Microcuentos de Juan Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, España, 1974) cursó el doctorado en Filosofía y ha ejercido la docencia tanto en España como en el Reino Unido. Ha colaborado en publicaciones como Anthropos, Clarín o el diario El País.

Es autor de los libros de relatos 88 Mill Lane (Alhulia, 2006) y De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), y ha coordinado y prologado las antologías de narrativa breve Ficción Sur. Antología de cuentistas andaluces actuales (Traspiés, 2008) y Perturbaciones Antología del relato fantástico español actual (Salto de Página, 2009). Como cuentista ha recibido más de cincuenta premios nacionales e internacionales, y ha sido transcrito al braille y traducido al inglés y al ruso. En la actualidad, es profesor de relato en la escuela Fuentetaja de Madrid, y dirige el programa Literatura en Breve en Radio Nacional de España.

Su blog: www.demecanicayalquimia.com

Gnosticismo

Las inundaciones se cebaron en los campos y en las poblaciones más pobres. El tornado terminó por arrasar lo poco que quedó en pie, las iglesias y los hospitales. Varios cientos de miles de cadáveres se entreveraron en la maleza, las ruinas y los lodazales. El éxodo de afectados provocó desplazamientos en todo un continente. La gente dejó de rezar. Desde todos los rincones del mundo, hombres y mujeres alzaban sus puños y maldecían. Increíblemente, me culpaban a mí, como si yo pudiera haber sido responsable. Todos blasfemaban, y negaban mi nombre. Pero yo no tuve la culpa. Sentí mucho cómo se fueron sucediendo los hechos, pero no pude hacer nada por evitarlo. Yo sólo soy el último Dios de los trescientos sesenta y cinco dioses que rodean el universo, en otros tantos cielos concéntricos. Soy el Dios creado por el penúltimo Dios de las esferas. El más imperfecto de todos, el humilde Creador de este mundo.

El doble

Hace diez días, vi a un hombre idéntico a mí tomando un café y leyendo el periódico junto a la cristalera de una cafetería. Tenía buen aspecto, y eso me hizo sentir cierto orgullo. Como llevaba prisa, no pude detenerme a observarlo, y ni mucho menos entrar allí a desayunar. La tarde del lunes de esta misma semana lo volví a ver. Estaba sentado en una terraza, en una mesa llena de libros, y rodeado de personas que prestaban devota atención a todo lo que decía. El sol acariciaba la mitad de su cara, e iluminaba media sonrisa radiante. Esta mañana, el café que me he tomado de pie en la cocina no me ha sabido a nada, y hace días que advierto que el espejo me refleja con cada vez menos intensidad. En las páginas centrales del periódico, me he encontrado de nuevo con él. Le han concedido no sé qué premio. Ya casi no me quedan dudas: el doble soy yo.

Círculo

Hacía meses que notaba la presencia. Intentó no quedarse nunca sola en aquella casa, dejaba las luces encendidas, la música puesta. Pero esa tarde se supo acorralada. Estaba ordenando el armario del fondo del pasillo, cuando percibió justo detrás de sí la sombra que la había estado persiguiendo. No había salida. Sintió entonces unas manos glaciales alrededor de su cuello, y la vida se le escapó rauda por entre los labios. Tan sólo fue un instante, y ya se vio en ese mismo pasillo, detrás del espectro que apretaba su cuello, estrangulándolo con los témpanos de sus propias manos.

Pasada la medianoche

Es un animal extraño, que ha adquirido el hábito de salir a merodear una vez pasada la medianoche. Durante el día hace acopio de energía calórica, y una vez que la absoluta oscuridad lo ampara, sale en busca de especimenes del sexo contrario. Esta noche se antoja peligrosa, puede olerlo en el aire, pero nuestro macho está decidido a encontrar una hembra que satisfaga sus expectativas. A lo largo de las horas, el animal sortea diversos obstáculos, no sin cierta osadía, si bien mantiene la precaución de no acercarse al espacio delimitado por sus congéneres rivales. Ha divisado varias hembras en actitud de celo, las ha husmeado y curioseado, pero no eran de su gusto. Ya bien entrada la madrugada, da con una que parece serle afín. Los dos quedan inmóviles, en estado de alerta. Se sostienen la mirada. Se observan en una distancia cada vez menor. Él la huele. Su perfume Anaïs Anaïs de Cacharel le satisface; también el preciso talle de sus vaqueros. A ella le gustan sus mocasines Forcieri, y la forma que tiene de pasarse la mano por el pelo que le cae sobre la frente.

Expiación

Cuando dejó de notar las pulsaciones en su cuello, la soltó. Lo había hecho. Ahora sólo tenía que salir de allí y huir a alguna parte. Se asomó al balcón en busca de un poco de aire fresco. Pero fuera algo había cambiado. En la acera de enfrente, una madre y su hijo esperaban para cruzar la calle. Aquella mujer tenía su cara, la de ella. Y su hijo tenía la cara de ella. Y el frutero que colocaba la mercancía de su escaparate tenía la cara de ella. Entró en el piso. Corrió hacia el baño y se acercó al espejo. Creía estar preparado: aunque también la viera allí, podría resistirlo. Pero no fue eso lo que vio. Se vio a sí mismo. Tal y como era. Entonces regresó al balcón y se arrojó al vacío.