Por Gabriela Aguilera
A la Misssss Pía, en tributo a su talento para delinear ciertas cosas
Siente el golpe del cuerpo de Celia contra el auto. Paula avanza y luego retrocede para pasarle por encima.
Celia ya no podrá abrir la boca nunca más para sonreír ni decir nada, ya no podrá tentar a ningún hombre de los que se le acercan y que ella no ve, tan ocupada en adueñarse de los espacios sin dejar cabida para ninguna otra.
Paula cree que su cabeza va a estallar y conduce por calles anchas que parecen no desembocar en ninguna parte. Siente que el corazón le va a explotar y estaciona en una curva de Padre Hurtado, sin detener el motor de su Toyota Tercel verde. Debe tranquilizarse: lo hecho, hecho está. Aprieta el volante con las dos manos y cree escuchar otra vez el golpe que le ha dado a Celia. Mira a su alrededor y constata que no hay nadie, apenas uno que otro vehículo que ilumina el suyo al pasar. La llovizna se escurre por entre las ramas secas de los árboles y las gotas caen sobre el parabrisas. Paula se inclina en el volante y llora, con ganas de volver para asegurarse de que la ha molido, de que la ha hecho pedazos, de que ya no queda nada de la cínica de Celia que seguramente ha pasado noches enteras riéndose de ella, de Paula impotente en su casa nueva de jardines recién armados, resguardada en su nido, convencida de tener el mejor esposo del mundo, pero no, y en eso todos se engañan, porque ella sabe bien cómo es Sebastián, reconoce en la cara de él los signos del engaño, de la más pura traición. Los ojos de Sebastián, que se abren admirados cuando descubre a una hembra, dispuesto a abalanzarse sobre ella. Paula sabe que contiene el deseo que se le yergue entre las piernas y ve cómo él se prepara para la cacería, adivinando cuándo caerá en la trampa esa mujer, cuánto demorará Sebastián en voltearla en un motel camino a Valparaíso, porque eso sí tiene que reconocerle, es cuidadoso y no se deja ver, protegiéndola del ridículo y la humillación.
Pero esto ha sido excesivo porque Celia es la esposa de Braulio, su amigo desde la universidad, un tipo simple, bueno para reírse y para comer. Cada vez que iban a verlos, Paula saludaba a Celia y acto seguido le daba la espalda, conversando con todos y todas menos con ella, a ver si así la maldita perra se daba cuenta de que no era tonta y sabía lo que estaba pasando. Tragaba los canapés con una ansiedad que no reconocía como propia, hablaba alto, se reía, intentaba hacer observaciones inteligentes. Ataba a Sebastián a ella cuando relataba anécdotas del pasado común y procuraba sentarse junto a él para enlazar su mano a la suya. Miraba de reojo a Celia, que sonreía atendiendo a sus invitados y parecía ser la única mujer presente. Las miradas de los hombres se quedaban prendidas en ella y adoptaban una actitud de seductores que a Paula se le antojaba penosa. No podía evitarlo y criticaba su ropa, su comida, al orden o la decoración de su casa, hacía un comentario ácido acerca de algo que Celia hubiera dicho antes, tratando de humillarla con un tono de voz que se percibiera amistoso. Celia sorteaba sus observaciones con habilidad, se echaba a reír o aseguraba que no podía ser perfecta. Entonces Paula sentía eso otro que le apretaba el estómago y trepaba hasta su garganta, como si fuera un animal monstruoso que la arañaba por dentro con unas garras sucias. La náusea la obligaba a cerrar la boca. Celia parecía ser la reina de la reunión, como siempre, sin tener que hacer nada especial para conseguirlo, sólo estar en ese lugar.
Hubo un momento en que intentó imitarla, comprándose ropa parecida, tiñéndose el cabello del mismo color, usando el tono de voz, la gestualidad y las palabras de Celia. Pronto se había dado cuenta de que era una copia al carbón, sin definición, sin contornos, sin gracia. Y lo peor, que todos los demás, hasta la misma Celia, debían haberlo notado. Con seguridad habían hecho bromas, terminando los comentarios con frases de conmiseración para con ella. Y Sebastián, molesto, le dijo que era patética, que dejara de imitar a Celia y volviera a ser ella misma.
Se negó a identificar lo que le ocurría, hasta que se hizo tan evidente que no pudo evitarlo más. Era envidia, una envidia viscosa que la descomponía. Hacía el ejercicio de imaginar a Celia destruida, fracasada, para sentir un poco de compasión que la ayudara a permanecer incólume hasta el final de los encuentros sociales. Miraba a las otras mujeres queriendo adivinar si Celia les provocaba lo mismo, buscando una forma de establecer una alianza con las que estuvieran igual que ella, prisioneras de la misma emoción destructora. Paula salía de esa casa con dolor de cabeza, conteniendo los deseos de llorar de rabia, sabiéndose derrotada una vez más. En el camino de regreso, Sebastián la criticaba por su mala educación que rayaba en la agresividad y ella no era capaz de justificarse.
