Por Juan Mihovilovich
“Este amor afrontará el sufrimiento, la ausencia, la separación, el dolor, e incluso saltará con ello: pero lo que no puede afrontar es la muerte, la pérdida total.” (pág. 254)
¿Qué hay detrás del drama que avanza como un torrente incontenible por estas páginas llenas de un dolor expansivo, de un anhelo de amar por encima y debajo de todo? ¿Qué dilemas más terribles afronta cada uno de estos personajes mediatizados por el odio momentáneo, por el rencor sordo que oscurece la conciencia, por el resentimiento espurio que posterga siempre cualquier atisbo de felicidad?
Bruno, el personaje central nonagenario, se halla postrado en una cama durante todo el tiempo (¡ah, el tiempo!) que dura la novela. Pero, ¿es una novela que perdura en realidad en algún recóndito lugar del espacio? ¿No es más bien el sueño entronizado en la cabeza y el sentimiento de un ser desvalido que a duras penas deletrea su pasado y esgrime su presente aferrado al recuerdo de imágenes dispersas y efímeras? Cierto: Bruno es el arácnido que de alguna ilusoria forma entreteje el destino de todos los demás personajes: Miles, las hermanas Diana y Lisa, Danby, los gemelos Nigel y Will, la sufrida Adelaide. Y todos ellos parecen sentirse sobre nubes que se esfuman en cada parpadeo de Bruno, incorporando en ellos también la pesada herencia de los muertos. Y extraviados en sus sentimientos lanzan manotazos hacia los demás para no hundirse en la ciénaga de la temporalidad más humillante.
Así, aunque Bruno pareciera no estar siempre presente de un modo físico tangible, sí lo está como la antesala del tiempo póstumo: la materia corruptible lo ha ido transformando en una suerte de vejestorio que apesta, que hiede en medio de una habitación en penumbras, mientras se aferra a su colección de sellos. Ha sido y es un filatélico, pero también es un asiduo admirador de las arañas de todas las especies y dimensiones. Las adora. Las necesita. Constituyen su equivalente al invisible tejido del destino que engarza las vidas humanas con una meticulosidad abismante. En cada hilo subyace el deslizamiento tenue de un insecto humano que pretende huir hacia afuera de ese espacio constreñido que solemos llamar vida. Y en ese destino imperturbable, asociado a la imagen de un Dios que nadie venera y al que todos claman, que aparenta ser el guía de las atrocidades o los aciertos humanos, cada protagonista se mueve en el ámbito de sus ímpetus más esenciales, secretos, deprimentes a veces, levemente esperanzadores en ocasiones.
Se trata de una novela de situaciones mediatizadas por el dolor, el egoísmo a ultranza, la percepción de la yoidad llevada a límites que resultan extremos y que apenas sí son el devenir cotidiano. Cada uno sumido en sus apetitos más voraces ansía amar a alguien, requiere amar a alguien y queda la triste sensación de que no hace otra cosa que amarse a sí mismo. La comedia humana se nutre de esa necesidad de ver al otro en la suma de los requerimientos más propios. Cada pareja que suele entrecruzarse “cree” en determinado momento que ha encontrado el leit motiv de su existencia: se ama finalmente a alguien, y en esa ilusoria manifestación de voluntad y deseo, el sentimiento es un nudo emotivo que llena a retazos el espacio entre uno y otro, para muy luego desmoronarse como un vulgar castillo de naipes.
Podría decirse que sí, que es una novela de tramas entreveradas, pero sería una síntesis en extremo exigua, mezquina, incluso. Estamos en presencia de una narración insuperable, de una novela que incursiona en los sentimientos más personales, es cierto, pero ello no constituye sino el señuelo de una vastedad fundamental: la fugacidad corporal, su desnudez conclusiva convertida en un peso asfixiante, que no solo ensombrece la necesidad aterradora del recuerdo, sino que deja un nulo espacio para la sobrevivencia.
Y lo que pudiera parecer obvio, no lo es. Atosigados por la única fuerza vital que a todo individuo lo hace permanecer vivo y sufriente, la necesidad de amar es, al fin de cuentas, algo más que un simple caballito de batalla que avanza en medio del caos hacia el único misterio no resuelto jamás: la muerte. Y ni siquiera el amor puede con ella. Pero he ahí la clave de toda esta maravilla literaria: a pesar de todo el amor redime y posibilita la esperanza. En medio del caos interior navega ese anhelo de querer ver en el otro lo que la propia miseria personal oculta: el transcurrir de un tiempo frío e inmisericorde. El descenso hacia la muerte es inevitable y las pasiones humanas, fugaces y tristes, son el sustrato último.
Un libro pleno de sensaciones íntimas. Se lee con esa convicción de ir descubriendo la nada en medio de las cosas cotidianas y, ¡oh maravilla de las paradojas! asumiendo que en todas ellas, incluida la decadencia física, emana ese halito del espíritu superior que trasciende cada pasión no domesticada.
Una novela mayor de una escritora excepcional.
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EL SUEÑO DE BRUNO
Autora: Iris Murdoch.
Novela. De Bolsillo 2007. 405 páginas.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…