Por Miguel González T.

Teófilo Buenaventura espera la señal del semáforo para cruzar la calle. Se dirige al almacén de don Mario, distante a dos cuadras de su casa, en la esquina de calle Latadía y Américo Vespucio. Hacía veinte minutos que su nuera, Lucrecia, le había dicho que fuera a comprar el pan, advirtiéndole no perder el dinero, un billete de dos mil pesos, que le introdujo bien doblado en el bolsillo de su americana.

En cuanto entró al almacén, don Mario le tiró la talla: “Y ahora qué lo mandaron a comprar, don Teo” -No, don Mario, la verdad es que no tenía nada que hacer en casa y me ofrecí para venir a comprar el pan -contestó- mientras sacaba pan de un canasto que iba poniendo en una bolsa de papel. Al hacerlo recordaba que la última vez que había salido a comprar pan fue cuando aún trabajaba y en la oficina celebraron el día del funcionario postal. En esa ocasión, en la oficina se realizó un cóctel -donde él aportó con los canapés- y fue premiado como el funcionario más antiguo. Trabajó cuarenta y dos años y llegó a ser jefe de correos. En la oficina era respetado y querido, pues había sido un verdadero líder. Pero eso fue hace tanto tiempo -se dijo- y se dispuso a pagar la compra.

Para regresar a su casa Teófilo eligió el camino más largo. No tenía prisa y, como otras veces, se ensimismaba dejando que los recuerdos se agolparan en su mente. Le gustaba ver las imágenes de su pasado, sobre todo esas en las que ve al menor de sus tres hijos, Fernando Alejandro, en la ceremonia de titulación al término de sus estudios universitarios; del que guardaba cierta consideración por su compañía durante unos meses después del funeral de su mujer Elizabeth. Teófilo aprendió a sobrellevar la muerte de su mujer lentamente, al principio creyó que la solución para su soledad era morir, pero se dijo que no deseaba ocasionar problemas a nadie, se sobrepuso y después de jubilarse, se dedicó a su gran pasión: la lectura. Y como además era licenciado en filosofía, escribía algunos ensayos relacionados con el sentido de la vida y del ser, que de vez en cuando veía publicados en el matutino semanal. Curiosamente de sus otros dos hijos, Humberto y Nicolás, tenía recuerdos borrosos, creyendo que se debía a que vivían fuera del país y que dejaron de escribir hace como unos quince años. Tampoco estuvieron presentes en el funeral de su madre.

A sus ochenta años, Teófilo goza de buena salud. Sólo su hipermetropía lo obliga a usar lentes todo el tiempo, pero él se siente vigoroso, por lo menos así lo dice su cuerpo cada quince días, fecha en que llega doña Julieta, quien realiza el aseo y orden de la casa, mujer buenamoza, cuarentona y dicharachera, y que siempre cuando entra a limpiar la pieza, permite que Teófilo le mire las piernas a su regalado gusto.

Pero todo comenzó a cambiar desde hace cinco años, cuando Fernando Alejandro junto con su mujer Lucrecia y sus dos hijos, Alberto y Leonardo, se vinieron a vivir con él. Al principio, Teófilo se sintió feliz, íntimamente se sentía orgulloso de su hijo abogado, sólo que éste empezó alzando la voz innecesariamente en algunas ocasiones y luego se acostumbró a gritarle por cualquier cosa: ¡viejo e’ mierda!, además le prohibió regalonear mucho a los niños. No quiero que sean unos abuelados -le dijo- aunque eran éstos los que secretamente iban a su pieza y le pedían que les leyera algún cuento o que les contara alguna anécdota en las que siempre habían héroes y villanos.

Después, como para hacerle un favor lo llevó a la notaría donde hizo que firmara una carta poder. Desde ese día no fue necesario que saliera a “perder el tiempo”; Fernando Alejandro se encargaría de cobrarle su jubilación, la que nunca más vio en sus manos. Éste de vez en cuando, le entregaba diez mil pesos para que se comprara una coca cola, la bebida que más le gustaba, algún chocolate y el diario.

