Por Fabián Cortez

Corría el año 1923 y esa mañana de julio hacía más frío que de costumbre. El tren de las 07:30 se ubicó en la estación ferroviaria de Tal-Tal ante los ojos expectantes de los pocos pasajeros congregados en ella.

Su agudo silbato sobresaltó a Joel, quien dormitaba acurrucado en una banca, a un costado de los andenes. El hombre tenía un deplorable aspecto. Quienes reparaban en él, lo creían bajo los efectos de una resaca, por eso terminaban ignorándolo. Era común ver a los jornaleros de las salitreras venir a “echarse” unos tragos al puerto. Así olvidaban por un rato los sinsabores del esclavizaste trabajo. Aunque a algunos se les pasaba la mano.

Parecía nervioso y ocultaba su rostro bajo el ala de un sombrero que había acumulado demasiado polvo. A ratos levantaba la vista para escrutaba a cada persona que se acercaba. La brisa marina soplaba fuerte a esas horas de la mañana y deformaba las líneas simétricas de su poncho.

Su visita al puerto salitrero no fue afortunada, en una jornada de juerga perdió las fichas que traía consigo. Lo peor de todo, fue haberse enfrascado en una riña con un desconocido que no era de los “trigos muy limpios”, pues portaba un puñal. Sin saber cómo, logró zafarse de él y huir, pero con una herida de cuidado que le ardía como “aguardiente quemando la garganta”. He ahí la razón de su nerviosismo. Temía que aquel sujeto de muy mala facha, apareciera en las inmediaciones de la estación para terminar con su vida. El tren era la única forma de salir rápido de Tal-Tal, para retornar a la oficina salitrera donde se desempeñaba como boletero. Un oficio que consistía en llevar la cuenta de las carretas, del personal de extracción y del acarreo en las calicheras. Un trabajo mal pagado aún para un hombre que sabía algo de números. A pesar de todo eso, era lo más parecido a un hogar que tenía.

No sabía que tan grave era la herida, pero sentía miedo de volver al pueblo. Aunque su vida era un calvario, no quería morir. Su gente allá en Portezuelo lo necesitaba. Las míseras fichas que recibía como salario, eran el único sustento para su esposa y su pequeño hijo. Por eso, la culpa le carcomía el alma. Se maldijo por caer en la tentación de ahogar las penas en el licor y dejarse convencer por los “ganchos”.

A duras penas logró incorporarse. Sus piernas parecían las de un muñeco de trapo y así, tambaleándose, se ubicó en una de las filas. Otros pasajeros concurrieron presurosos portando canastos y especias que vendían en las salitreras. Ya en el vagón, Joel se dejó caer sobre el asiento junto a la ventanilla, frente a una anciana y su pequeña nieta. La infante lo escrutó con mirada curiosa y algo le comentó a la octogenaria. Joel reclinó la cabeza, apoyándola en el vidrio y nuevamente se durmió. Un movimiento brusco lo hizo golpearse contra la moldura de madera. Abrió los ojos y se topó con la mirada de la pequeña. Ella permanecía sentada frente a él y balanceaba sus pies.

–Yo soy Rosita –dijo sonriendo– ¿Cuál es su nombre?

Su aguda voz le resultó molesta. El dolor en el abdomen iba en aumento y sus fuerzas parecían flaquearle conforme pasaban los minutos. Ignoró la pregunta y volvió a cerrar los ojos. Sin embargo, su mano menuda lo remeció impidiéndole conciliar el sueño.

–Mi abuelita dice que es de mala educación no responder una pregunta.

Esto lo irritó. La paciencia no era una de sus virtudes.

–¿Por qué no me dejas en paz, mocosa? –la espetó.

Los otros pasajeros murmuraron entre ellos, pero Joel no les prestó atención, quería dormir para olvidar el dolor. Tiritaba de frío y se debatía en un sueño intranquilo, donde el rostro pálido de la pequeña y la figura macilenta de la anciana, se repetían una y otra vez. Las palabras de la niña parecían ecos que reverberaban en su cabeza. El traqueteo de las ruedas sobre los rieles se transformó en un suplicio para Joel. Una melodía persistente que se oía amplificada cientos de veces. Además, el vaivén del carro contribuía a acrecentar su tormento.

Habían pasado pocos minutos cuando otro remesón en su hombro lo arrancó de los brazos de Morfeo. Sus ojos estaban enrojecidos y le era muy difícil mantenerlos abiertos.

–¡Su boleto por favor!

La displicencia del conductor no fue sorpresa para Joel. Su vida de obrero estuvo siempre marcada por los tratos vejatorios. Desde que tenía memoria que vio a los patrones como a verdaderos verdugos. El conductor frunció el ceño al verle el rostro demacrado, pero de inmediato lo ignoró. Perforó el boleto y se lo devolvió con la misma indiferencia.

