Por Miguel de Loyola
Un sábado de agosto salimos de Santiago en dirección a la costa a fin de visitar al poeta Nicanor Parra en el balneario de Las Cruces. Previamente alertado por Jaime Quezada que encabeza el grupo, el poeta nos recibe en su casa con la cordialidad de un amigo.Nos invita a pasar al salón, desde donde es posible contemplar la bahía, en un día que gotean del cielo plomizo algunos cristales de lluvia.
Al comienzo conversamos de pie, frente a una foto de su época de estudiante en el Internado Nacional Barros Arana que se encuentra fija en la pared. Nicanor nos cuenta de las trágicas muertes de algunos jóvenes presentes en la fotografía, haciendo un breve raconto de sus vidas. Nosotros escuchamos sorprendidos las historias de estos seres que han salido del mundo, bajo circunstancias terribles. Luego nos invita a sentarnos, en tanto él se escabulle repentinamente del salón, dejándonos a los cuatro mirando hacia la bahía, donde el mar se revuelca insatisfecho en su lecho y lame las rocas y la arena de la orilla.
-Hemos venido a invitarlo a almorzar, Maestro-. Le recuerda en tono ceremonioso el profesor Juan Loveluck, apenas Nicanor se encuentra de regreso, cargando una botella de vino tinto para ofrecer a las visitas. El poeta al escuchar estas palabras, vuelve a ausentarse misteriosamente otra vez del salón, para regresar a los pocos minutos cargando una bandeja que contiene dos suculentos trozos de arrollado huaso, asegurando que son especies únicas en el mundo. Después de depositar la bandeja sobre la mesilla de centro, baña prolijamente ambos trozos con abundante salsa de ají.
Jaime Quezada en tanto, distribuye los vasos y vierte en ellos la bebida excelsa de los campos de Chile. Una vez servidos, alzamos los vasos y hacemos el primer brindis por el poeta más emblemático de Chile.
– Queremos invitarlo a almorzar-. Insiste el profesor Loveluck.
Nicanor nos mira desde el fondo de sus ojos cargados de sabiduría y también de cierta incertidumbre. Acaso todavía sopesando la invitación. Sabe que muchos acuden a él movidos por más de algún interés publicitario.
Propongo al Maestro ir La Candela de Isla Negra, tal vez porque desconozco otros lugares, pero ese restaurante me parece un sitio ideal para almorzar y conversar tranquilos, explico.
El poeta comenta que le gustaría, pero no se decide. Insiste más bien en que comamos arrollado huaso. Luego, permanece unos segundos meditando en silencio, sobándose las manos y enfocando sus pupilas encendidas hacia la bahía.
El crítico literario, Antonio Avaria en tanto, se decide a probar los arrollados, rebanando un trozo con un cuchillo. Los demás seguimos sus pasos poco a poco. Los signos de exclamación de agrado frente a la degustación son múltiples. El fiambre está delicioso, recién elaborado por alguna mano experta en las más antiguas tradiciones campesinas. Nos abre la llave del apetito.
Alguien vuelve a insistir en La Candela de Isla Negra. Pero la frase queda en el aire, mientras degustamos el sabroso arrollado huaso.
-Conozco un lugar mejor-, asegura de pronto entusiasmado el poeta, mientras nos observa con una mirada cargada ahora de cierta benevolencia.
-¡Partamos, entonces!-, comentamos poniéndonos de pie, aunque sin dejar de pinchar otro trozo del delicioso arrollado que nos ha abierto voluptuosamente el apetito.
Nicanor sale otra vez del salón, ahora en busca de su abrigo. Regresa a los pocos segundos envuelto en un abrigo marengo a cuadritos y con la cabeza cubierta por un gorro de lana, chilote, sin duda. Nos confirma mediante una sonrisa que está listo para partir.
Antes de salir de la casa, nos invita a detenernos frente a sus Artefactos Poéticos expuestos en el vestíbulo. Destacan entre ellos El insecto de Edison; una ampolleta sin el globo de vidrio que cubre los finos filamentos por donde pasan los electrones generando el calor que produce la luz, cuya forma -sin el vidrio y puro gollete- se asemeja a las antenas de un bicho terrestre genuino. Seguidamente, pasamos al escritorio, donde gruesos libros empastados saturan los estantes existentes. Sin embargo, el poeta afirma que no puede dejar muchos libros allí, porque se los roban.