La cosa se puso peor -recuerda Teófilo- cuando Fernando Alejandro le dijo que trasladara sus cosas a la pieza de huéspedes que estaba en la pequeña construcción, al final del patio. Pese a sus protestas, terminó convencido de que su habitación era la de más espacio, y que era perfecta para un matrimonio. Total, yo estoy solo -pensó- No pudo trasladar su biblioteca, sus amados libros, cuya lectura lo transportaba a bellos y enigmáticos lugares, a otras situaciones donde siempre se encontraba buscando afanosamente el sentido de todo. Lucrecia tomó los doscientos textos, los metió al auto y los vendió en una librería de viejo de calle San Diego. Teófilo nunca supo del dinero que le dieron a Lucrecia, ni lo que pagaron por la “joyita”, el poemario que estaba dedicado y firmado por Neruda. Este percance lo llevó a la gran discusión y a romperse la cabeza cuando Fernando Alejandro, furioso, lo empujó haciendo que se golpeara en el canto de la puerta. Ese mismo día, llamó a Carabineros quienes cursaron el parte por violencia al Juzgado de Familia, pero nunca fue citado. En una ocasión contestó el teléfono, creyó escuchar que eran del tribunal, pero su nuera le arrebató el fono de las manos, desde entonces ya no se atreve a contestar cuando éste suena.

Hoy temprano, sus nietos Alberto y Leonardo tocaron a la puerta de su habitación y él con cierto temor los dejó entrar. Los niños lo abrazaron y llorando le dijeron palabras de despedida, para luego salir corriendo. Antes de entrar a la casa le gritaron “¡te queremos, tata Teo!”…, justo cuando apareció Fernando, quien atravesó el pequeño patio hasta la pieza de huéspedes y le pidió a su padre que cogiera su abrigo y lo siguiera.

El auto comenzó su marcha muy despacio. Como no había dejado de llover, el pavimento estaba resbaladizo. Teófilo fue ubicado en el asiento de atrás, al lado de la ventana, lo que le permitía ver las calles de su barrio, tal vez por última vez. Fernando y su mujer iban en silencio y sin mirarlo desde que lo metieron al vehículo. No le dijeron el lugar al cual se dirigían, pero Teófilo creía saberlo. Cuando llegaron a destino, Fernando lo tomó del brazo y lo condujo rápidamente a la casona. Teófilo sólo alcanzó a fijarse en el letrero de la entrada que decía: “Años Dorados”.

En una especie de recibidor, Fernando y Lucrecia conversaron con la encargada. Teófilo estaba sentado en el sillón donde le dijeron que debía esperar unos minutos. Trató de decir algo, pero no fue escuchado. De pronto, una mujer de uniforme blanco lo tomó de la mano y lo llevó por un largo pasillo. En el trayecto Teófilo se detuvo y miró hacia atrás para despedirse de su hijo, pero éste ya iba saliendo del lugar junto a su mujer. Se han ido sin despedirse – pensó – y reanudó sus pasos. Se detuvieron ante una puerta y la mujer le dijo: “Ya don Teo, ésta será su habitación por todo el tiempo que esté con nosotros”. Lo hizo entrar y cerrando la puerta se retiró haciendo sonar sus pasos en el piso de madera.

Después de unos minutos, que parecieron toda una eternidad, Teófilo trató de ordenar sus pensamientos ¿cómo me pudo pasar esto?, se preguntó. ¡A mí, que me siento más vivo que nunca y que estoy sano!, ¡que siempre he tratado de no hacer mal a nadie!… Tal vez es el pago a lo que he sembrado -reflexiona-.

Teófilo está solo, sentado al borde de la cama. En sus manos sujeta, como si fueran un tesoro, El Castillo y Crónicas Marcianas, sus dos libros favoritos que logró salvar del despojo de su querida biblioteca.

Al poco rato, y como quien ha tomado una gran decisión, se pone de pie y comienza a citar en voz baja las frases del último libro que leyó:

“Más yo sigo caminando solo, como Adán Stein, a través de caminos de tormentos, y, como él, he adquirido una sepultura en mi corazón, y camino hacía allí con paso firme.”*

* “El hombre perro”, de Yoram Kaniuk.

 

Miguel González Troncoso

 Orientador Familiar con mención en Relaciones Humanas.

En la actualidad se desempeña como empelado público.

Su oficio como escritor lo desarrolla desde hace algunos años, a través del relato y el cuento breve.

Ha participado en concursos literarios de la Asociación Nacional de Empleados Judiciales, obteniendo el 3° lugar el año 2008, el 3° lugar el año 2010 y una mención honrosa en el 2012, y en el concurso Poder Judicial en 100 palabras obtuvo el año 2013 una mención honrosa.

Ha sido integrante del Taller Literario que dirige el poeta Amante Eledín Parraguez, “La Barraca” de la Florida, desde inicios de 2012, obteniendo ese mismo año el 2° Lugar en el concurso literario “Escritores para Chile”, categoría cuento.

El año 2013 Miguel González publica su primer libro de “Relatos y cuentos breves”, bajo el sello Amanuense (Chile).