Por Miguel de Loyola

Hace algunos años a mi mujer se le antojó comprar un objeto bastante extraño. Andábamos buscando un regalo de matrimonio para unos amigos, y de casualidad entramos a la tienda de un anticuario por si encontrábamos algo apropiado.

Entonces sucedió que mientras caminábamos por el interior de la tienda -bastante asombrados por la cantidad y diversidad de objetos en exhibición- mi mujer quedó paralizada frente a un artefacto de bronce. Sólo  después de mirarlo detenidamente, uno podía llegar al convencimiento que se trataba de una lámpara.

En efecto, de eso se trataba, como nos lo corroboró el ayudante del anticuario. Un joven que a pesar de su juventud, denotaba las marcas del oficio, puesto que parecía bastante más entrado en años de los que probablemente tenía. Se veía un joven viejo, y viejo zorro, además, porque apenas descubrió en las pupilas de Francisca reflejado el interés por el objeto en cuestión, no se apartó de ella ni por un segundo. Insistiéndole al oído que se trataba de algo único. Absolutamente único. A mí, desde luego, a primera vista me parecía un cachivache, cualquier cosa podía ser, menos una lámpara. Un injerto de pedazos de bronce engarzados a otros pedazos también de bronce, retorcidos, curvos y algunos también rectos. Absolutamente informe para mi gusto, desequilibrado, como si su creador -luego de muchas tentativas para cautivar los gustos extravagantes de las mujeres- hubiese decidido de golpe que aquel objeto terminara siendo lámpara, porque bien podía haber sido cualquier otra cosa, como un simple colgador de ropa, sombreros, paraguas, qué se yo… No obstante, Francisca -quien nunca se caracterizó por ser una compradora compulsiva- estaba fascinada frente aquel objeto. Me comentaba una y otra vez al oído, y a viva voz también, en medio del silencio bastante abrumador de la tienda, que esa lámpara tenía algo, algo que la hacía sentirse: ¿feliz? No lo sabía exactamente, pero se trataba sin lugar a dudas de algo excepcional, como si el objeto fuese capaz de llenar esa misteriosa cavidad sensitiva de la mujer. Lo compramos, naturalmente. Pero lo más absurdo de todo fue que esa vez salimos de la tienda sin el regalo, sin comprar el regalo para nuestros amigos, asunto por el cual  inicialmente habíamos entrado.

Cuando mi madre vino de visita el domingo y vio aquel objeto, se quedó más de media hora contemplándolo antes de sentarse. Papá pasó de largo, por supuesto, sin darle ni siquiera un vistazo. La actitud de mi madre francamente me impresionó. Pocas veces la había visto observando un objeto concreto con verdadera curiosidad pintada no sólo en las facciones de su rostro, sino también en las de su alma, las que se revelaban en el brillo inusual de los cristales de sus anteojos. Cuando se fue, antes de salir volvió a insistir en la idea. Esa lámpara tiene algo, algo muy especial, casi divino, dijo. Papá y yo nos guiñamos un ojo, el ojo más irónico naturalmente, que acusaba nuestra más antigua complicidad de socios frente a situaciones semejantes. El viejo siempre había predicado que a las mujeres hay que dejarlas ser, sobre todo para que lo dejen libre a uno, añadía después. Francisca, por supuesto, estaba todavía más encantada tras la reafirmación de la suegra. Estaba bueno ya que tu madre encontrara algo hermoso en esta casa, comentó entre risas y sonrisas cuando mis padres se fueron.

En lo sucesivo, sucedió que tras la llegaba de alguna mujer de visita a casa, se detenía inmediatamente en la lámpara. Algunas venían previamente alertadas por mamá, quien a los pocos días de haberla visto por primera vez, se había encargado de propalar la noticia a la parentela. La miraban por largo rato, abriendo al máximo la boca y estirando las pupilas hacia afuera, como si en sus fierros hubiese escrito algo, un secreto, un misterio, algo legible por supuesto, aunque sólo para la conciencia femenina, puesto que ninguno de los hombres que acudía a nuestra casa, jamás se detenía o fijaba la vista en aquel artefacto rudimentario e informe. Salvo para comentar entre risas -dada la fascinación que provocaba en las mujeres- que aquella lámpara bien podría simbolizar un pene.

