Forn Francisco Javier OleaPor Pedro Pablo Guerrero

«El enemigo máximo del escritor es el ego. Por eso prefiero no tener mucho éxito».

No venía desde hace nueve años, en visita literaria, a pesar de que en los noventa viajaba con frecuencia. La primera vez, en 1988, cuando sorprendió a sus amigos chilenos con una palabra desconocida: «posmodernidad». Eran los años de la euforia yuppie y el esplendor de la Biblioteca del Sur, colección de Planeta en la que Juan Forn (1959) publicó su primer libro, Nadar de noche (1991), con una nota de agradecimiento en la que mencionaba a Diego Maquieira, Alberto Fuguet, Mario Lobo y Francisco Bullemore: «(los Cuatro oficiantes de aquel lado)».

Mucha agua ha corrido desde entonces. Juan Forn fue editor de Planeta hasta 1995 y luego creó el suplemento Radar, de Página 12, que dirigió hasta 2002, año en que un coma pancreático lo tuvo al borde de la muerte. Los médicos le advirtieron que debía «aprender a parar antes de cansarse». Él entendió. Se fue a vivir a Villa Gesell, localidad costera a 300 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, que alguna vez fue un lugar de peregrinación hippie y hoy se llena cada verano de turistas, pero el resto del año es un sitio tranquilo. Feo, pero bucólico, según Forn. Allí escribe, lee como un condenado y de vez en cuando acepta traducir algún libro que le guste. Hunter Thompson, John Cheever, Paul Auster, Yasunari Kawabata… del inglés.

Desde hace cuatro años, además, publica cada viernes un texto en la contratapa de Página 12. Crónicas de las que ya ha sacado dos recopilaciones, una en Argentina y otra en Chile, ambas con el mismo título: El hombre que fue Viernes. Cruce de Chesterton y Defoe que delata su anglofilia, influida tanto por su abuela nacida en Inglaterra como por una singular experiencia adolescente: la amistad de un vecino que les prestaba a él y a dos amigos libros de Joyce, Dylan Thomas y Sylvia Plath, al tiempo que les recomendaba películas de James Dean y los hacía escuchar discos de jazz. Un buen vecino que -Forn se enteró muchos años después- resultó ser funcionario de la CIA, pero que en ese momento sólo era alguien que les regalaba un poco de aire en plena dictadura militar. Y que además era el padre de una morena, loca por los beatniks, de la que se enamoraron los tres amigos al mismo tiempo.

Hace un tiempo que Forn le da vuelta a este material autobiográfico para una novela que no termina de armarse. Ni de convencerlo. Prefiere dedicar toda su energía a las contratapas sobre poetas, artistas, cineastas y científicos: «Siempre que los escritores tienen una columna semanal terminan rellenándola con lo que pueden, fastidiados, quejándose toda la semana de que tienen esa periodicidad que les impide escribir lo que verdaderamente quieren. Yo hice lo contrario, que es poner toda mi libido en esas columnas, a tal punto que se fueron convirtiendo en algo que, a mi gusto, es nítidamente literatura. Son cuentitos que al mismo tiempo son biografías, que al mismo tiempo son pequeños ensayos o pantallazos histórico-políticos que a la vez funcionan, espero, como poemas o elegías, el género más lindo que existe, si es que existen los géneros literarios».

-¿Por qué dedicas «El hombre que fue Viernes» a tu hija?

-Muchas veces la primera persona a la que le cuento las contratapas es a ella, cuando vamos caminando por la playa, o a la noche antes de dormirla. Si la historia no le interesa a ella, mala señal. La tengo que reducir de tal manera que resulte atractiva.

Su relación con Fresán

-¿Cómo es leer desde el otro lado el suplemento literario que dirigiste?

-Han hecho un muy buen trabajo. Lamentablemente yo tengo el vicio de Maradona: se le ocurre solucionar todo con él dentro de la cancha, y él ya no puede entrar, como yo no puedo leer Radar. Lo leo y me enfermo, veo todos sus defectos, me pongo a pensar cómo lo hubiera hecho yo. Pero la verdad es que sigue siendo el mejor lugar para publicar. Al principio lo extrañé, después ya no. Me sirvió un montón para cambiar de personalidad, porque es un ejercicio de poder bastante tóxico convertirte en el as de espadas. Desde una tapa de Radar puedes manipular la opinión o generar un fenómeno de culto.

-Te has quejado de que los suplementos de hoy están obsesionados con los nombres.

-Me parece que hay una explosión de la literatura del yo, del escritor como personaje, los festivales literarios, las apariciones públicas. El escritor como un performer, cuando en realidad tiene muy mala verba. Lo que ha pasado en los últimos quince años es una carnavalización de la literatura. Todo el mundo monta un personaje público. Yo lo critico, pero hago lo mismo, desde mis contratapas. Estamos peligrosamente cerca de la bufonería. El enemigo máximo del escritor es el ego. Por eso prefiero no tener mucho éxito, es una mierda.

-¿Es cierto que una vez escribiste a cuatro manos con Rodrigo Fresán?

-Tuvimos una experiencia medio lamentable: escribimos un guión de cine para Soda Stereo antes de que se hicieran famosos. Nos llamaron porque pensaron que con una película tipo Richard Lester, el de los Beatles, los Soda daban el salto continental. Les escribimos una comedia loca, que nos parecía genial de divertida y nos tiraron el guión por la cabeza. Nunca más trabajamos juntos con Fresán. No sé si él tiene una copia, estamos muy distanciados desde hace años.

-¿Por qué?

-Nos alejamos, tuvimos intereses distintos, cada uno hizo su vida. Habíamos tenido un pegoteo demasiado intenso, fuimos compinches y compadres de lecturas y de escritura durante diez años, en una época en que éramos muy jóvenes. Terminamos triunfando los dos y, después, nada, el revoltijo de egos enrareció el ambiente.

