gabriela aguilera vPor Gonzalo Hernández

Saint Michel (Ediciones Asterión, 2012), es la más reciente entrega narrativa de Gabriela Aguilera. Una novela que consigue relatar, a través de miradas fragmentarias, microscópicas, un mundo inmenso, brutal y emotivo al mismo tiempo, que tuvo lugar en la ex cárcel de San Miguel. Un espacio anacrónico y castelar asentado en medio del entramado de nuestra capital. En esta conversación, la escritora nos ilustra el proceso mediante el cual se gestó esta obra.

Gabriela Aguilera hace un taller literario para internos de la ex cárcel de San Miguel. Población homosexual, en su mayoría, el lado más crudo y desarraigado de los transgéneros. Ellos ya no están ahí, desde el incendio que asoló ese recinto penal en diciembre del 2010. Ahora son parte de la comunidad de la ex Penitenciaría de Santiago, pero su experiencia sigue viva a través de las páginas de Saint Michel, su más reciente novela. Un texto que logra retratar el testimonio de estas vidas marginales, y que además abre la puerta de un mundo que la mayoría de los ciudadanos decentes, supuestamente normales, preferirían ignorar.

Hay una construcción fonética interesante cuando se habla de Saint Michel. ¿Por qué decides decirlo de esa forma, y no San Miguel a secas?

Cuando yo escuchaba que mis niñas (se refiere a sus alumnas en el taller literario) hablaban de Saint Michel –y la pronunciación es Saint Michelle, en francés, no en el inglés Saint Michael-, me llamó mucho la atención ese detalle. Una de ellas me dijo: “Cuando yo salga de aquí y me pregunten dónde he estado, si digo San Miguel van a pensar que estuve presa; si digo Saint Michel, en cambio, se van a imaginar París”. Eso para mí significa toda una teoría del lenguaje y sus denotaciones: la evocación, la construcción de realidades, todo el poder del habla puede verse en esa explicación de la palabra. Ahí fue cuando dije: “Aquí hay un libro”. Y para trabajar eso, lo que hice no fue buscar historias de cárcel, sino más bien historias obscenas. A partir de toda esa estética que rodea al taller: las lentejuelas, el brillo, los rulos, el maquillaje exagerado. Todo eso tiene que ver con la transgeneridad, con ese mundo homosexual caracterizado por lo marginal.

No es un mundo glamoroso, en absoluto. Lo de Saint Michel no tiene que ver con esa reivindicación de lo homosexual que hace Pablo Simonetti, por ejemplo.

No, para nada. Pero es una reivindicación mucho más potente que la de Simonetti, pienso yo. Yo a él lo estimo mucho, que no se malentienda, pero creo que ésta es una reivindicación más genuina porque no está atravesada por nada, salvo por la emoción. Ellos tienen, en su mayoría, una escolaridad bajísima. El promedio ahí debe ser sexto o séptimo básico, no más que eso. Y eso deja en claro, a la luz del trabajo que hemos realizado en los talleres, que la escolaridad no tiene nada que ver con la creatividad. Muchas veces al contrario: ojala la escolaridad no se atraviese nunca con la creatividad, porque la castra, la echa a perder, la destruye. Nuestra educación chilena está hecha para reproducir símbolos, no para crearlos. La reproducción simbólica cumple una función social, y en este caso deja a los chicos con el estigma de que no tienen cabeza para el estudio,   que no van a ser nadie en la vida; todas esas cosas que hasta el día de hoy repiten algunos profesores. En este caso, estos cabros aquí se vieron con la posibilidad de plasmar su creatividad en un espacio democrático, como lo es el taller. Ahí pueden decir y hacer lo que quieran, porque todo está bien mientras trabajemos y discutamos juntos. Así es, como hacemos literatura: analizando, desmenuzando el lenguaje, hablando de la vida, en el fondo.

Llama la atención la manera en que se trabaja ese lenguaje en la novela. Tiene mucha importancia el peso de cada palabra. ¿Cómo logras esa conjugación en una obra tan breve?

Empecé a buscar ese lenguaje, esa palabra denigrada, oculta, herida. Algo que estaba ahí junto con el lenguaje castelar que sigue en uso en los recintos de Gendarmería. Basta con mirar el logo institucional: tú ves una torre del año de la pera, no una cárcel moderna. Fíjate que San Miguel tenía cuarenta años menos que la Penitenciaría, pero ahí se hablaba en un idioma totalmente anacrónico: la liza, el adarve, la torre de vigía, el picadero, el patio de largo, la cruceta; una serie de elementos que pertenecen a una tradición de fortalezas y castillos, algo antiquísimo, casi podría decirse un arcaísmo, y sin embargo asentado en medio de la ciudad. Es algo muy raro y que a alguien de afuera le puede sonar medieval, pero en San Miguel, cuando se hablaba de ello, tenía una connotación completamente real: ahí estaba el patio de largo, presente, existiendo día tras día.

