Por Edmundo Moure

Recibo una llamada telefónica de Gabriela Pacheco, esposa de Vladimir García-Huidobro Amunátegui, hijo del gran poeta del Creacionismo, Vicente Huidobro, uno de los “cuatro grandes” de la poesía chilena, junto a Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Pablo De Rokha.

Ella me dice que han decidido vender el teléfono de Adolf Hitler, un aparato negro con discado circular metálico, construido a fines de la década de los 30’. A través de él se difundieron muchas de las órdenes que impartía el Führer a sus generales dispersos en los remotos frentes de guerra, instándoles siempre a no retroceder ni menos rendirse ante el enemigo.

 Se trata de un auténtico “manjar para coleccionistas”, según lo definiera el escritor chileno Enrique Lafourcade, en crónica publicada el domingo 28 de septiembre de 1980. Por aquel entonces, los entusiastas germanófilos nacionalsocialistas exhibían su fidelidad a la causa sin remilgos, públicamente, luciendo insignias, esvásticas y cruces gamadas, fuera de las casas de anticuarios o de selectas librerías donde aún hoy pueden encontrarse viejas ediciones de Mein Kampf y réplicas de condecoraciones y águilas aceradas… El cronista de marras, no obstante, ponía en duda la legitimidad del negro aparato, citando irónicas (¿y envidiosas?) palabras de Neruda: “… Ese teléfono lo compró Vicente Huidobro en el Mercado de las Pulgas, en París, o en un sitio similar, pues jamás estuvo en Berlín”.

 Vladimir contraatacó, en carta publicada por El Mercurio, el viernes 24 de octubre de 1980, para expresar, de manera sucinta: “…Es posible que Neruda haya formulado tal declaración, pero ella constituye un infundio insostenible… En efecto, mi padre participó en la Segunda Guerra Mundial con el grado de capitán del Ejército Estadounidense, como corresponsal de un diario chileno y de uno uruguayo; entró a Berlín con las tropas aliadas y estuvo en la Cancillería, donde Hitler tenía instalado su Estado Mayor a la fecha de su muerte. De allí, no sólo trajo el teléfono, sino también una taza y un ejemplar del libro ‘Mi lucha’ perteneciente al líder nazi… La prensa de la época da testimonio de estos hechos, que por lo demás responden a una lógica elemental, pues sería absurdo que un corresponsal de guerra no hubiera aprovechado la ocasión de entrar a Berlín y conocer el “búnker”, especialmente tratándose de un hombre con las inquietudes de mi padre, que al término de la guerra fue el único individuo de habla hispana que estuvo presente en la firma del armisticio, como todo Chile pudo ver en las filmaciones de ese acto que fueron proyectadas en los noticiarios… Finalmente, el teléfono referido se encuentra en mi poder, junto al casco y uniforme usados por mi padre en aquella guerra”.

 Gabriela me muestra el artilugio telefónico, gastado y opaco, más por el uso incesante a que lo sometió su vociferador dueño, que por las secuelas del tiempo. Está colocado sobre un tapete de terciopelo rojo, dentro de una especie de caja o bandeja de altos bordes. Me encomienda establecer los necesarios contactos para vender esta reliquia del nacionalsocialismo, aun cuando le explico que soy apenas un escriba proclive a ponderar las leyendas que llevan, como esta del teléfono, un aura de verosimilitud ligada a la literatura, de la mano del admirado autor de Altazor y Mío Cid Campeador, amigo de Apollinaire, Breton y Cocteau, pero que mi capacidad para vender algo, sea o no tangible, es casi nula… Pero abandono la casa de los García-Huidobro Pacheco llevándome la crónica de Lafourcade y la carta de Vladimir, como si se tratase de excitantes joyas de la imaginación literaria; como si el curioso encargo hubiese sido hecho por el mismísimo Vicente. Y esa misma noche he soñado con él y recibido de sus labios el relato de su entrada a la Cancillería del Tercer Reich:

 “…El 1 de mayo de 1945, pasadas las siete de la tarde, nuestra compañía ingresó en el bunker de Hitler, luego de encarnizados combates en medio de increíbles vericuetos y laberintos formados por los escombros de bombardeos aéreos y terrestres… Los últimos defensores que apresamos eran un puñado de españoles y franceses, en su mayoría aventureros o mercenarios al servicio de Alemania… Recuerdo que bajamos por una estrecha escalera con barandas metálicas, saltando entre pedazos de concreto y fierros retorcidos. El calor era sofocante, exacerbado por un persistente polvo rojizo, mezclado con el humo de los incendios… No me había puesto la mascarilla antigases, pero llevaba mi boca y narices cubiertas por un pañuelo azul que había humedecido con las últimas gotas de brandy  de mi petaca francesa… Recorrimos al trote interminables pasillos, hasta que un grito del sargento Howard nos guió hasta la entrada del amplio despacho del Führer… Lo primero que me llamó la atención fue un libro abierto; era un ejemplar encuadernado de Mein Kampf. Sin mirar alrededor ni pronunciar palabra, lo cogí, metiéndolo en mi morral. Enseguida, oculté una taza de porcelana blanca, sintiéndome como un saqueador de botines de guerra, aunque el valor de aquellos objetos fuese sólo testimonial… Entonces, advertí el teléfono, volcado sobre el escritorio, con su auricular colgando como el brazo inerme de un moribundo… Lo agarré con mi mano izquierda; el cable de contacto a la red había sido cortado, quizá por un alicate, porque los finos alambres mostraban una rotura pareja y brillante; lo envolví con mi pañuelo, guardándolo como si fuese un tesoro de la cripta de Tutankamón… Pensé que los objetos no son cosas inertes, sino que llevan consigo la impronta viva de sus dueños y pueden cargar, como estos que me llevaba, con la huella simbólica de aquellos sucesos, a menudo misteriosos y contradictorios, que llamamos Historia…”

 Desperté sofocado y sudando, como si no hubiese sido una gélida noche de julio en el Último Reino. Tuve un acceso de asma y debí usar tres veces el inhalador para regularizar la respiración… Mi mujer quedó desvelada, inquieta… -Soñé con Vicente Huidobro-, le dije… Me contaba su ingreso al despacho de Hitler y cómo obtuvo el teléfono… -Estás cada día más loco-, me dijo Marisol… Trata de dormirte, mira que debes madrugar.

Ahora estoy en campaña para vender el teléfono del Führer… Si usted se interesa, fiel amigo lector, puede telefonearme (no a ese número alemán que comienza con 666…); o si conoce a alguien que pueda adquirir esta rara pieza de colección, avíseme… Hay documentos, fotografías, papeles, noticias y crónicas que refrendan la legitimidad del aparato… Está el testimonio del propio Vladimir… Piense que a través de él se decidió parte trascendental del destino de la humanidad… Quizá si levanto el articular a medianoche podré escuchar la voz rotunda y encolerizada del líder supremo del Tercer Reich… Porque las palabras no se diluyen en el éter, como muchos creen, sino que viajan y vuelven, una y otra vez; porque estamos hechos, irremediablemente, de la materia volátil, real y maravillosa de las palabras.

El poeta lo cantó así:

 «Hice un gran ruido y este ruido formó el océano y las olas del océano.
 »Este ruido irá siempre pegado a las olas del mar y las olas del mar irán siempre pegadas a él, como los sellos en las tarjetas postales.

»Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno; los días que tienen un oriente legítimo y reconstituido, pero indiscutible.

»Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar… a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador.»

 

Pregunto: ¿Qué más necesitamos para dar fe de las aventuras y peripecias vitales del amado poeta, Vicente Huidobro?