Por Aníbal Ricci
Paula Bitrán, hermana menor de una antigua amiga, aparece en su oficina y apunta una página en su agenda. Una figura de espiral que será el corazón de la novela que todavía no empieza. Las páginas se nos acaban y la novela esboza su nítido punto de vista o grado de referencia: “Soy el punto emergiendo desde el fondo de mí, un feto en busca de luz”.
Juan Mihovilovich escoge la primera persona para narrar una “historia dolorosa, mi propia historia” a partir de un punto de referencia o golpe de referencia, punto que desnuda a ese dictador que todos llevamos dentro, acaso nuestra conciencia de sucesos que transcurrieron ante nuestras narices, y del que todos somos un poco culpables, debido al curso fatídico de los acontecimientos posteriores.
Novela difícil de abordar, cuando en sus primeras cien páginas, el autor-personaje se dirige al lector como “usted”, exhortándonos a pensar en el transcurso de esos años. Nuestro interlocutor es un hombre avezado tanto en el ámbito religioso como espiritual, un ser que ha cruzado las fronteras de la religión, subversión y la política.
Es un hablante culto, cultísimo, que reflexiona en todo momento al tenor de su experiencia. Desde la creación de un periódico clandestino en su juventud, se ha codeado de gente interesante para bien o para mal. La galería de personajes, uno tras otro, pareciera entretejer un significado mayor. Tuvo que refugiarse en Ecuador para hacer frente al caos de la dictadura. Recuerda la separación de su mujer y las primeras protestas contra el régimen. Quizás abandona la primera persona para dar voz al alumno designado, que deberá pronunciar el discurso ojalá patriótico contra el poder fáctico del Inspector, pero no se atreve. Hace alusión a prostitutas como seres incomprendidos que viven una dictadura autoimpuesta, quizás mucho más consciente que la del resto de los habitantes.
Nuestro hablante se sumergió en el mundo cristiano hasta entender de Dios no era muerte, ni tortura, ni crimen ni exilio. Ayudó a formar la Agrupación de Detenidos Desaparecidos, pero también conoció el lado oculto, sucio de la Iglesia: las violaciones a los acólitos menores de edad.
El autor reflexiona en la necesidad de la escritura para divulgar el inexpresable sufrimiento de los torturados, contrastando el dolor individual con el silencio colectivo, acaso cómplice. Más adelante, un Lázaro Quinteros perderá la razón en manos de los colonos alemanes de Colonia Dignidad, perderá la razón gracias al sufrimiento, pensando que pagaba por los pecados de otros. Terminará proclamando el juicio final y en su reconversión (de comunista a evangélico) ya no habrá salvación posible.
Su larga travesía a lo largo de la historia no parece tener una conclusión favorable. Acaso pretende introducir la esperanza hacia el final luego del encuentro con Paula Bitrán, la adivina de sus futuros pasos, aquélla que dará comprensión a las decisiones que tomó en el pasado, luego del desencanto que le produce la política y su repartición de cargos y favores, donde los idealistas lucharon, los oportunistas administran y los sinvergüenzas continuarán aprovechándose hasta el fin de los tiempos. Ese mundo intermedio, la clarividencia, que no es ni erudito ni religioso ni terrenal, le indicará el camino a seguir, ese camino que ha buscado toda una vida.
En su riguroso análisis dice que no le gusta generalizar, ni perder la identidad en las multitudes de los años 70. Los observó como manadas, un verdadero rebaño rumbo al matadero, sin embargo, cuando analiza el presente ve a esos mismos jóvenes desafiando al miedo, pero extrañamente su actitud ha cambiado, los ve como un fenómeno nuevo que anuncia el fin del reinado material.
La labor de conducirnos por la historia a partir de la historia personal parece un proyecto desmesurado, y en la parte central de la novela el narrador se coloca a veces sobre la moral imperante, absolutamente desencantado de su entorno. Sin embargo, la mezcla de sabiduría con episodios cotidianos da con el tono justo de la confesión.
La novela surge cuando “incursiono en las profundidades abisales de una conciencia, que parece ser mía, y me pierdo en los resquicios de mi memoria”. Aquí está reflejada la lucidez del punto de vista del autor. Y la novela fluye hacia un final esperanzador, un nuevo trabajo, uno no buscado sino producto de las decisiones tomadas en tiempos difíciles. El director de Gendarmería le ofrece hacerse cargo de la readaptación de los reos del país, un mundo carcelario heredero de una cárcel al aire libre que, paradójicamente, a veces funciona de manera mucho más humana.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.