrea, poco o nada conocido de nadie. Gran poeta nuevo. Le conocí en el Archivo Histórico Nacional, donde era archivero. Un día se despidió, abandonó la carrera y dijo que iba a hacer poesía pura a París. Dos o tres años. Se fue a París, diciendo que se iba a hacer poesía pura, y se metió en un pueblo peruano, donde, naturalmente, no se le había perdido nada. Dos años de soledad, de aislamiento. Nunca quiso publicar sus versos. Un día se cansará definitivamente, y diciendo que se va a hacer poesía pura, llegará al limbo de los buenos poetas, donde ángeles desplumados tocan violines de sueño. ¡Gran Larrea!)

 

—Para terminar, amigo Vallejo, ¿obras inéditas?

 

—Un drama escénico: Marnpar. Un nuevo libro de poesía.

 

—¿Qué título?

 

—Pues… Instituto Central del Trabajo.