Por anton chejovAnton Chejov (1860-1904)

–Ya le he dicho que no me toque la mesa –exclamó Nikolai Evrafych–. Cada vez que me la arregla usted no puedo encontrar nada. ¿Dónde está el telegrama? ¿Dónde lo ha echado usted? Haga el favor de buscarlo. Lo mandan desde Kazan y lleva fecha de ayer.

 La doncella, pálida, muy flaca, de rostro impasible, encontró unos telegramas en la papelera debajo de la mesa y sin decir palabra se los entregó al doctor. Pero eran telegramas locales, de enfermos. Luego buscaron en la sala y en la habitación de Olga Dmitrievna.

Era ya la una de la madrugada. Nikolai Evrafych sabía que su mujer no volvería pronto a casa, en todo caso no antes de las cinco. No tenía confianza en ella. Cuando tardaba en regresar, él no dormía, se desesperaba y sentía desprecio por su mujer, por la cama de ella, el espejo, la bombonera y los lirios y jacintos que alguien le enviaba todos los días y que daban a la casa el olor empalagoso de una tienda de florista. En tales noches se tornaba mezquino, caprichoso, irritable. Esta vez le parecía que no podía prescindir del telegrama recibido de su hermano el día antes, aunque el tal telegrama con­tenía sólo felicitaciones y saludos.

En la mesa del cuarto de su mujer, bajo la caja de papel de cartas, encontró un telegrama y le echó un vistazo. Llevaba las señas de su suegra, para entregar a Olga Dmitrievna, procedía de Montecarlo y  lo firmaba «Michel». El doctor no pudo entender palabra del texto porque estaban en un idioma extraño, inglés, al parecer.

–¿Quién es este Michel? ¿Por qué de Montecarlo? ¿Por qué a nombre de mi suegra?

En siete años de vida de casado había adquirido el hábito de sospechar, de adivinar, de ponderar pruebas y nunca se le había ocurrido que gracias a esa práctica casera podría ahora pasar por detective consumado. Cuando entró en el gabinete y se puso a cavilar recordó al punto cómo año y medio antes, estando con su mujer en Petersburgo, habían almorzado en Kyuba con un compañero suyo de colegio, ingeniero de caminos, canales y puertos, y cómo éste les había presentado a un joven de unos veintidós o veintitrés años llamado Mihail Ivanych, con un apellido corto y algo extraño: Ris. Dos meses después el doctor vio en el álbum de su mujer una fotografía de este joven con una dedicatoria en francés, que decía: «En recuerdo del presente y con esperanza para el futuro.» Más tarde, en casa de la suegra, tropezó con este mismo joven un par de veces. Y ello cabalmente cuando su mujer había empezado a salir a menudo y volvía a casa a las cuatro o a las cinco de la mañana, y cuando le pedía de continuo un pasaporte para el extranjero, que él le negaba, con lo cual se armaba una trapisonda en la casa que duraba días enteros y que avergonzaba hasta a la servidumbre.

Medio año más tarde sus colegas le diagnosticaron una tisis incipiente y le aconsejaron que lo dejara todo y se fuera a Crimea. Cuando Olga Dmitrievna se enteró de ello, fingió grandísimo susto. Acariciaba a su marido y aseguraba sin cesar que Crimea era comarca fría y aburrida; que sería mejor ir a Niza, adonde ella le acompañaría, y que allí le cuidaría, atendería a sus necesidades y le tendría tranquilo… y ahora comprendía por qué su mujer quería ir precisamente a Niza: Michel vivía en Montecarlo. ­

Cogió un diccionario inglés–ruso y traduciendo unas palabras y adivinando el significado de otras consiguió formar poco a poco la frase: “Bebo a la salud de la muy amada mía y beso mil veces su minúsculo pie. Aguardo impaciente llegada.” Se percató del papel lamentable y ridículo que representaría si consentía en ir con su mujer a Niza. Casi rompió a llorar del agra­vio que sentía y, presa de honda agitación, se puso a recorrer la casa ente­ra. Su orgullo se rebelaba y se sintió poseído de asco plebeyo. Con los puños apretados y el rostro contraído por la repugnancia se preguntaba cómo él, hijo de un pope de aldea, educado en un seminario, hombre tosco y since­ro, cirujano de profesión, se había esclavizado entregándose ignominiosa­mente a esa criatura débil, insignificante, mercenaria y ruin. ­

–¡Minúsculo pie! –murmuró estrujando el telegrama–. ¡Minúsculo pie! De la época en que se enamoró y pidió la mano de su amada y de los siete años posteriores no le quedaba sino el recuerdo de unos cabellos largos y fragantes, de una masa de suaves encajes y de un pie efectivamente minúsculo y boni­to. De las caricias pretéritas diríase que todavía le quedaba en la cara y en las manos una sensación de sedas y encajes… y nada más.