¿Cómo construyes un hilo conductor a partir de estos elementos?

Cuando empiezo a cruzar todas estas cosas, se me antojó tremendamente barroco. Junto con el coa –del cual manejo algo, por el trabajo popular que siempre he hecho-, este lenguaje me abría una serie de connotaciones. Además, por supuesto, de la historia que había por contar. Entonces viene la pregunta: ¿cómo lo relato? Yo creo en el microrrelato, en el fragmento. Y así es como llego: esto tiene que ser una micro-novela. Una vez que el libro estuvo listo, ellos fueron mis primeros correctores de texto. Lo iba llevando de a poco, por capítulos, y ellos se iban quedando con tareas. No era una obligación, yo les pedía el favor; así como yo les corregía sus textos, ellos me corregían a mí, y tengo que decir que hicieron un trabajo excelente en ese sentido. Muchas cosas se ajustaron de acuerdo a esa dinámica. Los personajes son entelequias: están hechos en base a todos y a ninguno al mismo tiempo. Hubo anécdotas muy lindas, cosas que me enseñaron para la vida. Es la idea de Paulo Freire –yo crecí en una familia de educadores populares- de que uno aprende del otro, aunque sea el monitor, en el proceso de enseñanza. Uno está en el rol de profesor sólo de manera circunstancial; no es que uno sea más inteligente o sepa más, y ésa es la gracia, el poder que tiene esta forma de trabajo. Uno de mis alumnos, de hecho (Luis Rojo, que cumple condena perpetua), me dijo una vez: “¿Sabe qué? Yo no estoy aquí porque me guste la literatura. Yo sé leer, de repente escribo algunas cosas, pero a mí no me interesa la literatura. Yo vengo acá porque usted nos trata como personas humanas”. ¿Qué es ser persona humana, en este contexto? Fue él mismo quien me dio la respuesta: “Todos podemos ser personas, pero ser persona humana es diferente”. Son de esas revelaciones que te abren un mundo. ¿Cuándo se constituye una persona humana? Esto sentencia toda una teoría que dice que lo humano se logra cuando a través del lenguaje el ser se apodera de una emoción, viendo de este modo al prójimo como un legítimo otro. Algo que alguna vez leí y que me encantó, y que ahora lo veía materializado de forma concreta, hecho realidad. Los talleristas somos afortunados, porque en ese trabajo uno accede a lo mejor de los seres humanos. Y no se trata de mirarlo de forma inocente, ellos están ahí porque han hecho algo, eso es evidente, pero a uno le entregan lo mejor que tienen, se desnudan mostrándonos sus trabajos. Eso es una fortuna y un privilegio, no todos los profesores tienen esa suerte.

¿Cómo logras conjugar la idea del fragmento, entendido como microrrelato, con la forma de una novela?

Como te dije, yo creo en el fragmento. Pienso que de ese modo uno llega a la totalidad, el fragmento tiene una propiedad que no va a tener nunca la novela larga. Creo que es moderno escribir en pequeño y en corto. La gente, al leerlo, tiene la impresión de que se lee rápido y es fácil. Y sí, se lee rápido, pero al mismo tiempo lo habita, lo hiere, lo cala en todos los sentidos, incluso en el sentido canero. Se queda dentro. Tiene tanto trabajo de lenguaje, que la palabra se clava en el corazón. Entonces, a partir de esa forma, uniendo los fragmentos, se puede construir la historia entera, y en este caso hablamos de algo inmenso; el lenguaje, por ejemplo, dividido entre la forma castelar y la forma del coa, sumado a todos esos personajes: las princesas, los caballeros que se baten a duelo, el Artista, los guardias, el Señor de la Torre, que es el que comanda todo, y así sucesivamente. A eso hay que añadir la estructura misma de la cárcel, el reflejo social, la pobreza, las relaciones homosexuales, toda la maniobra política que hay detrás de este tema. Y sin olvidar el mundo metafísico, la divinización de lo cotidiano, la crueldad sublimada. Era demasiado. La única manera de hacerlo era a través de una micro novela, que se publicó finalmente tal como se comenzó a escribir, excepto por un par de capítulos que cambiaron de lugar. El trabajo de lenguaje, en cambio, fue exhaustivo. Me demoré un año en escribirla, y me costó mucho soltarla, no quería entregarla. Llegó un momento en que la Pía Barros, que en este caso hace las veces de editora, me dice: “¡Hasta cuándo estás con esa novela! ¡Le cambias comas, puntos, no terminas nunca! ¡Tienes que entregarla!”. Entonces la dejé. Desde ese momento no la he vuelto a ver.

Es notoria la influencia del Marqués de Sade en tu trabajo.