-¿Te gusta lo que ha publicado?

-No hablemos del tema.

-¿Pero lo lees?

-Sí, una cosa que te queda es seguir leyendo a los de tu generación: Pauls, Caparrós, Fresán, Rejtman, Villoro o Vila-Matas. Yo era amigo de ellos, puede gustarme o no lo que están haciendo, pero los sigo leyendo igual.

-¿Piensas que perdieron el rumbo?

-Mi opinión literaria de mi generación es la menos confiable de todas mis opiniones, la más enturbiada por la estática y por elementos extraliterarios. Me resulta mucho más fácil leer para arriba y para abajo que leer a los del lado. Piglia me dijo una vez algo que me sirvió mucho en mi laburo : el criterio de uno como lector es selectivo, y el criterio de uno como editor debe ser aglutinante. Yo aprendí de joven a dirigir una colección donde publicaba libros que me gustaban un montón y otros que me gustaban bastante poco, pero me parecía que estaban buenos, y respetaba el trabajo del que los había escrito. Me gustaba la idea de formar una escudería, una armada, un lugar de pertenencia para tipos muy disímiles. De manera que tengo una saludable apertura para leer. Con que un escritor haga una leve entonación, un mínimo giro coloquial del castellano argentino, ya me despierta interés. Hay algunos que tienen un oído privilegiado, como María Moreno o Fabián Casas.

-¿Cómo es tu relación con los escritores chilenos?

-En los noventa, Maquieira era muy amigo y yo tenía buena relación con Arturo Fontaine, Alberto Fuguet y Jaime Collyer. Siempre quise mucho y defendí a Pedro Lemebel, en épocas en que los escritores chilenos de su generación lo esnobeaban bastante. Me gusta la pandilla de los jovenzuelos de ahora, de Zambra y Bisama. Adoro a Nicanor Parra, adoro a Enrique Lihn y admiro profundamente a Bolaño. Mi relación con los escritores chilenos es bastante convencional, la verdad.

La crisis de las multinacionales

-Has publicado en Planeta y Alfaguara. ¿Por qué tu último libro no sale en una editorial grande?

-Ya no creo en las multinacionales. Están en una crisis absoluta, son enormes elefantes que ya no saben avanzar ni girar. Cuando yo trabajé en editoriales siempre tuve libertad absoluta para elegir lo que publicaba. Me parece una locura dar una explicación de cuánto vas a vender. Uno publica libros porque cree que son buenos, no porque van a vender seis ediciones. Hoy las condiciones de trabajo las imponen los reyes del marketing y todos esos estúpidos que estudian administración de empresas para dirigir editoriales. El resultado es que de los quince libros que publica al año cada multinacional, doce son de figuritas de la tele o estrellas mediáticas. Casi no hay literatura. Tiene más gracia publicar en editoriales chicas. Yo ya tuve mi momento de pequeño best seller literario. Ya lo probé. Lo que más me gusta hoy es que el libro sea digno, que el editor lo cuide, lo quiera tanto como lo quiero yo, y que haga lo posible para que llegue a manos de los lectores. El resto es azar.

-¿Cuándo empezaron estos cambios en el negocio editorial?

-Todo es culpa de los 90, y me hago cargo de algunas cosas que hice impune y alegremente, con buena voluntad. Esto de vender a los autores, de vender literatura argentina, hacerla trendy, atractiva, y generarle una caja de resonancia, es peligroso porque empuja al escritor a la farandulización de sí mismo. Se trabajó mucho con el concepto de éxito en esos años, y creo que fue contraproducente. En mi defensa, puedo decir que al menos publicaba buena literatura. Ahora vienen cada tres meses los trajecitos cruzados de España a pedir cuentas y los pibes de las editoriales sólo hablan de números. Mi trabajo era con palabras en un 80% y el resto eran números. Lo importante eran las palabras.

-¿Por qué no armaste una editorial propia?

-En aquel momento creía que la batalla había que darla desde un lugar grande, porque me parecía que si operabas desde el centro del circuito podías generar tendencia. Las editoriales eran islas, anacronismos, y la razón por la que funcionaban era su excentricidad. Una editorial tiene que ser rara para mantenerse con vida; si no, la degluten, la compra un grupo y jodió. Las multinacionales tienen que carecer de identidad. Hoy decir Mondadori, Planeta o Alfaguara es más o menos lo mismo. Un día te enteras de que el que dirige una, pasa a dirigir la otra, o que lo trasladan a otro país sin problemas.

-¿Qué lugar sientes que ocupa tu obra en el panorama literario?

-Parte del combustible para escribir es la inseguridad. Es necesaria, pero debes ponerla en lo que escribes y no en vos como persona. Eso de «¿soy buen escritor o no soy buen escritor?», a mí ya se me pasó. Yo sé básicamente qué clase de escritor soy. En realidad, siempre me han gustado escritores levemente laterales. Me gusta Giorgio Bassani, en Italia; Joseph Roth, en Austria; Danilo Kis, en Yugoslavia. Me gustan tipos que son maravillosos y a lo mejor no son centrales. Si puedo aspirar a pertenecer a ese club en algún momento, bienvenido sea. Yo lo único que noto es que lo que escribo le sirve a alguna gente. La literatura es una entelequia tan rara dentro de tu cabeza, que sentir que produce algún efecto afuera es un alivio mágico. Darle un buen viernes a personas que no conoces, haciendo lo que más te gusta, qué mejor. ¿Que me publique Herralde? ¿Que me lleven al Hay Festival? Da igual.

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En: Revista de Libros de El Mercurio