Nada más, salvo histeria, alari­dos, reproches, amenazas y mentiras, mentiras pérfidas e impúdicas. Recordaba cómo en la casa paterna, allá en la aldea, entraba del patio por casualidad un pája­ro y empezaba a derribar cosas y a lanzarse frenéticamente contra los cristales de las ventanas. Pues bien, así también esta mujer, procedente de un mundo que a él le era extraño, había entrado volando en su vida y sembrado en ella la destrucción. Los mejores años de su existencia los había pasado en un infierno, sus esperanzas de felicidad habían resultado vanas e irrisorias, había perdido la salud, su vivienda estaba montada como la de una ramera barata, y de los diez mil rublos que ganaba al año, ni siquiera podía mandar diez a su madre la popesa; y, por añadidura, debía quince mil más, según pagarés firmados. Si en su casa se hubie­ra instalado una banda de ladrones quizá no le parecería su vida tan irreparable, tan irremisiblemente arruinada como lo estaba junto a su mujer.

Empezó a toser y sofocarse. Necesitaba acostarse en la cama y entrar en calor, pero no podía. Siguió recorriendo habitaciones y sentándose a la mesa. Dejó resbalar el lápiz por el papel y escribió maquinalmente: “Una prueba de esta pluma… Minúsculo pie…”

Hacia las cinco de la mañana se calmó la tirantez que sentía. Ahora se culpaba sólo a sí mismo de todo lo pasado. Pensaba que si Olga Dmitrievria se casaba con otro capaz de ejercer buen influjo sobre ella… ¿quién sabe? quizá llega­ría por fin a ser buena y honrada. Él, después de todo, no era buen psicólogo y desconocía el alma femenina. Además, era hombre basto, poco interesante…

“Me queda poco tiempo de vida”, pensaba; “soy un cadáver y no debo estorbar a los vivos. A estas alturas, en realidad, sería singular estupidez insis­tir en mis supuestos derechos. Tendré una explicación con ella; que vaya a reunirse con su amante… Le daré el divorcio y me declararé culpable…”.

Por fin llegó Olga Dmitrievna y tal como estaba, con pelerina blanca, gorro de piel y chanclos, entró en el gabinete y se dejó caer en un sillón.

–¡Qué repugnante, ese chico gordo! –exclamó, respirando con esfuer­zo y sollozando–. Eso es deshonesto, incluso asqueroso. –Dio una pata­da en el suelo. –No puedo, no puedo, no puedo.     

–¿De qué se trata? –preguntó Nikolai Evrafych acercándose a ella.

–Ha venido conmigo Azarbekov, el estudiante, y ha perdido mi bolso, y con él quince rublos. Me los había prestado mamá.

Lloraba con toda seriedad, como llora una muchacha. No sólo el pañuelo, sino hasta los guantes los tenía húmedos de llanto.  

–¡Qué se le va a hacer! –suspiró el doctor–. Lo ha perdido y perdi­do está, eso es todo. Tranquilízate. Necesito hablar contigo…

–No soy una millonaria para perder el dinero así como así. Él dice que me lo devolverá, pero no lo creo. Es pobre…   

El marido le rogó que se calmara y atendiera a lo que le iba a decir, pero ella seguía hablando del estudiante y de los quince rublos perdidos.

–Bueno, mañana te doy veinticinco, pero ahora hazme el favor de callar–dijo él con irritación.

–Tengo que cambiarme de ropa –exclamó ella llorando–. No puedo hablar en serio con el abrigo puesto. ¡Cosa extraña!

Él le quitó el abrigo y los chanclos y mientras lo hacía notó el olor a vino blanco, el vino que a ella le gustaba tomar con las ostras (a pesar de su esbeltez comía y bebía mucho). Ella entró en su cuarto y al poco rato volvió cambiada de ropa, con el rostro cubierto de polvos y los ojos llenos de lágrimas. Se sentó y se envolvió en su amplia y suave bata de noche entre cuyas ondas color de rosa el marido sólo podía distinguir sus cabellos sueltos y un pie diminuto calzado de pantufla..

–¿De qué quieres hablar? –preguntó ella meciéndose en el sillón.

–He encontrado esto por casualidad… –dijo el doctor alargándole el telegrama. Ella lo leyó y se encogió de hombros.

–¿Y qué? –preguntó meciéndose con más rapidez–. No es más que la felicitación habitual de Año Nuevo. Ahí no hay secretos.

–Te aprovechas de que no sé inglés. Sí, es verdad que no lo sé; pero tengo un diccionario. Este es un telegrama de Ris. Bebe a la salud de su amada y le manda mil besos. Pero dejemos esto, dejémoslo –prosiguió el doctor apresuradamente–. No me propongo hacerte reproche alguno ni dar un espectáculo. Bastantes reproches y espectáculos hemos tenido. Ya es hora de acabar… Oye lo que quiero decirte: eres libre y puedes vivir don­de quieras.

Hubo un silencio. Ella rompió a llorar.

–Te ahorro la necesidad de fingir y mentir –continuó Nikolai Evrafych–. Si quieres a ese mozo, quiérelo. Si quieres ir a reunirte con él en el extranjero, ve allá. Eres joven, tienes buena salud, mientras que yo ya soy un inválido y me queda poca vida por delante. En fin ya me entiendes.

