Diálogo de tigres

Por Lilian Elphick

Al que camina las madrugadas en busca de su sombra.

I

En el bosque de los desprotegidos, dos tigres se encuentran y, como si el agua les bebiera las palabras, se miran. En los ojos de uno se reflejan los del otro. Cuatro soles en la oscuridad, y una distancia enorme que los separa. Ellos lo saben. Conocen los espejismos, los inextricables paisajes de la nada en donde pueden saltar en la agilidad del viento.

Pequeños gruñidos quiebran el silencio. El acto de reconocerse entra por sus narices y sale por las alas del pájaro sin nombre.

El acercamiento es cauteloso: hay demasiadas historias en cada una de sus rayas y un territorio que defender.

Pero se encuentran, y los dos están tan cerca que sus orejas se crispan con los latidos y el ensanche de las venas que permite que la sangre corra ferozmente, sin detenerse ni un segundo, abriéndose a la respiración y al acecho.

Tengo hambre -dice uno.

Yo también -responde el otro.

Se matan en un combate limpio y digno del más solitario de los recuerdos.

 

II

Dos tigres salen a cazar. Una va al sur; el otro, al norte. Al final del día, se encuentran.

Estás herido.

No. La herida eres tú.

La flecha está enterrada en tu lomo, no en el mío.

Morirás antes de que amanezca; ahí reposará tu desvarío.

Yo estoy muy lúcida; puedo oír cómo se te va la vida.

Tu herida se agranda, tus palabras huyen.

Tu corazón se detiene, enamorado.

¿Enamorado?

No era una flecha cualquiera…

El silencio se instala, dividiéndolos. Se miran, y comprenden.

Una corre al poniente; el otro, al oriente.

 

III

Luego de caminar por las extensas planicies de la escritura, los tigres llegan al río del silencio. Ahí se bañan y olvidan que están hechos de tiempo y de sangre. A sus pieles mojadas se adhiere la palabra ‘pez’. La tigresa puede nadar debajo del agua a gran velocidad; el tigre da brincos contra la corriente. Juegan a acariciar burbujas.

¿A quién le contaremos nuestra historia? –pregunta ella.

¿Cuál historia? – pregunta él.

Los tigres jadean bajo el sol implacable y sus patas se hunden en la arena. Tienen sed. Saben que morirán si no encuentran una mano que morder, aquella que los escribe en la mitad de la noche.

IV

La tigresa está triste. ¿Qué tendrá la tigresa? En cada árbol ha frotado su historia de rayas y colmillos, trigo trigando su boquita de fresa.

Cuando la luna se alza en su locura, el tigre muerde una cola que podría ser la suya, e imagina el absurdo diálogo:

Somos un sueño imposible.

Has estado leyendo a Borges.

No, sólo escucho boleros.

¿De dónde vienen estas palabras? –se pregunta el tigre acechando a la tigresa. Y no comprende que ella es parte del sueño, que en esos cinco metros que los distancian hay puntos suspensivos que se descuelgan como arañas urdiendo lo interminable.

V

Los tigres de la noche imaginan tantas cosas. Construyen historias increíbles, saborean palabras, desgarran metáforas. La selva los proteje de los cazadores que disparan tinta en blancos papeles. Y en la oscuridad lamen su nostalgia de ser, hasta despedirse en la rebeldía del viento.

¿Cuándo te veré otra vez?

Cuando no dejemos huella.

Crujen las ramas. Dos venados huyen ante los haces de luz y la metralla constante de realidades.

VI

Llueve en los manglares del silencio, y los tigres esperan una sola palabra que les quiebre esa sensualidad que llevan como piel.

Y ahora, ¿qué hacemos?

Esperar.

¿Y si no viene?

Vendrá.

Los tigres están tan mojados que sus rayas comienzan a desaparecer. Invisibles, siguen esperando, sin saber que la palabra vino y se fue, de la mano de un diálogo absurdo.

