Por Jorge Calvo
Con el calor del mediodía y el estómago vacío se dejó caer sobre el catre. Tendido de manera transversal, permanece como el agua inmóvil de un estanque, mientras consume cigarrillos que uno a uno acumulan su ceniza en el tiesto del velador.
Es un estar quieto mirando el alto rectángulo del techo; colcha de color ambiguo, estructuras de madera o de metal, altos muros invadidos por una humedad de sombras inquietantes en el preciso minuto en que la descubre bajo el junquillo, cerca del vértice entre las dos paredes, diminuta estructura café, moviéndose ágil sobre el estuco, bordeando la orilla donde el muro encaja una profunda rasgadura, para luego detenerse frente a la mancha púrpura y amenazar un retroceso. Aspira, retira el cigarrillo de los labios y puede verla al otro lado de la columna de humo rodear la mancha, atenta y calculadora, para luego reiniciar el descenso en dirección a la cabecera de metal, exploradora de cuerpo largo y patas finas. El cigarrillo quema los dedos; incorporándose a medias sobre el catre lo deposita en el tiesto del velador repleto de colillas; a continuación, con calma, aproxima la mirada a través de los barrotes de la cabecera, al viaje de la hormiga en ruta elíptica cuando el óvalo del pulgar la oprime contra el muro, silencio, ojos color papel.
Sentado al borde de la cama observa la silla de mimbre con la enagua que cuelga. Al otro extremo, cocinilla a gas empotrada a la penumbra del rincón en una perspectiva de estante enorme y desvencijado; clavado a su extremo más próximo: CALENDARIO «Tejidos La Montaña» Diciembre 1976. Incorporándose, hasta quedar de perfil a la ventana y al cálido sopor que se filtra por los postigos entreabiertos. La tarde es un desierto que flota entre periódicos amarillos y antiguas revistas de amor, un calor que gota a gota cae sobre los hombros empapando la camisa en una aureola de sudor. Ahora, asomado al balcón, manos callosas y como a la deriva, observa el vacío, el lejano rumor de la ciudad, mientras allá en el fondo, sobre un telón celeste, el círculo rojo se sumerge en un horizonte de colinas y edificios. De regreso a la habitación se deja llevar hasta el mueble radiorreceptor ubicado entre el estante y la ventana, conectándolo; silencio, música con restos de tango que termina, silencio. Voz de locutor: Noticias en breve. Desde la Iglesia cercana se dejan oír siete campanadas. En la radio un sonido de aguas golpeando rocas o cadenas, silencio, estática:
«Durante cinco horas ha sesionado el Gabinete de Ministros en el edificio sede de Gobierno buscando una solución a la crisis económica.
33,9 grados de temperatura alcanzó el termómetro en el centro de la capital.
Continúa intensa búsqueda de cuarenta personas desaparecidas en el mar…
Desconecta el receptor, durante un rato la mirada vaga entre los objetos sin verlos, como un gato que bosteza tendido en la soledad de la terraza. Sentándose al borde de la cama, los codos sobre las rodillas y un repentino quedarse absorto mirando los zapatos. Lento, los desata, y delicadamente los retira de los pies, luego, como en una ceremonia, coge el derecho y lentamente lo protege entre las ásperas manos, mirada atenta y ceño ligeramente fruncido cuando el dedo índice calloso y estirado atraviesa limpiamente el orificio de la suela, un leve movimiento de cabeza mientras contempla el conjunto y al fin lo deposita con el cuidado de un orfebre al lado simétrico del otro. De la cajetilla de Hilton en el velador extrae un nuevo cigarrillo, lo enciende y se va dejando caer de espaldas con la vista puesta en la oscura zona de la puerta.
