Albada
Oigo tu respiración entre las sábanas, hipnótica y relajada, e intuyo tu presencia a mi lado. Abro los ojos para descubrirte de nuevo, como cada mañana, y apoyado en la almohada, frente a mí, encuentro mi rostro desencajado, simétrico, mirándome fijamente con la misma expresión de espanto que debo tener yo ahora.
Albada (III)
Pese a dormir toda la noche de un tirón, o debido a ello, me cuesta levantarme de la cama. Me acerco al tocador arrastrando los pasos mientras me froto los ojos con fuerza para salir del sueño e ingresar de nuevo en la realidad. Cuando separo las manos de la cara, el espejo no devuelve mi imagen. Pero eso no me preocupa; lo que me horroriza es descubrir en un rincón del espejo el reflejo de mi cuerpo tendido sobre la cama, rígido e inmóvil, más pálido que de costumbre.
Albada (VIII)
Al despertar, coloca con suavidad su fría mano sobre mi muslo desnudo y sonrío; desliza la otra horizontalmente desde mi pecho hasta el vientre, dejándome las uñas marcadas en la piel, y se me escapa una risita pícara. La sonrisa desaparece al instante de mi rostro cuando noto, cerca del cuello, una tercera mano.
Albada (IX)
Me despierto de golpe y me encuentro tendida en el suelo, desubicada. Un hombre, a mi lado, me mira con incredulidad y sorpresa, inspeccionando cada rincón de mi cuerpo. Los dos estamos desnudos. Antes de lanzarme un guiño y una sonrisa pícara, alza las manos al cielo en señal de agradecimiento, aunque las baja rápidamente para cubrirse una herida reciente debajo de la axila.
Relaciones atemporales
Él vivía a finales del siglo diecinueve; ella a principios del veintiuno. Ese poco más de un siglo de diferencia entre los dos parecía una distancia infranqueable. A veces él se sentaba en el sillón y fumaba en pipa, y se mareaba, o pegaba un sello en una carta manuscrita y la arrojaba a un buzón, sin prisas ni impaciencia, o consultaba la hora en su viejo reloj de bolsillo, unas veces adelantado y otras atrasado. Ella, en cambio, viajaba a lugares para visitar sus gentes y los rincones que no salen en las guías, se impacientaba o se preocupaba muchas veces sin motivo, y vivía sujeta a un teléfono, un ordenador, una agenda y un íntimo círculo de amistades que mantener. La cita parecía imposible pero una extraña mezcla de atrevimiento, caricias y pupilas dilatadas, permitió vencer la distancia temporal. Se encontraron a medio camino, a mediados del siglo veinte. A él se le hizo más pesado el trayecto hasta la década de los cincuenta, pues no estaba acostumbrado a viajar, y menos en el tiempo. Ella parecía llevarlo mejor, aunque a veces temblaba sin motivo o permanecía unos instantes ausente, sonriendo, pensando en quién sabe qué. Estuvieron cuatro días juntos, quizás más. Las manecillas del reloj se movían a su antojo: los minutos se dilataban en horas, y las mañanas se esfumaban como el humo de un cigarrillo entre abrazos, así que perdieron la noción del tiempo. Y también la del espacio. Entre aquellas paredes estaban seguros, aislados del mundo exterior, solos, ellos dos. Pero llegó el momento en que las obligaciones o las responsabilidades familiares ya no podían ser desatendidas y tuvieron que regresar, cada uno a su época. Y aunque sabían que podían salir del tiempo y volver a encontrarse otra vez, cuando quisieran o se atrevieran, la despedida tuvo algo de definitivo. De vuelta a casa, surcando los años en direcciones opuestas, él fantaseaba alegre con la incertidumbre del futuro mientras que ella saboreaba el amargo dulzor de la nostalgia.