¿Dónde la compraste? Era la pregunta que continuaba después de los primeros elogios. ¡Dame la dirección, niña! ¡Podrías acompañarme uno de estos días!, continuaba el tema después. María Antonieta, que a la fecha se había hecho de una fortuna al casarse con el heredero de Raimundo Torremolinos, insistía en comprarla a toda costa, y ofrecía una cantidad de dinero nada despreciable, puesto que triplicaba o cuadruplicaba el precio pagado por nosotros por aquel artefacto. Lo cual a mí, francamente, me parecía bastante absurdo, de no creerlo. No se podía creer que alguien pudiera dar una suma tan elevada por esos fierros retorcidos. Pero la cosa iba en serio, muy en serio. Días después no sólo María Antonieta había ofertado una suma interesante de dinero, sino también doña Isolda, la amiga millonaria de mamá, a quien trajo de manera expresa una tarde para que también la viera, bajo el consentimiento de Francisca, naturalmente. Y por supuesto que el objeto capturó a la anciana de igual modo que a las demás mujeres. Doña Isolda,  apoyada en un monóculo, permaneció durante un tiempo indefinido observando aquella lámpara misteriosa. Que no lo podía creer, comentaba a cada instante. No podía creer que un objeto así no lo hubiese encontrado ella antes, una aficionada y asidua visitante de anticuarios.

– Es francamente una maravilla, dijo finalmente. Estoy dispuesta a pagar lo que pidan por él.

Francisca y yo nos miramos, esta vez francamente sorprendidos los dos; después mamá nos miró buscando decirnos algo, tal vez eso de que si María Antonieta había ofrecido una cantidad desmesurada de dinero, la anciana millonaria ofertaría necesariamente el doble. Eso estaba claro para mi mujer, quien de seguro fue la primera en captar el gesto de la suegra. Pero se da el caso que la lámpara no está venta, argumentó de manera explosiva mi mujer, mirándome a los ojos y a su vez mirando a doña Isolda, quien no dejaba de moverse acusando su incipiente mal de parkinson. A Francisca se le había subido el rubor a la cara, enseñando los pormenores interiores de su alma. Entonces comenté lo que había ofertado María Antonieta días atrás, sin dejar de mirar a Francisca, por cierto, quien me devolvió una mirada bastante furibunda.

 -Yo puedo pagar diez veces más, manifestó la anciana millonaria, al tiempo que tomaba del brazo a mamá para salir de casa.

Recibimos el cheque por correo. Francisca a pesar de la abultada suma de dinero, se resistía a enviar la lámpara a su nueva dueña. Pero finalmente terminó haciéndolo. No venderla por esa suma, hubiese sido demasiado absurdo para nosotros y para cualquiera que tuviera una situación económica parecida a la nuestra. No obstante, sucedió que una vez que nos desprendimos de aquel objeto, comenzamos a pelearnos por cualquier cosa. Ya porque habíamos aceptado venderlo o bien porque no habíamos sido, ninguno de los dos, lo suficientemente inteligentes para haberle sacado todavía un mejor precio. Y mamá, que hasta ese día nunca se había metido en nada, en nada relativo a nuestra vida amorosa, un domingo se puso a comentar mientras almorzábamos juntos, que ambos habíamos sido unos reverendos idiotas al entregar la lámpara por ese precio a su amiga Isolda, a sabiendas que la millonaria habría pagado todavía el doble de la suma acordada.

Cuando se fueron, Francisca me dijo que era la última vez que recibía en su casa a la suegra. Y me tiró la puerta en las narices esa noche cuando le insinué la posibilidad de pasarla juntos en la misma cama. Tuve que seguir durmiendo por mucho tiempo solo en el segundo piso, sin dejar de pensar en el misterio oculto de aquella maldita lámpara. Después vino lo que ya todo el mundo conoce, el divorcio y la separación definitiva.

 

 Miguel de Loyola – 1985.