Por Miguel de Loyola 

El Escritor se ha motivado ahora con el asunto del lanzamiento de su libro. Los lectores  están muy interesados en la realización de tal actividad, ha dicho el editor en un tono lo suficientemente convincente como para convencerlo. Aunque el Escritor duda, sabe, conoce, tiene experiencia en la escasez de lectores en dichos lanzamientos, cualquiera sea la fecha, lugar y circunstancia. Invierno, verano, lo mismo da. No obstante, accede, movido por esa secreta esperanza oculta en su espíritu. Es una luciérnaga de vanidad que se enciende en sus noches más oscuras.

Ahora daré el batatazo, especula barajando las alternativas, la fecha, el lugar, la hora, los posibles presentadores, los invitados, los viejos y los nuevos amigos. Ah, y los parientes, aunque rara vez aparezcan hay que invitarlos por si acaso, al menos aumentarán el número de compradores, comenta el editor. Entonces todo queda preparado para el día quince del mes siguiente. 15 de agosto dice la invitación.

 

Y allí está aquel día de agosto. Bien vestido, siempre estilo casual, por cierto, el Escritor no quiere que lo confundan con los clásicos ejecutivos, ni menos con un empleado público, quiere ser visto como un intelectual, un pensador, un artista. Entonces casual, todo casual, pero no tanto a fin de cuentas. La chaqueta y la camisa, a juicio de su mujer, le han costado sus buenos pesos, acaso bastante más que un traje. Pero en fin, allí está esperando la llegada de los invitados aquel día quince. Permanece en el vestíbulo de la sala arrendada a la biblioteca para tales efectos, una sala donde caben al menos cien personas sentadas. Pero ahora está dejando correr los minutos, porque ya son las siete de la tarde y la gente no aparece. ¿Se habrán perdido? Es lo primero que pregunta, pero no, la dirección es precisa, inolvidable, todo el mundo sabe, o debiera saber dónde está la biblioteca, concluye.

 

Luego, mientras vuelve a mirar el reloj con los ojos de la incredulidad personificada,  aparece por fin una persona. Se trata, por cierto, de la más impensada. Esa misma que el Escritor nunca consideró -mientras elaboraba su lista de invitados- que podría tener el más mínimo interés en su libro. Esa es justamente quien entra primero a la sala después de saludarlo, y quien terminará siendo testigo del fracaso del lanzamiento. Porque cuando ya están a punto de comenzar la presentación, son dos o tres pelagatos más los allí presentes, incluida la mujer del escritor, por cierto. Quien está allí, leal y hasta sonriente, mientras el Escritor todavía se pasea nervioso, manos en los bolsillos, dejando correr los minutos, obsesionado en que va a llegar, o tiene que aparecer el grueso del público de un momento a otro. Que ha sido la locomoción, la hora, la fecha, el lugar y ese frío endemoniado de agosto lo que ha complicado el lanzamiento de su libro. Pero ya es muy tarde, le conmina el presentador, hay que comenzar, porque además, después tengo un compromiso, le dice muy al oído al Escritor, quien lo queda mirando perplejo, atónito, estupefacto. Eso no más faltaba, comenta, hablando consigo mismo.

 

Hay que comenzar, insiste otra vez el presentador, por respeto a quienes han llegado a la hora. Entonces la consabida ceremonia comienza. El editor toma el micrófono y habla, apunta lo importante que ha sido para la editorial editar aquel libro, un privilegio, sostiene finalmente. Luego el presentador hará lo propio, hablando del honor que significa presentar el libro en cuestión. Resaltará las bondades del libro. Un libro único concluye, imperdible, exhorta. Aunque el Escritor sabe de antemano que el presentador suele ser siempre un amigo, un incondicional que habla maravillas del libro sin haberlo leído, por supuesto. Lo sabe, lo ha sabido a partir de sus primeras publicaciones. Nadie se da aquel trabajo, a menos que reciba un estipendio conveniente por parte del editor. Y eso, ni soñarlo, se dice el Escritor sin dejar de mirar el rostro rozagante del editor.

 

La ceremonia concluye con las consabidas palabras del Escritor, quien además agradece la presencia de la gente mirando hacia la sala vacía y envuelta en aquel silencio propio de los funerales, pero abruptamente roto por la entrada intempestiva de uno de sus parientes, envuelto en aquel manto sorpresivo de los despistados de última hora. Luego el vino de honor y se acabó. El Escritor se va a su casa prometiendo no volver a hacer otro lanzamiento mientras viva. Pero transcurrida una semana, comienza otra vez a escribir, a untar la pluma en  el tintero y a llenar páginas en blanco. Ahora sí, le comenta a su mujer, ahora sí que la cosa va en serio, le dice en un tono de euforia contenida. Y comienza también así a perfilarse otra vez aquel ritual en que de seguro culminará la presentación de su próximo libro.

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Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Diciembre de 2010