Por Francisco Martínez B.

 Una de las grandes preocupaciones de Álvaro Pombo en los últimos tiempos -y así lo refleja su narrativa- es el tema de la transformación de la mujer. Pero hablando de transformación, él mismo sostiene con Kafka que escribir es una especie de plegarse y que de hecho le transforma.

Es el poder de la palabra, su capacidad performativa como en su día puso de manifiesto el filósofo inglés del lenguaje J. L Austin. La palabra es capaz de transformarnos. Y la transformación es el tema de fondo del escritor y académico que ha conseguido bucear como nadie en la sensibilidad femenina a través de su psicología-ficción. Este maestro indiscutible de la narrativa española en nuestros días ha elegido incluso como protagonistas principales de varias de sus mejores novelas a personajes femeninos (El metro de platino iridiado, 1990, Aparición del eterno femenino contada por S. M. el rey, 1993, Donde las mujeres, 1996,  Una ventana al norte, 2004, La fortuna de Matilda Turpin (2004). También, por supuesto en su última entrega narrativa, La transformación de Johanna Sansíler. En todas ellas se fusionan muchos de los rasgos que, a través la introspección psicológica, Pombo descubre en las mujeres de nuestros días: atrevidas, abnegadas, engañadas o maltratadas por la vida, poseedoras siempre de gran fortaleza espiritual. Y junto a este sondear en el eterno femenino, otra de las grandes inquietudes pombianas es la reflexión filosófica, la introducción en su narrativa de componentes religiosos y espirituales, en especial, como en su día lo hizo Julien Green, la obsesión por explorar los bajos fondos del alma y las pesadillas autoculpabilizadoras, aunque no provocadas por la marea carnal o el drama del pecado que atormentaron al autor de Moira.

Ambos temas son hilos que, amalgamados con la ficción, el lector hallará en La transformación de Johanna Sansíleri, la última novela de Pombo. El personaje que en esta novela experimenta el proceso de transformación es Johanna, una mujer de la burguesía cántabra. Se queda viuda casi de forma repentina después de veinte años de matrimonio -un matrimonio de fin de semana- con Augusto, “un gran pelma” que ya de novio era muy marido, pero que por su profesión de corredor de bolsa vivía los cinco días laborables de la semana en Madrid con otra pareja, Monina con la que tenía un hijo. Mas ante la inminencia de su muerte, Augusto decide pasar los últimos meses junto a Johanna, que nada sabía de su otra vida con Monina y su hijo que, por el contrario, lo sabían todo sobre Johanna y por la que sentían una gran admiración. Tienen de ella una imagen arcangélica. Johanna, bella, brillante, había vivido su existencia de casada en un total ensimismamiento, leyendo libros de teología y filosofía y cuidando los tomates de su huerto. Cuando por la cotilla de turno se entera de la doble vida de su augusto y difunto esposo, lejos de sentirse furiosa y despechada, se siente culpable. No busca explicación de la duplicidad en la culpa ajena, sino en la propia. Y desea “asear” su pasado, aunque la  determinación no respondía a una voluntad ética, sino estética. Lo hace pues, no por el deseo de perdonar, sino por la necesidad impía de tranquilidad personal, porque estaba convencida de que no había sido suficientemente amada por su propia culpa, porque ella para Augusto había sido insuficiente. Una verdadera metanoia, un movimiento interior que surge en Johanna porque no se encuentra satisfecha consigo misma. Sale de su ensimismamiento conociendo a la amante y al hijo de su marido y proyectándose en la actividad exterior, mediante la cooperación con la parroquia, aprovechando la energía de la parroquia, no de la Iglesia. Y a la vez entra en la logomaquia de la otra familia de su marido, puesto que otro sentimiento de culpabilidad substituye  al primero: la necesidad de reparación, reparar la vida familiar de la amante de su esposo.

Álvaro Pombo cala con  la maestría a la que nos tiene acostumbrados en la personalidad de ambas mujeres, especialmente en la de Johanna Sansíleri, lectora de Iris Murdoch, hecho que la impulsa a identificarse con las figuras femeninas retratadas en las novelas de la escritora y filósofa irlandesa: un sujeto femenino capaz de dilatar en experiencia propia todos los lados de la vida, sin tener que retroceder luego hacia sí misma. Joahanna se ve como alguien que atrapa el mundo, la gente, las emociones, los paisajes y regresa a su guarida devorándolas a solas consigo misma (página 182).

