Avatares de un contable

Por Edmundo Moure

Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.

Fernando Pessoa

No me canso de leer a Fernando Pessoa, el poeta contable de la Rúa dos Douradores, en el corazón de la vieja Lisboa. Sobre todo, su Libro del Desasosiego, ese diario de vida y ruta estética que traza con extraña desenvoltura, con lucidez extrema, con sabio humor de perfecto optimista, es decir del pesimista convencido. Pues el que nada espera a nada teme y ninguna vana ilusión le sorbe el seso o le alborota, innecesariamente, el corazón. Sólo así se explica esa ruta diaria, entre su pequeño albergue y la casa de comercio del señor Mendes, donde pasa el poeta once horas diarias, traspasando cifras y combinando la partida doble que nos legaron los árabes, para que el Debe y el Haber de la existencia siempre cuadren, en el calce perfecto, equilibrio alegórico entre virtud y pecado.

Comparto con Pessoa ambas condiciones: la de poeta y la de contable: quizá algo de su escéptico pesimismo, aunque suelo ser iluso por momentos y aferrarme a la vacuidad de algunos sueños absurdos. Me comparo con él, guardando la enorme distancia que nos separa. Y también porque juego con heterónimos y tengo a Micaela Souto (el mejor de ellos) y a Nuno Prezado y a Rafael Rojas Burela y a Cándido Sousa, aunque no alcancen el brillo de Ricardo Reis, Álvaro Caeiro, Bernardo Soares o Álvaro Campos.

Un día, quizá no tan lejano, caminaré por las rúas de Lisboa buscando al poeta de abrigo amarillo, sombrero negro y grandes gafas redondas. Tal vez, en alguna taberna penumbrosa, hablaremos de poesía o de contabilidad, de los avatares de un tenedor de libros que construye los asientos contables como estrofas, que todo es verso y poema en este mundo, y aun en el universo exterior, donde un Dios inescrutable versifica el cosmos con estrellas y supernovas y galaxias y agujeros negros, jugando con la creación y con la nada, dialéctica que nos mueve en su pavorosa dualidad y que llamamos Bien y Mal, necesitados como estamos de construirnos una ética y asemejarnos a esa divinidad incomprensible para la razón humana, ciega, sorda y muda ante nuestros patéticos anhelos.

Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.

El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.

Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho…

En Santiago de Chile aún quedan sencillos bares (no muchos) donde encontrar a estos seres marginales que la sociedad materialista dominante llama “perdedores”, escogiendo la palabra gringa “loosers”, tan empleada por los desconocedores de la lengua inglesa, copiones grotescos del “american way of life”, para clasificar a los díscolos que, carentes de convicción o voluntad revolucionaria, expresan su disconformidad, personal o gregaria, en humildes mesas donde se comparte con otros pares un vino ácido o la clara y abundante cerveza en botellas de litro, reuniendo las monedas para alcanzar la necesaria y compulsiva repetición.

También allí se repiten las palabras, las mismas frases giran sobre la formalita, se tiñen de rojo granate o de dorado leve, para volver a conjugarse, una y otra vez, en constante melopea. Todos los parroquianos exhiben sus esperanzas, hablan de sus frustraciones, leen a viva voz el último poema -¡hay tantos poetas dispersos como vasos en la vitrina!-… Alguien esgrime críticas contra Neruda, por burgués acomodado y falso revolucionario; contra Huidobro, por vago y ocioso abusador de doncellas; contra la Mistral, por lesbiana y llorona… Pero pocos han leído la obra completa –ni siquiera parte sustancial- de aquellos tres grandes vates universales. Nadie, aunque lo piense, espeta a los criticones su inadvertencia; se da por sentado que en estas aras menesterosas se puede ejercer la ilimitada libertad de la discrepancia, aun cuando su desplante luzca irresponsable… Y es que en estas parroquias todos podemos ser sacerdotes oficiantes, oráculos de la propia miseria, sea ésta intelectual o monetaria; es parte de esa fantasía que late en la decrepitud, porque lo bello –según Rimbaud y Couve y Pessoa mismo- surge con más fuerza en los enrarecidos espacios de la decadencia. El bardo lisboeta, como si fuera a propósito de mis reflexiones (otra ilusión de la ebriedad), escribe:

Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político.

Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura…

Pensé articular, con el Libro del Desasosiego en mano, una suerte de ejercicio crítico y de exégesis literaria compartido con mis pares de Bar Amigo o de Marabú (segundo templo en uso confesional), pero me abstuve, porque voy a entristecer, aún más, a mis compañeros de infortunio. El riesgo es grave: puedo quedarme sin interlocutores, sin crédito de auxilio, como un sediento beduino incapaz de acceder a su oasis.

Me quedo, pues, solo con mi maestro Pessoa, a quien puedo disfrutar –silencioso y activo- en el doble juego y deber cotidiano del número y de la palabra, caminando sin pausa por mis calles, como si fueran las de la mágica Lisboa.