Por Miguel de Loyola

Remitiéndose al calendario de la experiencia, a estas alturas queda bastante claro que el codiciado Premio Nacional de Literatura, lo recibe quien tenga mejor o alguna relación con el gobierno de turno. Es decir, quien tenga tratos con el poder político imperante en ese momento en el país.

Así lo demuestra la historia, y así continuará en tanto esté supeditado a las estructuras del poder político. En este sentido, se da la lógica, entendiendo tal lógica como mecanismo de la razón instrumental para operar y dirimir problemas de esta naturaleza. Ilógico sería que un gobierno de izquierda premiara a un escritor de derecha, y que a su vez un gobierno derecha premiara de a uno de izquierda. La realidad demuestra precisamente el manejo perfecto de esa lógica. Algo injusto, por cierto, pero sabemos que la diosa razón está muy por encima de la justicia. Un buen fiscal frente a un mal abogado, y viceversa, puede condenar a un hombre justo, exponiendo mejores razones, como magistralmente lo demuestra Dostoievsky en Los hermanos Karamasov.

Este año, como ocurre tradicionalmente, los candidatos al premio son muchos y de muy variadas categorías, cada uno avalado por un buen número de firmas de correligionarios. Aunque la calidad de las obras literarias escritas por los postulantes sea lo menos importante a la hora de dar el veredicto. Tampoco incide mucho el Mercado, lo cual resulta todavía más curioso, acostumbrados como estamos a que rija el orden de nuestras vidas consumistas. Podríamos preguntarnos entonces ¿Qué se premia cuando se premia?, parafraseando la genial frase de Gonzalo Rojas (¿Qué se ama cuando se ama?)  Tal vez el problema del Premio pase por ahí, porque a todas luces el sentido común indica que ha perdido el sentido con que fue creado. La calidad de las obras de algunos premiados merece serias dudas. Otros apelan a que sea devuelto a las manos de los escritores, como si los escritores no fueran como los otros a la hora de disputarse el poder; basta mirar las elecciones en la  SECH para descreer en la posibilidad de hallar allí la solución del problema. Habría que instaurar un tribunal literario y aún así costaría hacer justicia, porque como cabe entender, el arte vive de la discusión. Y la discusión acerca del Premio Nacional de Literatura es un cuento de nunca acabar, como el arte al que hace referencia.