Rolando Rojo R. 

Miguel de Loyola nos sorprende con estos trece relatos publicados por PROA AMERIAN Editores, Buenos Aires, Argentina. La sorpresa no viene del lado de la temática que vuelve a incursionar en el terreno de lo rural como ya lo ha hecho en sus libros anteriores. El escenario también es el mismo: San Clemente, Talca y los campos aledaños.

Los personajes: hombres y mujeres sencillos de nuestros pueblos, individuos arraigados en las labores de la tierra que transitan por la existencia sin estridencias, sin grandes ambiciones, sin la pretensión de transformar el mundo. Todo lo contrario, tranquilos como los atardeceres que se dejan caer sobre sus poblados y los sumen en el silencio de sus tradiciones. La sorpresa viene del lado de la escritura, de la claridad expresiva, de una prosa limpia, fácil de leer que el lector no puede sino agradecer. Lejos de rebuscamientos retóricos o experimentaciones escriturales, De Loyola nos introduce en un mundo que lentamente empieza a desaparecer tragado por el incesante progreso, por la vertiginosidad de carreteras que sepultan antiguos caminos de arados y polvaredas de cabalgaduras, que dejan esqueletos de estaciones ferroviarias y que, subrepticiamente o no, se meten en los dormitorios y las salitas de estar de estos seres que, hace sólo unas décadas, la entretención la proveía la conversación tranquila, las oralidad de los cuentos y leyendas a orillas de los braseros, el lenguaje sabio de las abuelas.

 

Estas virtudes narrativas van pasando de un relato a otro sin decaer ni agotarse. Nos enteramos así de la vida de personajes sencillos, cuyo mayor sueño es tener una bicicleta, un camión, una moto. Una prosa convincente nos ilustra sobre costumbres provincianas; la celebración de los “Dieciochos”, los rodeos, los desfiles pueblerinos, la violencia que suele aflorar en las riñas. Una calle, Alejandro Cruz, se nos hace familiar por la reiterada aparición en estos relatos; se constituye, así, en la aorta central por donde pasa la vida y la muerte de estos seres pueblerinos. De Loyola, a través de estas verdaderas crónicas, los rescata del anonimato, les abre un lugar en la historia literaria, antes que el polvo del olvido los sepulte para siempre.

 

Otro concepto que se repite, consciente o inconscientemente, es el de  libertad.   Una libertad que puede interpretarse como el anhelo de evadirse de la rutina, de la lentitud de los días, de la monotonía de las labores; o bien, una libertad interior, un deseo incontrarrestable de volar con la imaginación, de acceder a otros mundos, de cortar las amarras de la coerción y las frustraciones.

 

Hay personajes inolvidables en estos relatos Interprovinciales. La Señorita Elisa que gusta conversar con Gabriela Mistral en el monolito de la plaza y que deseaba que tras   su muerte sus bienes pasaran íntegros al Hogar de Menores. O Evaristo Bustos Fuentes, el responsable y cumplidor Jefe de Estación de San Clemente que  dejó en herencia a su viuda el colmillo de oro de 28 quilates antes que profanadores de tumba se lo arrancaran. O aquel Urcisinio  que, con esfuerzo y sacrificio, logra comprar su propio camión fletero y que, junto a él, envejeció en el patio de la casa, para entretención de los nietos que subían a la cabina a mover palancas, botones y volante, y soñar, como lo hacía su abuelo, conduciendo un camión por la carretera Panamericana. Son personajes que no se olvidan porque están  colmados de humanidad.

 

Hay que leer estos “Cuentos Interprovinciales” para sentir el aliento, la respiración y el humor de unas vidas que empiezan a apagarse en el horizonte de la posmodernidad.