La noche desciende con su arquitectura profunda y seca, oscura, al abrirse la puerta y dibujarse en el umbral un cuerpo de mujer. Al instante, una pequeña ampolleta ilumina desde el techo escasamente la escena, se repite de distinta posición el mismo desfile de artefactos vencidos: muebles de metal, estructuras de madera o de mimbre; desnudos y opacos frente a la pequeña cabeza de cuarenta bujías. Todavía joven, cabellera larga de intenso castaño como paréntesis del prematuro cansancio de la cara, ingresa cerrando con suavidad, la mirada color de té o de autobús, camino de la cama el bolso rueda sobre la mesa y parece explicar algo cuando dice:
—Hola—. Apenas un susurro o una pesada piedra moviéndose en el fondo del Mapocho.
Observa al hombre en la cama y luego el entorno; sin fe, como un condenado que repasa sus culpas, mueve las manos, los hombros se aflojan agotados, a continuación camina por allí, mira algo en el estante, se detiene a olfatear un plato vacío, arruga la nariz, murmura, vuelve a la cama, es joven de piernas, al sentarse en el borde, junto a la cintura del hombre, piel blanca, falda de cotelé color terracota, párpados celestes o morados, inicia el lánguido desabotonar de la blusa blanca con florcitas azules, dice: —A lo mejor me despiden—. Es el mismo sonido lerdo de la boca. Los pies se descalzan el uno al otro, tobillos delgados, piernas duras como manzanas. La mano callosa del hombre permanece aprisionada bajo la nalga de cotelé. —Y todo por culpa del viejo ése… —Moviendo la cabeza. —Viejo sucio—. La mano gira despacio, pegándose a la nalga, apretando. Ella, alzándose descalza para correr el cierre y permitir la caída de la falda, al inclinarse el pelo se desliza sobre la cara. Estómago firme y delgado, calzones negros. —Tuve que bajar a la bodega por más lana que faltó para el tejido y… —Las manos enrollando la media a lo largo de la pierna. —De pronto descubro al viejo. Yo estaba en cuclillas, el delantal abierto, y él, mirando, …mirándome —Mientras dobla la media. La mano callosa asciende por la pierna hasta la rodilla, la circunda, continúa, callosa, hacia la suavidad de los muslos. Le digo: —Permiso, Don Juan, y cuando voy a pasar desliza su mano por acá—. Tocándose la nalga derecha por encima del calzón y de la mano que luego sube por el estómago pegándose a la piel, buscando el sostén para cogerlo y de en medio de los senos atraer a la muchacha, doblándola, que semidesnuda se encoge para atrás, intentando retirarse al tiempo que dice: —Me coge entre su pecho y la pared, sin dejar de tocarme dice cosas, «M’hijita». Viejo descarado.
(M’hijita; sesenta y cinco, setenta años; alto, demacrado, huesudo y experto. —Podríamos salir juntos, ir a comer, a bailar. Circunspecto, de camisa blanca, corbata azul, manos con talco, venosas, deslizándose por la espalda desnuda bajo el delantal, tocando, apretando, sobre las nalgas, voz suave, presionándola, con el cuerpo mientras la voz viaja por el pelo buscando la mejilla, deshaciéndose. —¿Hasta cuándo me haces esperar, chiquilla? —Excitándose, boca entreabierta, con voz de animal acezante. Ella, paralizada… Sin palabras, faltándole el aire, encogiéndose, para salir desde abajo, empujándolo, corriendo. —Viejo e’mierda. —Escaleras arriba. Él: —Conmigo no, chiquilla… Conmigo no.)
Es un tentáculo poderoso el que la tira por el sostén. Intenta resistir, pero ya está encima de la cama y del hombre, en vano murmura: —Puchas… —Pero es inevitable que los labios se rocen al decir. —Me daba no sé qué contártelo, pensé que… —Pasándole la mano por la espalda, atrayéndola a un círculo de fuerza para con un golpe de rodillas obligarla a quedar derecha, entonces girar sobre el lecho manteniéndola apretada, y de este modo iniciar el forcejeo de la montura. Ella, juntando las piernas, las manos empuñadas en el pecho para empujar, alzando una rodilla, haciendo más difícil lo inevitable. —No tengo por qué aguantarle tanto a ese viejo, el patrón será, pero yo… —Un golpe en el costado la obliga a estirarse, asoma una lágrima, mientras la mano sube desde atrás fijándola por los cabellos y el peso del cuerpo la obliga a ceder mientras la boca muerde su boca, impregnándola de tabaco y todo se erecta para penetrarla, y ella se va dejando vencer al tiempo que inicia un abrazo, en extraño forcejeo para acomodar los muslos y dar paso a las contorsiones con sus sonidos de metal y sus quejidos de catre.