Y esa noche, algunos de los amigos llegaron a su casa y se sentaron a tomar una copa de vino y uno dijo que lo único que se le podía codiciar a Braulio era la mujer que tenía. Se deshicieron en halagos para Celia y fue demasiado para Paula escuchar tras la puerta de la cocina que Sebastián dijera que Celia, además de inteligente, bonita e ingenua, era una hembra que olía a yegua en celo, una combinación difícil para cualquiera con cojones y que él disfrutaba tocándola cada vez que la saludaba. Lo oyó confidenciarle a los amigos que la deseaba tanto, que se las ingeniaba para estar cerca de ella, envuelto en su olor, admirándola, perdido en las piernas, los pechos, los ojos, la boca de Celia deshecha en una sonrisa, con hambre de quitarle la ropa a tirones, de penetrarla, de pasear las manos por su cuerpo, de calmar la avidez que lo quemaba.
Tras la puerta de la cocina, Paula, con las mejillas enrojecidas de furia, recordó una tarde del último verano. Braulio estaba con el grupo de los que creía eran sus amigos, que bebían su vino, tragaban la carne de los asados que él preparaba, carcomidos por el ansia de poseer a su mujer. Conversaban de política cerca de la piscina y Celia se acercó llevando una bandeja con bebidas. Paula vio al trasluz que bajo el vestido de gasa no usaba ropa interior, perra descastada, sin respeto por los amigos del marido que se callaron, dejando las risas en suspenso, mientras el tonto de Braulio creía que había sido él, con sus razonamientos acertados, el que los había dejado mudos, porque él, Braulio, no se dio cuenta de que su mujer iba desnuda bajo el vestido de gasa y los hombres estaban extasiados contemplándola. Celia, sonriente, distribuyó las bebidas hablándoles en diminutivo y diciéndole “huachito” a Sebastián, que parecía hipnotizado.
Paula lo vio, se sintió rodeada por el deseo que emanaba de todos, un deseo espeso que se adhería a su ropa, a su piel, pero que no le pertenecía. Apretó los ojos viendo cómo cada uno fantaseaba con Celia, Celia desnuda, Celia acariciada por los dedos de esos hombres, sus lenguas recorriéndola.
Tras la puerta de la cocina, imaginó que la cínica de Celia había estado boca arriba y boca abajo en alguna cama con su marido, el roce de su barba entre las piernas, sin dejarlo escapar, murmurando “qué rico, huachito, qué rico”.
Después que los amigos se fueron, encaró a Sebastián, que negó todo, pero que al final, acorralado, reconoció que era cierto, que estaba desesperado por esa mujer como no le había ocurrido nunca antes con una hembra, porque a todas las había podido conseguir, menos a ésta. Sin llorar, Paula escuchó la última frase de su esposo. Luego tomó la cartera y las llaves del auto y salió en busca de la ladrona.
Y cuando vio descender a Celia de su auto, se dejó ir y encendiendo el motor, se lanzó sobre ella aplastándola. Su cuerpo, la sonrisa, la voz, ella entera, un amasijo de piel y huesos rematado por los neumáticos.
Maldita depredadora, se dice Paula, ahora ya no provocará a ningún hombre. Y piensa en Celia tirada en la calle, bajo la lluvia lenta que moja su parabrisas y este Santiago de mayo. Se dice que merece morir así, en medio de la calzada, ella, una callejera, endemoniada comedora de hombres, que los tragaba sin masticarlos. Golpea el volante, deseando que fuera el rostro de Celia el que tuviera enfrente para dar cuenta de ella otra vez.
Ahora tiene que huir, nadie la ha visto y el Toyota Tercel verde se aleja dejando muy atrás el bulto quieto y molido que es el cuerpo de Celia.
La comedora de hombres, que acaba de morir mirando el asfalto humedecido por la llovizna de la madrugada.
(“Eso otro que araña mi piel” está incluido En la Garganta, Ed. Asterión, 2009)
Gabriela Aguilera
Es narradora y tallerista. Estudió Antropología en la Universidad de Chile y tiene un diplomado en estudios Mexicanos en la UNAM, México. Fue monitora estable en el programa literario “De Tomo y Lomo”, de radio USACH entre 2005 y 2006. Es profesora suplente en los talleres de Pía Barros, antologadora y editora de algunos libros objetos de Ergo Sum y editora de algunos de los libros de bolsillo de Asterión Ediciones. Desde 2005 es miembro del comité editorial de Asterión ediciones. Ha participado en distintos eventos nacionales e internacionales en calidad de ponencista y haciendo lecturas públicas y en proyectos relacionados con el fomento del libro y la lectura financiados por el Consejo del Libro. Es la actual presidenta de la Corporación Letras de Chile.
Ha publicado “Doce Guijarros”, (1976, cuentos, Chile), “Asuntos Privados”, (2006, cuentos, Editorial Asterión, Chile), “Con Pulseras en los Tobillos”, (2007, microcuentos, Editorial Asterión, Chile), “En la Garganta”, (2008, cuentos, Editorial Asterión, Chile) y “Fragmentos de Espejos”, (2011, microcuentos, Editorial Asterión, Chile). Ha sido incluida en diversas antologías de Ergo Sum desde 1992 hasta 2011 y en otras antologías en Chile, Argentina, Estados Unidos, Venezuela y España.
En 2009 obtuvo la Beca a la Creación Literaria por el libro “Doscientos Golpes”, aún inédito. Su nuevo libro, una micronovela titulada “Saint Michel”, se encuentra en etapa de edición.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.