El lápiz mágico
Tirado bajo el escritorio, encuentro un lápiz de madera, con la punta afilada. No es mío, de eso estoy seguro, pues yo siempre utilizo portaminas. Lo recojo extrañado del suelo y distraídamente esbozo una araña del tamaño de un botón en una hoja de papel. En un abrir y cerrar de ojos, la araña adquiere vida propia y empieza a pasearse por la superficie del folio. Asustado, la aplasto con el paquete de tabaco vacío y me olvido de ella. Al instante, un tanto nervioso, me entran ganas de fumar, por lo que dibujo un cigarrillo e incluso me permito el lujo de escribir sobre el filtro el nombre de una buena marca, bastante cara, que hace tiempo que no compro. Dibujo un encendedor, lo alcanzo, y prendo la punta del cigarrillo. Mientras lo saboreo, voy bosquejando unas monedas y éstas van surgiendo, brillantes y metálicas, de la hoja de papel. Me las guardo en el bolsillo, para el café de la tarde, y volteando el lápiz entre mis dedos pienso en cosas que quisiera tener. Tras considerarlo a fondo, me doy cuenta de que lo que verdaderamente necesito, lo que más deseo, no se puede dibujar, así que trazo una goma y, cuando ésta aparece, borro el inútil y peligroso lápiz antes de que caiga en peores manos.
Espiral
Después de mojarme la cara en el servicio del bar y ocupar de nuevo la incómoda silla en la terraza, junto a mis amigos, parece que me encuentro algo mejor. Sólo ha sido un ligero mareo, nada más. Alcanzo el paquete de tabaco y cojo un cigarrillo. A mi lado, Juan me guiña un ojo y me lanza un me das uno -que no suena a pregunta- igual que el que me arrojó hace un rato. Se lo doy y mientras enciendo el mío veo cómo Marta, al ir a coger el encendedor y darle fuego a Juan, tira una copa, por suerte otra vez vacía, en un gesto idéntico al de poco antes de marcharme al baño a refrescarme. Ahora sólo falta que vuelva a pasar por la calzada, a poco más de dos metros de nuestra mesa, el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos, para completar el déjà vu, pienso. Y al momento, pasa el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos.
Me levanto un poco confundido y sin decir nada vuelvo al servicio para mojarme de nuevo la cara. Al salir a la terraza, me siento otra vez en la silla y espero. No ocurre nada, así que decido encenderme un cigarrillo para distraerme un poco. Entonces escucho un me das uno, y sin mediar palabra le doy el pitillo a Juan al tiempo que me guiña un ojo. Mientras enciendo el mío aguardo a que caiga la copa, que no tarda en hacerlo gracias a la torpe mano de Marta que intenta alcanzar, otra vez, el encendedor. Me levanto con calma de la silla y pienso lo fácil que será salir de esta absurda espiral si el conductor vuelve a pasar, distraído, frotándose los ojos, tan cerca de nuestra mesa.
Viaje de regreso
Aunque muchos le aconsejan que a su edad no debería coger el coche, o quizás por ello, esta noche conduce lentamente por la ciudad, sin rumbo ni prisa, con su bastón de cedro como único copiloto. Cruza el puente y observa por la ventanilla lateral el pisito donde vivió antes de trasladarse, hace ya algunos años, a casa de su hija y se sorprende al ver ropa tendida en el balcón, pues creía que continuaba desocupada desde que se mudó. Sigue la marcha mientras piensa que su hija quizás lo haya alquilado sin decírselo y se entristece porque ya no cuentan con él para nada. Dobla la esquina y encuentra al frente la fábrica donde trabajó durante toda la vida y advierte con sorpresa que aunque lleva más de una década cerrada, la chimenea arroja una fina columna de humo blanco. Incluso cree escuchar el sonido de las máquinas. Pasa por delante del bar donde echaba las partidas de cartas al poco de casarse, del que hoy en día sólo queda un solar ocupado por las malas hierbas, y le parece ver, sirviendo un café en la terraza, al mismo camarero de aquel entonces. Subiendo por la avenida divisa al fondo la iglesia donde contrajo matrimonio hace más de medio siglo. Aunque es ya de noche, por los coches que abarrotan el aparcamiento juraría que en el interior están de celebración. Ya en las afueras, totalmente desubicado, se topa con el colegio en el que pasó su infancia y ve, por encima de las rejas oxidadas del patio, cómo una pelota sube y desciende hasta volver a desaparecer. Al final de la carretera asfaltada ve el antiguo hospital en el que nació, derribado treinta años atrás, y sin ganas de comprender nada acelera al máximo y se estampa contra la columna de la entrada.
***
Víctor Lorenzo
Lleida, España, 1980. Licenciado en Filología Hispánica. Director y redactor de una revista local. Miembro del comité editorial de la Internacional Microcuentista. Publica sus microrrelatos en blogs y webs dedicados a la minificción y en diversas publicaciones periódicas, tanto digitales como en papel. Algunos de sus textos han sido recogidos en antologías. Alimenta las Realidades para Lelos. Lee, luego escribe.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.