Una vez más, un texto profundamente introspectivo que le permite al autor construir una novela no compleja ni enrevesada, pero sí muy reflexiva. La trama, cuyo desenlace no desvelo, pierde importancia ante la profunda indagación existencial, filosófica e incluso religiosa, perfectamente conjugada con ciertas dosis de humor. Álvaro Pombo también en esta novela mastica y rumia una y otra vez la interioridad de sus personajes. Frecuentes citas en latín litúrgico y bíblico, textos filosóficos (Kierkegaard y Kant sobre todo) forman parte de la manera de narrar de Pombo. El resultado son estructuras narrativas penetradas de cultura. Servido todo ello con el ya característico estilo pombiano: una lengua muy rica, mezcla de barroquismo, espontaneidad, gusto por el hipérbaton, por las redundancias, por originales neologismo, descripciones sutilmente irónicas, uso de varios registros y cierta pedantería, marca también de la casa. Un verdadero domador de la lengua que hace gala incluso de su libertad, a veces heterodoxa, en sus construcciones narrativas. Pero poco importa, que  Álvaro Pombo nos introduzca, como en esta novela, en el discurso de su historia por medio de un narrador anónimo homodiegético que lo hace en primera persona, pero muy pronto y sin apenas darnos cuenta, recibimos el relato de esta singular historia de metamorfosis contada por un narrador heterodiegético omnisciente que habla en tercera persona. Extravagancias que en la pluma de Álvaro Pombo se convierten en marcas denotativas de alta calidad compositiva.

Fragmentos

“-Tengo la impresión, Carlota, de que en el fondo piensas que soy una perfecta estúpida, aquí encerrada en el jardín, reservada y estúpida, como la princesa del guisante.

-¡Un poco sí que eres la princesa del guisante, Johanna, no lo tomes a mal! Justo a eso he venido.

-¿A qué has venido? -pregunta Johanna sinceramente sorprendida ahora.

-He venido a saber qué tal estabas. Como comprenderás, es lo primero. Lo primero, a eso he venido. Y a contarte lo que me acaban de contar hace ya días, lo de Augusto y su otra casa, igual lo sabes ya y te parezco yo una tonta.

-Tonta no, Carlota, pero un poquito rebuscada y retorcida sí que estás pareciendo en este instante. Di de una vez a lo que has venido a decir, sea lo que sea. Al parecer algo de Augusto…

-Sí, bueno, de Augusto, así es. ¿Tú sabes que tenía otra familia?

-Otra familia, desde luego. Su familia.

-No, ésa no. Además de ésa, tenía en Torrelodones, los veranos y los inviernos en Madrid un piso, con una mujer que tiene nuestra edad, claro el tiempo pasa. Y un chico muy guapo, por cierto muy crecido, Alexis.”

…..

“En los tiempos de Aznar ya no había queridas. El PSOE acabó con todas ellas. El esquematismo de la querida, el prototipo se debilitó en la Transición, se volvió innecesario. Y el PSOE acabó con todas ellas, remató a las concubinas,   a la entretenida, a la otra. Así que mi madre empezó de antigua, ya  a los veintiséis,  a liarse con mi padre. Y mi padre era un normal nato, era la normalidad pura y nata, ínsita, en el concepto de la pareja cristiana, como un quiste, desde el principio de los tiempos, un hombre normal. En eso, ya ves, Johanna, creo que mi padre era único, el más normal de todos los normales. Una rareza estadísticamente perfecta, una locura. Así, de un tirón, ves cómo fuimos, nuestra normal familia, nosotros tres, anormalizada por el anticuado planteamiento del ligue de mi padre y mi infinito talento narrativo, mi belleza física.”

…..

“¿Debería mi madre sentirse culpable de haber interferido en tu matrimonio? Porque la verdad es que no se siente culpable. Ni siquiera cree que hubo interferencia ninguna. Cree que la vida era así, es así, los hombres eran así, los hombres tenían queridas, todavía las tienen. A veces mi madre dice: las mujeres tienen ahora también queridos ellas mismas. Sueña extraño cada vez que dice eso, anticuado, como si lo dijera porque lo ha oído decir pero no lo creyera del todo. Es curioso que mi madre no tenga ningún sentido de la culpa. Debió pegárseme de ella el no tenerlo. Al parecer, ellos dos lo hablaron todo muy al principio, mi padre y mi madre, te discutieron, parece ser, a ti. Mi madre debió de decir alguna frase anticuada que todavía dice como: ¿cómo vas a traicionar a una mujer así, Augusto? Ya le has dado tu palabra. Y mi padre respondería: le he dado mi palabra pero no mi corazón. Te doy mi corazón a ti, Monina, por lo que valga, que tampoco es tanto. Mi padre tenía estas salidas, modestas, de falsa humildad en mi opinión.”

*

(Álvaro Pombo, La transformación de Johanna Sansíleri, páginas 23-24, 88, 185)

Álvaro Pombo, La transformación de Johanna Sansíleri.

Ediciones Destino, Colección Áncora y Delfín, Barcelona 2014, 252 páginas.

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En: Brújulas y Espirales