Por Edmundo Moure
La patria es madre, es casa y es mesa donde se comparten el pan y el vino.
“…Esta patria, como cualquiera otra, para ser noble
ha de tener, como Cristo, abiertos sus brazos
hacia todos los hombres de la tierra”
Gabriela Mistral
Hoy, cuando según los comerciantes es el “Día de la Madre”, escribo algo más sobre la patria, pues luego de mi crónica anterior “De qué Patria me hablan”, algunos lectores, que creen a pie juntillas en la patria vieja de mistela y sajuriana, o que vienen a ser más patrioteros que patriotas, apostillaron mi texto: un amigo chillanejo, coterráneo del gran Bernardo fundador, reconozco que con buena voluntad y empatía crítica; una amiga, con cierto prurito trasnochado y estilo “nacionalista” de “huaso quinchero”…
A mí me gustan las palabras –que constituyen también una patria, quizá la mejor y menos enajenable de todas- y sus múltiples significados, así que busco en mi diccionario enciclopédico de Martín Alonso y extraigo, para la voz patria, una definición de hace dos siglos, pero válida hoy: “Nación propia nuestra, con la suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas”. Es decir, el amor entrañable es la base del patriotismo y no ese coraje vocinglero y ramplón, presto para aplastar al vecino y clavarle la bandera ajena en su propio domicilio, “por la razón o la fuerza”, según reza nuestro agresivo lema patrio, bien denostado en su tiempo por don Miguel de Unamuno, quien nos sugirió reemplazarlo: “Por la razón, siempre por la razón”, aunque a él de poco le haya servido ésta, cuando el mutilado general Millán Astray esgrimiera, sobre el escritorio del insigne catedrático salmantino, la rata negra de su pistola, espetándole: “Muera la inteligencia, viva la muerte”.
Alfonso Castelao designaba a Galicia como la Matria, y proponía esta palabra para sustituir el concepto patriarcal, avasallador y guerrero, por la idea hospitalaria de fecundidad y cobijo, de fuego propiciatorio y espacio de ensoñación creadora. Y aunque la suya –patria o matria- hubiese sido y fuese aún ingrata y dura con sus millares de hijos que lanzaba a la incierta emigración, oleada tras oleada, en implacable sangría, él la amaba, procurando para ella, desde su actividad ideológica y artística, mejores días. Porque, paradojalmente, se puede amar hasta el martirio una patria que se vuelve amarga y mezquina, como si fuese una madre incapaz de repartir en su mesa el pan de una felicidad equitativa… La que no merece adhesión alguna, creo, es una patria mercenaria, vendida al postor de turno para beneficiar a la clase expoliadora que utiliza sus símbolos como armas de enajenación colectiva.
Recuerdo que mi padre afirmaba: “Si yo no fuese español, sería gallego; y si no fuese gallego, no sería nada”. Más allá de la perenne discusión hispana sobre las nacionalidades y la pertinencia de agruparlas, a todo trance, bajo esa bandera roja y gualda -reciente y algo moderna-, establecida por Carlos III en mayo de 1785, cuando el Imperio era poco más que nostalgia y ceniza, la auténtica patria se escoge desde esa afectividad profunda que nos liga, sobre todo, a la Madre-Casa.
Quizá por eso, él, después de las sobremesas de sábado y domingo, luego que mi madre hubiese cumplido el rito de lectura lúcida y comentada, se dirigía hacia la puerta de la casa, para clavar sus ojos azules en lontananza, como si aguardase el arribo de un barco que iba a llevarle de regreso a su pequeña patria de A Touza, al sur de Lugo, en la Galicia profunda.
Nosotros, sus ocho hijos, nacimos en este Santiago del Nuevo Extremo, y aunque poseamos esa curiosa “doble nacionalidad” que nos hace salir de Chile con pasaporte chileno y entrar en España con pasaporte español, nuestra nación de raíces, de historia y de cultura es ésta, la que se alarga como una serpiente sobre los volcanes iracundos de la América del Sur, desde las áridas pampas hasta los hielos del finisterre austral, como la canta Pablo Neruda, en su Himno y Regreso, escrito en 1939, al volver de la España aherrojada por las garras del franquismo:
PATRIA, mi patria, vuelvo hacia ti la sangre.
Pero te pido, como a la madre el niño
lleno de llanto.
Acoge
esta guitarra ciega
y esta frente perdida.
Salí a encontrarte hijos por la tierra,
salí a cuidar caídos con tu nombre de nieve,
salí a hacer una casa con tu madera pura,
salí a llevar tu estrella a los héroes heridos.
Ahora quiero dormir en tu sustancia.
Dame tu clara noche de penetrantes cuerdas,
tu noche de navío, tu estatura estrellada.
Patria mía: quiero mudar de sombra.
Patria mía: quiero cambiar de rosa.
Quiero poner mi brazo en tu cintura exigua
y sentarme en tus piedras por el mar calcinadas…
La patria puede volverse un dolor. Así, a Unamuno “le dolía España”, como a valerosos patriotas chilenos su tierra se les ha hecho martirio y, a la postre, inmolación, porque la quisieron libre y digna y no se conformaron con los cánones establecidos ni con esa expresión, anodina y satisfecha, de quienes la confunden con la palabra patrimonio y actúan como si ella no fuese más que una hacienda llena de inquilinos a su servicio.
La patria es madre, es casa y es mesa donde se comparten el pan y el vino. Lo contrario puede ser una prisión aleve, aunque tremole sobre ella el impávido pendón izado por sus carceleros, como nos ocurriera en Chile, durante casi dos décadas. Conviene no olvidarlo, porque la patria es también memoria viva y clamor que nos despierta con la luz esperanzada del amanecer.
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Mayo 2015
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…