Por Rolando Rojo R.

Estimados coetáneos:

Por cierto, no  queremos creerlo. Se nos vino de golpe. A mansalva. Vil salteador de caminos. Nosotros, que siempre se lo atribuimos a  nuestros abuelos, a las abuelitas, a las bisabuelas. Edad que asociábamos con el alcanfor, el metholatum, las píldoras del doctor Ross; con mandas, velas y Aves María.

 Con procesiones a la Catedral, con el cine mudo y Chaplín, con bacinicas, bastones, crujideras de huesos, sombreros, toses y desgarros asmáticos,  cuentos y leyendas  a orillas del brasero en los inviernos. “Soñé que era muy niño y estaba en la cocina escuchando los cuentos de la  vieja Paulina”.

Y ahora resulta que  nos toca a nosotros.

Y nuestra primera reacción es negarlo. No querer hablar sobre fiestas de cumpleaños, ni tortas, ni velitas al por mayor. Nada. Ni siquiera esos “sabios” consejos de las revistas del corazón y  “opinólogos” del alma: “Hay que saber llevar la “vejez” con sabiduría”.  “Hay que saber envejecer dignamente” ¡Señores consejeros, malditos conformistas! ¡No queremos envejecer! ¡No queremos dignidad en sillas de ruedas! ¡Queremos… Bueno, en fin, creo que no nos queda otra, que aceptar los setenta!

Pero ¡ojo!

No hemos vivido en vano. Más aún, todavía nos queda cuerda. Poca, pero queda.

Mi abuelo a los setenta años, llevaba diez postrado en cama. Mi bisabuelo ni quiera rozó la edad  prohibida. Yo y muchos setentones que deambulamos impunes por el mundo, hacemos gimnasia tres veces a la semana, piscina, dos veces. Nos jugarnos una pichanguita de vez en cuando, nos comemos un asadito una vez al mes. Por lo que deduzco que aún nos queda un trocito de hígado, de páncreas, de intestino. Y si nos llevan al terreno íntimo, si alguien pretende burlarse de nuestros decaimientos, sacamos una tabletita azul bajo la manga. ¡Y qué fue!  

Pero no solo eso. Somos orgullosos de toneladas de aguas que han corrido bajo los puentes:

Aprendimos a leer y a escribir en la escuelita pública y esa costumbre nos ha acompañado toda la vida. No hay “viejo” setentón que no lea o escriba con corrección. Amamos las expresiones artísticas. Nos gusta la música, el cine, la literatura, el teatro, la pintura. Nos enseñaron a respetar a los mayores y reverenciar las canas como signo de sabiduría, aunque a nosotros no se nos paga con la misma moneda. En algún momento optamos por una visión de mundo y nos jugamos por ella. Estudiamos en Universidades que no nos cobraban un peso y nos trataban como alumnos, no como clientes. Apareció la píldora. La Brigitte Bardot nos alborotaba las hormonas en la oscuridad de los cines. Estábamos enterados de las cosas que ocurrían en el mundo y en nuestro mundo. Nadie nos contaba cuentos de perros flacos.

Hemos participado en siete elecciones democráticas para Presidente de Chile. Aguantamos, maltrechos, pero con éxito, diecisiete años de dictadura. Nos mamamos cinco o seis terremotos de fama mundial. Hemos presenciado catorce mundiales de fútbol y uno, en vivo y en directo, como diría Calcuro. Vimos boxear a Godoy, al Tani, a Godfrey Stevens, a Martín Vargas. Fuimos testigos de la llegada del hombre a la luna y del primer satélite artificial puesto en  el espacio.

En el lapso de nuestra dilatada vida, se distinguió a cincuenta poetas y narradores con el Premio Nacional de Literatura. Entre ellos, Neruda, Mistral, Manuel Rojas, D´Halmar,  Coloane, Marta Brunet, etcétera. Desde 1944 hasta 1992, fueron premiados cuarenta y siete artistas chilenos con el Premio Nacional de Arte. Entre otros: Pedro de la Barra, Rafael Frontaura, Acario Cotapos, Marta Colvin, Ernest Uthoff. Se filmaron películas como: “Ciudadano Kane”, “El Halcón Maltes”, “Ladrón de Bicicletas”, “Rebelde sin Causa”, “Ocho y Medio”, “La Dolce Vita”, “Nido de Ratas”, etcétera. Nos sacudió la música de Presley, Ricardito, The Beathes, Bob Dylan, la Violeta, el Quila, el Inti, Víctor y otra vez, etcétera. En el centro de nuestra juventud se publicó “Rayuela”, “Cien Años de Soledad”, “La Ciudad y los Perros”, “El Túnel”, “La Peste”, y de nuevo, etcétera.

¡Podemos quejarnos!

¿No ha sido generosa la vida con nuestra setentena?

Recuerdo cuando mi tío Perico (padre del poeta  Redolés) me llevó en hombros a la Estación Mapocho para ver al gran charro mexicano, Jorge Negrete, y fue tal la aglomeración que cayeron las barandas  laterales. O cuando de la mano de mi padre, íbamos al Santa Laura a ver jugar a la Unión, y a mí, más que el partido, me gustaba oler su abrigo negro con aroma a ferroviario y a distancias. Viajábamos en carros, en troley, en “liebres”. Mas grandecitos, íbamos solos al Bim Bam Bum a ver a la Xenia Monti y nuestra bohemia se desarrollaba en “Il Bosco”, el “Tap Room”, el “Negro Bueno”, el “Zeppelín”, el “Black and White” y de nuevo etcétera.

¿Podemos echarnos a morir por tan poco?

Estimados coetáneos:

Desde que a alguien se le ocurrió traernos al mundo (sin derecho a replica) en aquel año en que Alemania y la URSS firmaban un pacto de no agresión, hasta hoy, la ciencia y la técnica han dado alguna de estas maravillas: Apareció la cibernética, la nueva medicina, el viaje a las estrellas, las ondas radiales, el genio de Einstein, la estructura de la vida, la vacuna contra la poliomielitis, los transplantes de órganos, la vacuna contra  la malaria. Y ahora sí, un largísimo etcétera.

Por todas estas razones, no nos echemos a morir. No nos recluyamos en la pieza del fondo. No nos transformemos en “tontos graves” o viejos de mierda. Formemos un equipo de fútbol,  rayuela,  brisca  o poker. Digamos un piropo galante cuando la ocasión lo amerite, aunque por respuesta, recibamos  un: “abuelo caliente”. Escalemos el Everest o el Santa Lucía, da lo mismo. Fundemos un club de tangos. Bailemos la música  que nos pongan. Leamos todo aquello que siempre quisimos leer y no pudimos. Respetemos a los jóvenes, aunque ellos no nos correspondan. ¡Total, setenta años no es nada!