Rolando Rojo Redolés

 

Convocados por el cariño, la amistad y la solidaridad del “Negro” Horacio Espinoza, dieciséis “viejonarios” de la Generación del 62 de la Escuela Normal José Abelardo Núñez, junto a las respectivas esposas, nos juntamos el sábado 16 y domingo 17 en la casa del anfitrión, ubicada en la ciudad de La Ligua.

El “Negro” y su compañera no necesitaron esfuerzos por mostrarse como lo que, esencialmente, son: cariñosos, bondadosos, intrínsecamente amistosos. La jornada se inició con un desayuno excesivo, espolvoreado con los famosos “dulces de La Ligua” y otras exquisiteces.

Entonces, como misterioso signo del pasado, los trajinados cuerpos de los “Dieciséis” empezaron a adquirir formas y vigores juveniles. Se nos aclaró la voz. Se volatizaron arrugas y “patas de gallo”. En tono vibrante surgieron anécdotas, chascarros, vivencias, y, uno a uno, fuimos respondiendo a una “lista” dictada por un eco amable que subía desde el más insondable pasado: “Brisso; Bravo, Roberto; Bravo, Desiderio; Bustamante, Abdul; Carrazana” ¡¡Presente!!

El “Negro” Horacio era un muchacho alto y delgado como un huso. Alegre y amistoso como pocos. No sólo esas eran sus cualidades. Deportistas de selección. Estaba moldeado para destacar como basketbolista. En el estudio no desmerecía. Siempre estuvo entre los mejores. Muchos sabían de sus esfuerzos, de sus carencias, de su decisión de pelarles los colmillos a la pobreza. Y lo querían, lo cobijaban. Era de los menores del curso. Le decían “Pato Lucas” como demostración de cariño.

Después del desayuno, partimos a otro “clásico” ligüense, (¿se dirá así?) los afamados tejidos. Enredados a madejas de lana, a telares, a tejedoras antiguas y modernas, recorrimos esa ciudadela del chaleco y el poncho, de la manta y el pulóver. El “Chico” Pérez no resistió la tentación. “Encontré esta ganga”, dijo mostrando un chaleco de dudosa procedencia. Nuestras féminas entraban y salían de los innumerables negocios con los ojos brillantes de emoción. No nos importaba. Ahí estábamos los “Dieciséis” estrenando músculos nuevos, lubricando articulaciones mohosas, exigiendo huesos duros, riéndonos de las artrosis, de las presiones altas y bajas, de las arteriosclerosis, de la azúcar en la sangre, de las próstatas y las protestas, de las calvicies irreversibles. El misterioso soplido del pasado nos rejuvenecía entre olores a oveja, llama, alpaca y cuánto bicho el hombre ha esquilado a través de los siglos. “Duque; Dinamarca; Espinoza; Gárate; Gómez Trautmann; ¡¡Presente!!

“Señora”-pregunto en un negocio al no ver guardias azules, verdes ni amarillos- ¿No tienen miedo de que las asalten? “No se confunda estamos en la Ligua” –Dice por toda respuesta.

No hay acuerdo sobre el origen del vocablo. Para algunos es quechua, para otros aymara, “lihua” “lana que se reparte en casa”. Para algunos, mapuche y significa “resplandor” o “amanecer”. En el fondo da lo mismo. Enclavada entre cerros, conserva la amabilidad y parsimonia de las personas antiguas. Sin la prisa insensata ni el rostro agresivo del capitalino, son capaces de detenerse con una sonrisa para solucionar las dudas o problemas del forastero. ¿Dónde queda tal calle? ¿Dónde los bomberos? ¿Dónde el Supermercado Económico? ¿Dónde vive el “Negro Espinoza?

A las catorce horas nos las emplumamos para la Parcela San José. Ahí nos esperaba el pastel de choclo y la plateada. Y la magia del rejuvenecimiento volvía a operar en los “dieciséis”. Esta vez en estómagos, páncreas, hígados, bazos y tripas. Ni un eructo, ni un malestar, ni un “me cayó mal la cebolla” Todo impecable, como cuando la angurria hacía presa de nuestros organismos juveniles. En medio de la comida, los discursos de rigor. La necesidad de contar triunfos o fracasos. Así somos y seremos: individualmente partes de un todo. “Núñez; Pérez; Rojo; Verdugo; Wemyss” ¡¡Presente!!

Un día llegó hasta la Universidad donde estudiaba su hijo. Había cambiado. Se notaba más rellenito, más serio, más preocupado por la suerte del vástago. Yo que ejercía el cargo de Secretario de Estudio le di un consejo donde primaba la amistad ante el interés funcionario. “Llévatelo, Negro”. “Busca otra Universidad”. “Tu cabro es bueno y se puede malear”. Creo que el tiempo nos dio la razón. Después de eso, tuvieron que pasar veinte años para reencontrarnos donde Brisso. Ya, externamente, no quedaba casi nada del muchacho alto y flaco como un huso. Internamente, ¿habría cambiado este Gobernador de esforzada barriga y risa fácil? Aquí estábamos de nuevo en su casa disfrutando de su hospitalidad y aclarando las dudas.

Salimos a recorrer la ciudad. Lo hacíamos con la tranquilidad de no andar sujetándonos la cartera, de no andar mirando de reojo, de no andar adivinando aviesas intenciones. La señora tenía razón: “No confundir. Estábamos en La Ligua”.

Un último recuerdo, cuando con mi mujer regresábamos a casa, nos topamos con una escena insólita, (al menos para nosotros). En medio de la noche, frente a la oscuridad más profunda y al costado de la carretera, una vendedora de dulces ofrecía su mercancía a los raudos viajeros. Nos detuvimos para preguntarle por el camino. Ella corrió con su canasto y se deshizo en explicaciones. Entonces comprendimos que nos señalaba el camino correcto, la ruta debida, el sendero adecuado como deberíamos ser todos en este país.

 

Gracias, Negro, por la hospitalidad de tu hogar, por su ciudad y por tu esencia.