Estaba agitado y no pudo continuar. Olga Dmitrievna, llorando, y con esa voz con que se habla cuando se compadece uno de sí mismo, confesó que amaba a Ris; que había hecho algunas escapadas con él fuera de la ciudad y le había visitado en su habitación del hotel y que, efectivamente, aho­ra quería ir al extranjero.

–Ya ves que no te oculto nada –añadió con un suspiro–. Te soy enteramente franca. Y vuelvo a pedirte que seas generoso y me des el pasaporte.

–Repito que eres libre.

Ella cambió de asiento para estar más cerca de él y observar la expresión de su rostro. No le creía y ahora deseaba leer sus más recónditos pensamientos. No creía nunca a nadie y, por nobles que fueran las intenciones de una per­sona, ella siempre veía motivos viles y mezquinos y propósitos egoístas. Y aho­ra, cuando escudriñaba la cara de su marido, éste creyó ver en el fondo de su mirada una lucecita verde como la de los ojos de los gatos.

–Entonces, ¿cuándo voy a recibir el pasaporte? –preguntó en voz baja. Él, de pronto, hubiera querido decir “Nunca”, pero se contuvo y replicó:

–Cuando quieras.

–Iré sólo por un mes.

–Te irás con Ris para siempre. Te doy el divorcio, me declaro culpa­ble y Ris puede casarse contigo.

–¡Pero yo no quiero el divorcio! ¡De ninguna manera! –exclamó Olga Dmitrievna con viveza y con gesto de sorpresa. –No te pido el divorcio. Dame el pasaporte, eso es todo.

–Pero, ¿por qué no quieres el divorcio? –preguntó el doctor empe­zando a irritarse –: ¡Pero qué extraña eres! Si de veras estás enamorada de él y él también te quiere a ti no hay solución mejor en vuestro caso que el casamiento. ¿Acaso dudas todavía entre el casamiento y el adulterio?

–Ya, ya te comprendo –dijo ella apartándose de su marido, con una expre­sión maligna y vengativa en el semblante–. Te comprendo perfectamente. Estás cansado de mí y ahora quieres sencillamente quitarme de en medio impo­niéndome el divorcio. Muchas gracias no soy tan tonta como crees. No quiero el divorcio y no me separo de ti, ¡no y no! En primer lugar no quiero per­der mi posición social –agregó con rapidez, como temiendo que le interrumpieran–, y en segundo lugar, tengo ya veintisiete años y Ris sólo vein­titrés. Dentro de un año se cansa de mí y me abandona. Y en tercer lugar, no estoy segura de que mi enamoramiento pueda durar mucho… Conque ahí tienes. No me separo de ti.

–¡Entonces te echo de casa! –gritó Nikolai Evrafych dando patadas en­ el suelo–. ¡Te echo sinvergüenza, malvada!

–¡Eso ya la veremos! –respondió ella saliendo del cuarto.

Ya hacía tiempo que clareaba en el patio. El doctor, sentado todavía a la mesa, dejaba correr el lápiz por el papel y escribía maquinalmente: «Muy señor mío… Pie minúsculo…” Se levantó y fue a plantarse ante la fotogra­fía de la sala, hecha siete años antes, poco después de la boda. La estuvo contemplando largo rato. Era un grupo de familia: el suegro, la suegra, su mujer Olga Dmitrievna cuando tenía veinte años, y él mismo, en calidad de mari­do joven y feliz. El suegro, afeitado, regordete, funcionario hidrópico, astu­to y avaricioso; la suegra, dama corpulenta, de rostro pequeño y rapaz como el de un hurón, que amaba a su hija con delirio y la ayudaba en todo; si la hija estrangulara a alguien, la madre no diría palabra y se limitaría a ocultarla bajo su falda. Olga Dmitrievna tenía también rasgos pequeños y rapaces, pero más expresivos y audaces que los de su madre. No era sino una fiera de mayor empuje. Y el propio Nikolai Evrafych tenía en esa fotografía cara de buen chico, inocente y campechano, de seminarista, y creía ingenuamente que esta compañía de ladrones en que su suerte le había metido le daría poesía y felicidad, y que todo aquello con que había soñado cuando era todavía estudiante lo cantaba en la can­ción: “No amar es destruir una vida joven.”

Y una vez más, maravillado, se preguntaba cómo él, hijo de un pope de aldea, educado en un seminario, hombre sencillo, tosco y sincero, había podido entregarse tan sin voluntad a esa criatura insignificante y mendaz, chabacana y ruin, a una criatura de índole tan extraña a la suya propia.  .

Cuando a las once de la mañana se ponía la levita para ir al hospital, entró la doncella en el gabinete.

–¿Qué desea? –preguntó.

–De parte de la señorita, que diga a usted que se ha levantado y que le dé los veinticinco rublos que le ha prometido.

(1895)