 VII

Caen los primeros copos de nieve. Los tigres tienen frío, y lo salvaje ya no está con ellos. El amarillo de sus ojos se ha cegado de tanta soledad. Sólo el olfato los guía a un precario refugio entre varios árboles caídos. 

Quedémonos quietos.

Como estatuas milenarias.

Como un recuerdo sin nombre.

A eso le llaman ‘amor’.

Pero es un olvido, un dejar irse…

El eco de una palabra.

El final de una historia.

Te doy mis colmillos.

Y yo, mi mirada.

Aquí está mi fiereza.

Estos son mis sueños.

Así, los tigres duermen, y el hielo los cubre.

Ahora, nadie podrá escribirlos en los abanicos que se abren y que se cierran.

VIII

Los tigres pelean con ferocidad. Muerden, rasguñan, rugen. Llevan ocho horas de lomos erizados. Retroceden y embisten nuevamente. La tigresa tiene una herida abierta en el cuello; un amarillo espeso brota del ojo del tigre. Se juegan su octava vida. La danza continúa en el bosque que es de ellos, marcado por algunas traiciones, delimitado por mentiras, rayado con la tiza de un silencio que les llaga la soberbia.

Caerás pronto, tigresa.

Caeremos los dos, tigre.

Al abismo de la carne.

Al misterio de la fuga.

Los tigres dan el último salto, y el vacío les parece el más apetitoso de los bocados. En sus colas llevan atada la cuerda de la escritura.

 IX

 

Ahi crudo Amor, ma tu allor piú mi ‘nforme
A seguir d’una fera che mi strugge,
La voce e i passi et l’orme,
Et lei non stringi che s’appiatta et fugge.(*)

 

No llamaremos dulce al ritual de acicalamiento que los tigres insisten en perpetuar más allá de las pasiones que los habitan. Cuando el macho descubre la huella que la hembra ha dejado, sabe que primero debe simular un ataque en el centro exacto de la noche. Ella se tenderá de espaldas ronroneando viejas historias; irá de un lado a otro mostrando la barriga: suave la cadencia, afilado el colmillo. Pronto, se lamerán las costras de las cicatrices. Como cachorros.

La próxima vez, no te dejaré vivo –dice ella.

Ya estás muerta – ruge él, orgulloso.

Despacio, el bosque de bambúes se cierra sobre las palabras y sus ecos. El espacio de los tigres queda reducido a algunas viñetas dibujadas con lápiz de grafito. Privadamente, mascan el papel y tratan de alcanzar el objeto puntiagudo que se aleja.

(*)  Canzionere (Rerum vulgarium fragmenta), de Francesco Petrarca.

 X

 A Canariza, por sus regalos de media luna.

El muro es alto, intrincado. La parte superior es de material líquido; la inferior es sólida. También hay espinas y navajas que aparecen y desaparecen. Arriba, nadan las palabras; abajo se estampan todos los recuerdos. Es el muro de la historia, y los tigres deberán saltarlo.

Al fin podremos salir de aquí. Ya estaba aburrida–dice ella.

Al otro lado nos espera la libertad- dice él.

¿Eso significa que no hablaremos más?

Exacto. Volveremos al rugido.

No nos encontraremos con la mano que ahora nos escribe con tanto ahínco.

Y volveremos a estar solos. Cada uno tomará su rumbo.

Seremos tigres.

Tigres de verdad.

Ágiles, las fieras trepan la pared. El tigre salta al otro lado. A la tigresa le cuesta más: está preñada de sueños. Las navajas intentan herirla; las palabras le tienden lazos. Pero ella nunca mira hacia atrás y con su fuerza amarilla vuelve a trepar. En la caída, olvida el amor y el odio, esa sensación asfixiante de ser relatada una y otra vez.

Los ti

***

En: Revista Adamar

“Diálogo de tigres” pertenece al libro de microrrelatos del mismo nombre.