Tenemos la oportunidad de conocer dos nuevos poemas inéditos de Martín Espada, uno de los poetas latinos actuales con mayor reconocimiento en Estados Unidos. Los poemas fueron traducidos por Oscar Sarmiento, poeta y profesor chileno radicado en Estados Unidos. Agradecemos a  Oscar Sarmiento y Martín Espada por esta posibilidad de acceder a material inédito.

Las manos de Clemente han aprendido

lo que no se puede enseñar

 

Mi esposa tuvo otro ataque de epilepsia,

del tipo en que parece estar muerta,

abiertos los ojos y extraviados,

como medusas suspendidas

en el mar a medianoche.

 

Mi hijo, que todavía no tiene diecisiete,

se inclina sobre la mesa

y con los dedos en V

le cierra las pupilas.

 

Cuando despierte,

no sabrá por qué soltó la taza de café.

No sabrá el nombre de Clemente ni el mío, al principio.

No sabrá que él cerró sus ojos.

Yo sabré que las manos de mi hijo han aprendido

lo que no se puede enseñar: que ahora

ya puedo pararme de la mesa.

 

 

El corrido de Isabel

 Francisca dijo: Cásate con mi hermana para que pueda quedarse en el país.

Yo no tenía nada más que hacer. Tenía veintitrés y andaba siempre con frío, deslizándome

por enero en mis pobres botas de vaquero de poste en poste de la luz

en Wisconsin. Francisca e Isabel lavaban las sábanas del hotel,

sudaban en la humedad del lavadero, conspirando en español.

 

La conocí el próximo día. Isabel tenía diecisiete, venía de una aldea donde sus mayores

hablaban la lengua de los aztecas. Se sonreía cada vez que las bolitas de hielo

del inglés repiqueteaban alrededor de su cabeza. Cuando el juez de paz dijo

Puede besar a la novia, nuestros labios se rozaron por primera y última vez.

El anilló prestado resultó ser demasiado pequeño, incrustado en mi nudillo.

Hubo instantáneas de la boda y champaña en vasos plásticos.

 

Francisca dijo: Las instantáneas servirán de prueba para inmigración.

Oímos rumores de la entrevista: me preguntarían por el color

de su ropa interior. A ella le preguntarían quién se montó sobre el otro.

Inventamos respuestas y ensayamos nuestras líneas. Sorteamos

formularios de inmigración sobre la mesa de diario como otras parejas

barajan cartas de gin rummy. Después de cada mazo, yo barajaba de nuevo.

 

Isabel decía: Quiero ver las fotos. Quería ver las fotos

de una boda que ocurrió pero no ocurrió, su rostro inexplicablemente

feliz, yo levantando una verde botella, mareado después de media copa de champaña.

 

Francisca dijo: Ella puede cantar corridos, canciones de amor y revolución

de la tierra de Zapata. Toda la noche Isabel cantaba corridos en una taberna

donde nadie entendía una palabra. Yo era el matón de la taberna y el esposo,

así que silenciaba a los pendencieros borrachitos, que pestañeaban como tortugas al sol.

 

Su pareja y sus latas de cerveza nunca comprendieron por qué me casé con ella.

Una vez desfondó la puerta de entrada de una patada, y el estruendo remeció la casa

como si una granada hubiera estallado en el pasillo. Cuando los de la policía llegaron,

yo las hice de traductor, mirando al sargento que la miraba: la inescrutable

indiecita de cada película de cowboys que él se había visto, descalza y de largo pelo negro.

 

Vivíamos detrás de una puerta rota. Vivíamos en una ciudad oculta de la ciudad.

Cuando los dolores de cabeza comenzaron, nadie llamó a un doctor. Cuando desapareció

por días, ninguno llamó a la policía. Cuando practicábamos las preguntas

para inmigración, Isabel entornaba los ojos y sonreía. Quiero ver las fotos,

decía. La entrevista no tuvo lugar, como una obra de teatro en la noche de apertura

cancelada cuando los actores están demasiado borrachos para subir al escenario. Después que se fue,

encontré el dibujo a lápiz de cera de un pájaro azulejo pegado en la pared del dormitorio.

 

Me fui también, y no pensé en Isabel hasta la noche en que Francisca llamó para decir:

Tu esposa está muerta. Algo le crecía en el cerebro. Me imaginé a mi esposa

que no era mi esposa, que nunca durmió junto a mí, durmiendo en el suelo,

y me pregunté si mi nombre estaría esculpido sobre la cruz encima de su cabeza, ni epitafio

ni corrido, otro fantasma en una revuelta de fantasmas evaporándose de la piel

de mexicanos muertos tambaleándose por días sin agua a través del desierto.

 

Hace treinta años, una muchacha de la tierra de Zapata me besó una vez

en los labios y murió con mi nombre clavado a los suyos como una puerta rota.

Me quedé con una instantánea de la boda; ayer salió a flote en mi escritorio.

Hubo una conspiración para cometer un crimen. Esta es mi confesión: lo haría todo de nuevo.

 

***

 

Martín Espada (Brooklyn, Nueva York, 1957) es uno de los poetas latinos más reconocidos del momento en los Estados Unidos. Su libro, The Republic of Poetry (Norton, 2006),  recibió el Premio Paterson al logro literario sostenido y fue finalista del premio Pulitzer. Este libro incluye una sección completa de poemas que Espada escribió en Chile. La antología Alabanza. New and Selected Poems 1982-2002  (Norton, 2003) reúne gran parte de los poemas que Espada ha escrito. Su libro más reciente es TheTrouble Ball (Norton, 2011). El poeta es profesor de creación literaria y traducción en la Universidad de Massachusetts en Amherst.