El dolor le desgarraba las entrañas, sudaba y la fiebre comenzó a deshidratarlo. Tenía la boca seca, la lengua zarrapastrosa y sentía espasmos musculares. Se acomodó como pudo, pero el asiento parecía empeñado torturarlo, mientras que la infanta persistía en su afán de hacerle cuanta pregunta se le viniera a la cabeza y la anciana sólo guardaba silencio.

A ratos echaba un vistazo por la ventanilla en un intento por orientarse, sin embargo, el sol aún no asomaba en la pampa. Al final, esto no le importó mucho que digamos, pues el cansancio había tomado posesión de su ser y todo lo que lo rodeaba comenzó a perder sentido. Se volvía difuso, igual que en un espejismo. Escuchó la batahola cerca suyo, luego sintió que alguien lo remecía con brusquedad, sin embargo, Joel parecía sumido en el sopor.

Conforme avanzaba la mañana, el tren hizo varias detenciones en las estaciones de Breas, Central y Canchas, que formaban parte del ramal de la oficina de Santa Luisa, su destino final. El vagón se fue quedando vacío. Al final, tan sólo Joel, la niña y la anciana continuaban a bordo.

Despertó turbado.

El tren continuaba su marcha.

Miró a su alrededor.

El sol se filtraba por las ventanas como en una mañana de primavera. El olor a madera y cuero le resultó agradable al olfato e incluso el vaivén del coche al andar parecía un arrullo que apaciguó sus temores. Sentía alivio. El dolor se lo llevó la noche, lo mismo que sus preocupaciones. Llegó a pensar que sus vivencias fueron sólo el producto de un mal sueño y habían quedado atrás, en el olvido, como el camino que se iba perdiendo en la distancia conforme el ferrocarril ganaba terreno.

La pequeña rosita sonrió. Junto a ella, la anciana seguía silenciosa, parecía dormitar. Pero al poco rato abrió los ojos y enjugó el sudor de su frente con un pañuelo.

–El fuego. Cuidado con el fuego –exclamó con voz cancina. Luego esa mueca desfiguró su rostro y un alarido ensordeció al hombre.

Fue entonces que el infierno se desató al interior del coche. Las llamas emergieron no supo de donde y se propagaron consumiéndolo todo a su alrededor. Pasmado observó cómo la anciana y su nieta se calcinaban frente a sus ojos convirtiéndose en masas humeantes. Un olor nauseabundo saturó la atmósfera y por el contrario, Joel era presa del frío, intenso, al punto que creyó lo congelaría hasta los huesos. Tiritaba y sus dientes castañeteaban sin poderlos controlar. Acto seguido, el coche se remeció con brusquedad. Era el tren que se había detenido.

Abrió los ojos y comprobó que fue víctima de una pesadilla.

Volvió a mirar a su alrededor. Todo parecía normal.

Se sentía confundido. Sacudió su cabeza tratando de aclarar sus ideas. Temió estar perdiendo la cordura.

–¡Estación Portezuelo! –vociferó el conductor.

–Portezuelo –repitió Joel–, aquí me bajo. Mi esposa y mi pequeño me esperan –explicó con notorio júbilo. Quiso incorporarse, pero no pudo. Algo lo mantenía pegado al asiento junto a la ventanilla. La niña entristeció, en cambio la anciana sonreía con la mirada extraviada, parecía ausente.

Interpeló al conductor, pero éste pasó junto a él sin prestarle atención. Entonces una mezcla de impotencia y rabia se apoderó de Joel. Por más que luchó le fue imposible levantarse. Fue como si unas manos invisibles lo sujetaran inmovilizándolo.

Estaba en eso cuando notó que una lágrima se deslizó por la mejilla de Rosita. Ella le señaló el andén, justo ahí donde algunas personas se habían aglomerado. Joel pudo ver un cuerpo recostado en una camilla, pero no logró distinguirle el rostro. Miró hasta donde la vista le alcanzaba, con la esperanza de divisar a su esposa entre los curiosos.

–¡Pobre! –exclamó alguien–, murió desangrado en su asiento.

–¡Santa María Madre de Dios! ¡Qué tragedia! –agregó una mujer–. Aún está fresco en la memoria la muerte la anciana y su nieta. Dios las tenga en su santo reino. Que horrible forma de morir. Calcinadas en el incendió del coche la semana pasada.

Las personas se dispersaron y Joel abrió sus ojos con sorpresa al reconocer a su esposa inclinada sobre el cadáver. Lloraba y sujetaba la cabeza del difunto entre sus brazos. Su pequeño gimoteaba tironeando el vestido de su madre, sin entender lo que ocurría.

–¡Aurora! –clamó con la desesperación brotándole por carda poro, pero ella no parecía escucharlo– ¡Estoy aquí! –insistió azotando la ventanilla.

Quedó helado el ver el rostro del difunto.

El tren se puso en marcha nuevamente y Portezuelo se fue perdiendo poco a poco en la lejanía.

*

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