 Yo leí a Sade cuando tenía quince años. Por supuesto a esa edad uno lo lee con otra intención: uno quiere polvo, polvo, polvo, polvo. Yo hacía un taller en mi liceo –creo que fue el primer taller que hice-, precisamente sobre Sade. Pero creo que ya había captado, fíjate, esta cosa que hace Sade de mostrar la hipocresía social, una sociedad corrupta. Entonces sí, me gusta mucho Sade, es uno de mis autores de cabecera. A mí no me interesa mostrar porno por mostrarlo. Prefiero mostrarlo como una reivindicación, como un derecho. El derecho al placer es un derecho humano. Todos lo tenemos. Yo defiendo eso. Pero también me interesa su mirada filosófica, eso que tiene que ver con la humanidad. Es obsceno, visto de cierto modo, porque efectivamente está fuera de la escena; uno no sale a la calle y ve a un tipo fornicando en la esquina. Eso no es así, hay un orden social. El tema tiene que ver con una intimidad muy profunda. Entonces es ahí donde me hace sentido. Cuando el porno es por sí mismo, es comercial, pero para mí Sade consigue tocar lo más profundo del ser humano, eso de ser animal. Hemos evolucionado, pero siempre conservando ese ethos salvaje, bestial. Somos bestias que piensan y que articulan lenguaje. Ahí se juegan todos los temas: la disputa por el poder, la crueldad, la tendencia a dañar al otro y a ser dañado también. Todo eso me fascina.

¿Se podría considerar a Sade uno de los primeros escritores negros de la historia, a tu juicio? Ello a pesar de que normalmente se le considere fuera del canon tradicional de los autores de novela negra.

Totalmente. Yo soy descendiente de esa línea escritural. Mi abuelo, que leía en inglés, era un gran lector de policial y le encantaba la tradición negra norteamericana. Yo crecí escuchando estas historias y viendo cine de la época. Para mí eso hace mucho sentido en términos de la denuncia social que implica, pero además me gusta sumarle ese sustento filosófico que aporta Sade. Dicen que el detective es el crítico de arte y el asesino es el artista. A mí me seducen los artistas, siento que ahí es donde el ser humano consigue estar totalmente libre. Está bien, existe un orden social y todos nos regimos por eso, yo también tengo mi punto de vista ético, pero en definitiva a mí me interesa qué está sucediendo ahí, en ese ser humano que es artista.

En: El Rastro

 

Saint Michel, de Gabriela Aguilera

 

Capítulo 1

 

Llegué a Saint Michel a los dieciocho años, a too ritmo así. Custodiado, traspasé la liza y caminé por el patio de largo hasta llegar a la torre 2. Subí las escaleras y me empujaron dentro de la cruceta. Cuando cerraron las puertas de metal a mi espalda, entendí lo que significaba para siempre.

Soy el más antiguo acá y voy a hacer pelo a pelo. Yo sí que he visto caleta, papito. Viví los tiempos del dictador y de los cinco gobernantes que le siguieron. He escuchado los gritos de algunos con los huesos rotos por los fierrazos de los guardias, días y días quejándose en la oscuridad. He visto la muerte lenta de los enfermos sin remedio, la muerte salvaje de los que se baten a duelo, la muerte enmascarada de los que deben pagar una deuda, la muerte silenciosa de los que decidieron irse dejando el cuerpo metido en la cucheta empapada en sangre, la muerte carnicera de los desviscerados. Aprendí a leer y escribir en las revistas y hojeo libros que dicen cosas bonitas. Le he dado duro al copete, la macoña, la falopa y el pájaro verde. Me dicen el Artista porque le hago al dibujito a pellejo vivo y soy el mejor. No hay monea por eso pero todos me pagan con algo. He observado a la distancia a los hombres castigados bajo la lluvia, desnudos en medio del invierno inclemente. He sufrido el pánico de los terremotos y de cada amago de incendio. Me he hecho el sordo cuando cuequean el tarro y también cuando la noche es un solo quejido de dolor o de placer. He visto partir a los que cumplieron su vuelta y los he visto volver, derrotados. He avistado la posibilidad de escapar y la he tomado, para regresar acá tarde o temprano. He pasado hambre y frío. He tocado el amor con mis dedos y he aceptado las partidas. He dado chuzazos y también los he recibido. Machito, papito papá. Estoy de este lado de la trinchera y me he arrancado de la Pelá toas estas veces. Me quedan veintiún dientes, buenos y malos. He ido sabiendo de las muertes de los míos, allá afuera, uno a uno. He defendido la causa a sangre y me he farreado las conductas. Me han quebrado pero nunca lo he demostrado. Pongo la fianza a quien me parece y no pueden quitarme ni el cigarrillo ni el sexo con lo que venga, no más. Le hice la boleta a varios, adentro y afuera. Tengo cartel y no lo niego. No me tiro al suelo ni soy un vacuna conchesumadre. Tampoco me voy en volá. Acá gano a la princesa que quiero. Soy el que la lleva. Un brígido, too entero bacán. Saint Michel es mi único hogar. Aprendí a vivirlo y me quedaré hasta que alguien al que jamás le veré la cara, decida apagar la luz definitivamente. No hay esperanza así.