Una vez afuera, saco la máquina fotográfica y le tomo una fotografía desprevenida al grupo. Luego subimos al auto, y partimos, dirigidos por el poeta que viaja envuelto con el manto del misterio relativo al lugar elegido y que nosotros desconocemos.
A la izquierda, me señala al momento de salir a la carretera principal que recorre los pueblos de la Costa Azul de Chile. Avanzamos por el camino que va desierto haciendo comentarios relativos al tiempo, a la lluvia que ha dejado de caer, y a la carretera que se nos abre vacía, únicamente para nosotros, como un túnel directo al objetivo.
Llegamos a El Tabo, y poco antes de salir del pueblo, Nicanor -que viaja como copiloto- me señala repentinamente que tuerza a la izquierda otra vez, para enfilar por una calle de tierra húmeda que no termina de bajar hasta llegar directamente a la playa. Una vez allí, me indica a la derecha, entonces giramos y avanzamos unos cien metros al norte por un sendero de arena y ripio que corre paralelo y pegado al mar, hasta encontrarnos de golpe con el Kaleuche. Un restaurante incrustado prácticamente en la misma playa, mirando las olas que se derrumban, como montañas cargadas de agua, arena y espuma. El espectáculo es asombroso. El cielo continúa cerrado por el gris ceniciento de los nubarrones. Solo a ratos algunas gotas se desprenden de esas nubes oscuras.
Nos bajamos del automóvil y nos quedamos contemplando el panorama, dichosos de hallarnos en día, hora y circunstancia en semejante sitio. Nicanor sonríe complacido, como viejo zorro, conocedor de todos los caminos.
-¡Maravilloso, Maestro, Maravilloso!-, exclama el profesor Loveluck con júbilo.
-¡Pero este sitio es único!- afirma deslumbrado Antonio Avaria también, ajustándose las gafas como para poder medir mejor cada centímetro del paisaje.
-¡Yo no había estado nunca aquí tampoco!- comenta el poeta Jaime Quezada, con tanto o más asombro.
– Pasemos, entonces-, invita solemnemente el poeta, encaminándose en dirección a los escalones de piedra laja que suben hasta la misma puerta de acceso al restaurante.
Los dejo adelantarse algunos pasos, mientras nervioso abro el portamaletas en busca de la máquina filmadora. La cargo en un dos por tres con la batería, y cuando intento hacerla funcionar enfocando hacia las figuras que se encaminan hacia el restaurante, los botones del aparato no responden. Entonces le saco la batería pensando que ahí está el problema y le ajusto la de repuesto. Pero la operación me resulta idéntica a la primera. No funciona. Concluyo que ambas baterías están vacías de la energía suficiente como para hacer rodar una película semejante. Es mejor vivirla. Me apresuro entonces a seguir a mis compañeros, introduciendo otra vez la filmadora en el bolso, al mismo tiempo que vuelvo a sacar resignado la pequeña máquina fotográfica, para al menos asegurar una instantánea que pueda reproducir el momento presente en el futuro. Pero mis amigos ya han ingresado al Kaleuche, y la mampara se cierra y debo empujarla para entrar.
El lugar es amplio, de ventanas redondas que miran al mar. El piso es de piedra, algunas están pintadas de colores vivos. La arquitectura es simple, acogedora. La luz entra también al recinto a través de un techo provisto de sectores semi transparentes. Las puertas de las dependencias interiores están hechas de lampazos, también listones de esas mismas cortezas de los árboles sostienen los ventanales y conforman los muros. Algunas mesas se encuentran ya ocupadas al otro extremo del comedor. Los garzones se adelantan a saludar al poeta. Para nadie Nicanor pasa inadvertido. A pesar que su larga cabellera blanca y su rostro vivaz, pueden a la distancia confundirse con las apariencias de un hombre joven. Sus movimientos corporales en nada se parecen a los de un hombre que se encuentra a pasos de cumplir los ochenta y ocho, como nos asegura. Se mueve con la soltura y propiedad de un jovencito.