La camisa abierta sobre el pecho, apoyando la espalda en los barrotes de la cama mientras pone el fósforo encendido en el extremo del cigarro. A su lado, boca abajo, desnuda y blanda al mirarse el hombro, la muchacha dice. —¿Y si me despide? Tú no sabes lo que le grité al viejo ese… Después, cuando se lo conté a la Mary, se acuesta hace tiempo con el viejo, dijo, imitándola: siempre es así…, con todas hace lo mismo y casi nunca le falla… —Rascándose la espalda, voz exangüe. Él la observa unos segundos y gira, dejando caer los pies de la cama va quedando sentado frente a los zapatos y al desorden de ropas en el suelo, el cigarrillo cuelga de los labios en actitud de estatua abandonada en un desván, antes de introducirse al ritual de escoger un zapato y examinarlo con gestos graves y cuidado maternal, mientras el dedo índice tosco y derecho penetra el agujero de la suela y la cabeza oscila lentamente ante esa presencia inoportuna, hasta que decide ponérselos, atándolos con firmeza. Erguido, se aproxima al hueco de la ventana y con mirada de sonámbulo escruta el negro andamiaje de la ciudad; estructuras diseminadas en extraño itinerario, centenares de ojos rectangulares se iluminan sobre las texturas de cemento escondiendo en su interior el movimiento de otros seres; Las nueve y media, las diez; lejano roncar de bocinas y de motores, bullicio de voces que discuten en algún lugar mientras el calor prepara su repliegue.
En el interior, ella lucha blandamente con las ropas de la cama. Una ráfaga de viento desprende el último trozo de ceniza que rueda por la camisa, camina junto al estante, la cajetilla está vacía, introduce la mano en el bolsillo del pantalón y oprime las dos monedas. Da la vuelta en torno de la mesa, los dedos recorren las páginas amarillas de los periódicos, las revistas de amor, el plato vacio, y de pronto queda parado frente al espejo de la pared, allí están reflejados; la ampolleta amarilla que cuelga del techo, y más atrás el cuerpo desnudo de la muchacha sentada en la cama que se mira los pezones y dice: —Podría reemplazarme fácilmente,.. A pesar de que soy la única que entiende el telar automático, pero con un aviso en el diario le harán cola… —Y finalmente, reflejados: su propio rostro, ojos que lo miran a los ojos, como una trampa en el centro del enorme óvalo del espejo, parecido al pulgar de un gigante; mueve la cabeza y continúa su camino. Ella dice: —Ojalá no me despida—. Luego, mirando al hombre al otro lado de la habitación:— ¿Y cómo te fue en el dato de la mañana? —Él, afirmándose en la perilla de la puerta. Ella: —Pero, ¿a dónde vas? —Él: —A comprar cigarros—. Y se apresura a salir cerrando despacio tras de sí.
***
Jorge Calvo (1952), nacido en Chile, cuentista y novelista, destaca como escritor desde sus años estudiantiles, obteniendo diversos galardones literarios. Sus cuentos han sido incorporados a numerosas antologías tanto en el país como en el extranjero. Ha publicado:
– No queda tiempo, cuentos (1985).
– La partida, novela (1991). Ambos libros traducidos en Suecia, donde obtuvo la Beca literaria de la fundación Klas de Vylder para autores extranjeros.
En el año 2003 Ediciones Foro Nórdico publicó el volumen de cuentos Fin de la Inocencia (Premio Municipal de Santiago de Chile, 2004).
En:
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…