Escogemos una mesa amplia, que enfrenta un ventanal redondo donde el mar parece encima. Le ofrecemos la cabecera al Maestro, pero la rechaza y opta por sentarse a un costado. La lluvia tenue que a ratos cae sobre el techo de calamina, canta una canción que se confunde junto a la del mar, más robusta, más sólida, dueña absoluta de la costa marítima.
El mozo se acerca y nos entrega la carta. Nicanor sin mirarla sabe lo que va a pedir. Asegura que la Paila Marina es un plato infalible en esas latitudes. Yo sigo sus consejos sin pensarlo un minuto, y me inclino a pedir lo mismo. Los demás en cambio, optan por platos de su particular preferencia. El menú del restaurante es variado, cargado a los frutos más preciados y genuinos del Pacífico.
Mientras preparan los platos, el poeta nos insta a pedir empanaditas fritas de marisco, las que llegaran pronto a la mesa. El generoso catedrático Juan Loveluck no escatima en pedir el mejor vino de la casa, asesorado por Jaime Quezada que es un especialista en cepas vitivinícolas. La primera botella alcanza para una corrida, pero vendrán varias más durante esa tarde que se abre como un refugio legendario junto al mar. Hacemos entonces el segundo brindis del día por el Maestro, por su poesía, por su «montaña rusa», que le cambió el rumbo a la poesía en nuestra lengua. Nicanor agradece. Su mirada algo extrañada al principio de la visita, va destiñéndose poco a poco, hasta cobrar el color natural del hombre sencillo de nuestra tierra, de costumbres y gustos campesinos. Nicanor ha vivido a lo largo de medio Chile, pasando también en sus tiempos mozos más de alguna pellejería. Son esas las raíces comunes de los hombres más grandes que ha producido nuestro suelo patrio.
La charla se abre como una botella de champaña y nos embriagan a todos sus burbujas. Pero el Maestro lleva la voz cantante en la mesa. Tiene mucho que contar. Además el vino abre las almas con su filudo cortaplumas. Surgen así recuerdos suyos de Chillán, de Temuco, del antiguo Pedagógico, de «el Pablo», del «Pablito», como denomina a ratos en el recuerdo a Neruda. Son recuerdos bellos, amistosos, anécdotas donde se confunden las estaturas de estos gigantes chilenos que han rozado la eternidad en vida.
Repentinamente, recita un fragmento del Poema 20 de Neruda, y luego afirma que nada hay en el mundo mejor que eso. Que es un poema de m amor insuperable, nos explica. Luego queda en silencio y por unos segundos la nostalgia nos visita junto al recuerdo de Violeta Parra, amada hermana suya. Alguien del restaurante ha puesto sus canciones como telón de fondo a nuestra charla. La música se entremezcla con la conversación y el mar, y también con algunas lágrimas de lluvia.
Los platos llegan a la mesa, abundantes y perfumados. La charla no se detiene un solo segundo. Saboreamos las palabras lo mismo que la comida y el vino.
Las personas que ingresan al restaurante, se detienen a saludar al Maestro. Lo hacen con admiración y cariño. Pero luego la charla continúa. Trayendo en cada ola un recuerdo nuevo, iluminado por el aquí y ahora, que es una de las cuestiones esenciales para el Maestro. Aquí y ahora es lo que importa. Nicanor ha buscado con su poesía siempre eso, y ahora nosotros podemos claramente comprobarlo al lado suyo. Su lenguaje recoge las expresiones cotidianas porque es allí donde radica la vida. -¡Esa es la vida!-, exclama arrobado, alzando ambas manos al cielo. -La lengua viva y no la lengua muerta de los pesados libros de historia y filosofía-. Su pasión la conocemos desde hace mucho, pero tal vez nunca hasta ese momento comienza por fin a entrar por la carretera más profunda de nuestro entendimiento.
Llegan los postres y la charla continúa su curso. El Maestro Nicanor no pierde el hilo, da puntadas profundas, luego de haber hilvanado el conveniente pespunte. Los punteros del reloj avanzan. Pasan veloces en sus trenes los minutos, dando paso a las que horas que a ratos se confunden con los segundos.
El bajativo y el café pasan también como las olas, uno tras uno. Nadie quiere moverse. La tarde viene cayendo como un aeroplano de alas extendidas, produciendo sombras allá en el horizonte marítimo. El profesor Loveluck insiste ahora en volver al principio, en devolver el tiempo. Llama al mozo para pedir una botella de vino como si se tratara de la primera. Nicanor no se cansa de hablar, ni nosotros tampoco de oírlo. Es más joven que todos nosotros juntos. Bebe su copa como un pez de río, no se ahoga, no acusa cansancio alguno, tampoco necesidad de la siesta que caracteriza a los hombres de edad madura.
Ahora nos remite a Shakespeare, su autor favorito. Leyendo, releyendo y traduciendo al español las obras del dramaturgo inglés, confiesa que ha invertido la mayor parte de su fortuna temporal. Especialmente en Hamlet, a donde nos remite a cada momento, declamándonos a ratos parrafadas completas en un inglés victoriano que sospechamos perfecto, y el que luego nos traduce al castellano coloquial de nuestros días.
La tarde termina de cerrarse poco a poco en la playa, y también en el interior del Kaleuche. Una luz tenue como los destellos de un farol perdido en las tinieblas del océano se enciende, y se derrama sobre nuestra mesa, y también por la cabellera del Maestro, haciendo brillar sus finos hilos de plata. El mar ruge cada vez más furioso afuera, mientras nosotros, lentamente, comenzamos a sentirnos marineros del Kaleuche mítico, que todavía recorre los mares australes que azotan bravamente las costas de Chile. Nuestro capitán en el puente de mando, firme al timón, no le da soga a la tempestad, y continúa llevando el rumbo. Han transcurrido cerca de ocho horas de navegación por los mares más turbulentos de la memoria. Y cuando presentimos la inminencia del puerto, el Maestro se levanta como un gigante de la silla, y nos recita completo su poema «El hombre imaginario», para que el Kaleuche vuelva su proa al frente, hacia la tempestad, hacia el mundo que gravita en el poema. Y así nos volvemos a sumergir en un mundo imaginario, «contado por seres imaginarios», «que suben las escaleras imaginarias», «entonando canciones imaginarias», «que representan hechos imginarios», «en lugares y tiempos imaginarios», «circundado de cerros imaginarios», «a la orilla de un río imaginario»…
El Kaleuche arriba a la costa lentamente, plegando una a una sus velas imaginarias. El capitán es el último en abandonar la nave, no sin antes agradecernos la invitación. Nos despedimos del Kaleuche. Bajamos las gradas de piedra laja en dirección al automóvil que se encuentra estacionado abajo, ahora todo el grupo junto. El flasch de mi máquina fotográfica relampaguea buscando capturar las figuras de esos marineros imaginarios, cruzando el puente imaginario, hacia el puerto imaginario…
Nos metemos todos al auto y partimos de vuelta en dirección a Las Cruces. Por la carretera mientras conduzco, el Maestro me pregunta repentinamente quién soy yo, en qué trabajo, a qué dedico mi vida, porque sin duda mi rostro acusa los rasgos propios de un aparecido, de un fantasma como los que habitan el castillo de Hamlet. No me decido a confesarle que yo soy un hombre imaginario, semejante a quien fuera él mismo alguna vez cuando logró plasmar el poema. Y permanezco en silencio, concentrado en al camino, pero sintiéndome atravesado por las linternas encendidas en los ojos de Nicanor.
Llegamos pronto. Nos bajamos a despedirlo. Mi máquina fotográfica ahora busca capturar los abrazos de la despedida. A pesar que Nicanor nos invita a pasar nuevamente a su casa. Pero es tarde, y la noche está cerrada en un nudo de nubes apretadas que reventarán en un aguacero en cualquier momento. Debemos regresar a la ciudad de Santiago. Nos separan ciento treinta kilómetros que hay que recorrer, ahora cargando la nostalgia de un viaje a los más profundos mares de la memoria de Nicanor Parra, el poeta más joven del mundo.
-¡Volveremos, Maestro!-, le aseguran Juan Loveluck, Jaime Quezada, Antonio Avaria y también yo, el narrador imaginario.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…