John Fante o la Máscara del Payaso Triste

Por Iván Quezada

A menudo, cuando la gente alaba la comicidad de un autor, hace la vista gorda con la crueldad que sufre al escribir. Ésta le viene de muy adentro y se ensaña con él valiéndose de la culpa y el odio a sí mismo. Los demás lo asumen gratuitamente, como un precio que el escritor no puede cobrar.

Quizás de allí venga el mito del payaso triste: la melancolía consigo mismo es su cruz por las risas del público. Muchos de los grandes humoristas han sido, en su fuero interno, unos amargados, y les sobran razones cuando se preguntan qué tiene de gracioso este mundo. Sin embargo, la sola pregunta otra vez causa hilaridad y la espiral vuelve a su punto de partida.

¿Por qué diablos el humor tiene que ser cruel? Nos reímos de la desgracia ajena y envidiamos la buena suerte. Un novelista que pretende ser cómico debe retorcerse las tripas para concebir un buen chiste, y si no es él mismo la víctima de su ingenio, el dudoso honor recaerá en sus amigos, en sus padres, en su mujer o en sus hijos. No obstante, hubo un hombre que se opuso a este destino: John Fante. Para endilgarles algo del costo a sus lectores, no dudó en redoblar la crueldad con él mismo y con quien se le cruzase, desbordando los márgenes del papel y haciendo sentir el «peso de la noche», incluso a los más santurrones. Su victoria es la perplejidad de quien lo lee; aunque no sólo eso.

La historia de Fante comienza en 1908, cuando nace en un pueblo de Colorado, uno de los estados «tercermundistas» de Estados Unidos. Su padre, Nicola Fante, era un albañil italiano de nacimiento; y su madre, Mary Capolungo, una ítalo-americana y beata. La herencia más importante que obtuvo fue la religión católica. Y eso es todo. Hasta aquí podemos hablar del futuro escritor de manera razonable. En su tetralogía autobiográfica Espera a la primavera, Bandini; Pregúntale al polvo; Sueños de Bunker Hill, y Camino de Los Ángeles, el cuadro que entrega de su infancia, adolescencia y juventud (a través de su alter ego, Arturo Bandini) parece el diario de un loco. En manos de otro escritor —como Feodor Dostoievski—, su relato habría alcanzado cotas impensadas de desesperación y drama. Pero entonces habría escrito en tercera persona.

Existe un grupo —más numeroso que lo deseable— de escritores rara avis para quienes es imposible componer una frase simple. Se atragantan con las palabras y, al final, se escudan en el academicismo para ocultar su confusión. Se les encuentra en todas las lenguas y países; sus traducciones utilizan el mejor papel y, paradójicamente, tienen el favor de los diarios. No escriben de nada legible, pero lo hacen «tan bien» que eso no importa. Algunos de ellos (los que leen con placer y no por obligación) han llegado a admirar fervorosamente la sencillez de Fante, lo cual implica un mea culpa. Bien por esas personas, aunque ni así se libran de su tiranía mental.

Tal vez les hace efecto la velocidad de su prosa, que impide las digresiones. El nervio literario está a flor de piel, la única manera de compartir la anatomía de Fante es leyéndolo sin parar. Pocos escritores, durante el siglo XX, tuvieron semejante espíritu práctico. Su principio creativo podría resumirse en la máxima: «Si sobra una coma, también puede sobrar una palabra o una frase». La solución para su dilema fue aferrarse obstinadamente a la narración en primera persona. Desde luego, no lo hizo por pedantería (nunca esgrime un credo para la posteridad), sino porque únicamente se tenía a sí mismo en este mundo y, aunque para él no era mucho, con eso debía contentarse. Más aún si consideramos que, en vida, sus lectores fueron pocos: casi siempre estuvo solo frente a la hoja en blanco y luego ante el papel impreso. De modo que a lo sumo podía hablarle a su imagen ante el espejo, la cual le castigaba por su vocación, en lugar de premiarlo.

Su segundo ciclo novelístico está compuesto por Un año pésimo, La hermandad de la uva, Llenos de vida y Al oeste de Roma. Salvo el primer libro (que habla de Dominic Molise, un adolescente con ambiciones de beisbolista), los demás siguen la saga de Henry Molise o del mismo John Fante, transmutado en personaje. Por supuesto, refleja nuevamente sus intereses autobiográficos, ya instalado en la edad madura y avizorando la decadencia definitiva de la vejez y la muerte. Pese a su actitud más razonable o adulta, su humor es tan corrosivo como el de su juventud. Parece decir que, aún disminuyendo su energía y aquietada la mente, continúa atormentándolo el demonio del absurdo. Y, otra vez, el centro de sus historias son sus relaciones familiares y el arduo trabajo de escritor.

A pesar de las múltiples caricaturas con que absorbe la atención del lector —algunas grotescas como la de su padre, y otras de gran ternura como la del propio Bandini—, las situaciones que describe son cotidianas. Es decir, nunca acontece un hecho fortuito o mágico, salvo los delirios de grandeza o de culpa del protagonista (siempre dentro de los márgenes de su psicología). Es la más plana y tediosa de las rutinas, que, sin embargo, rompe con su capacidad para burlarse de todo y dejar en evidencia los defectos humanos. No le tiene compasión ni a su madre, la pobre vieja pechoña, quien tiene todas sus esperanzas puestas en el rosario.

Si comparamos los libros de Fante con la Biblia, tendríamos que decir que su saga familiar es el reverso de la santidad: nada le resulta a sus hijos, a sus hermanos ni a los parientes viejos. Las infidelidades del pater familia, cometidas más por aburrimiento y lujuria que por razones sentimentales, habitualmente dan el pie de apoyo para el comienzo de las historias y casi siempre en invierno, cuando los albañiles no tienen trabajo y deben conformarse con ver caer la nieve desde sus ventanas.

Citando a Tennessee Williams, Fante podría compartir su frase: «La verdad es más horrible que la mentira» (aunque agregándole de su cosecha: «y también más divertida»). Sabe que la honestidad es una experiencia durísima, que a menudo deja al descubierto la insania de quien se ufana de ella. Comprueba en él mismo que el cínico es el único sincero en el juego de las palabras. ¿Por qué, entonces, no burlarse de sus semejantes? Empezando por su otro yo, Bandini o Molise. Lo horrible es gracioso como un monstruo de utilería. Y la peor de las bestias es, sin lugar a dudas, el Estados Unidos contemporáneo y, en singular, la ciudad de Los Ángeles por donde deambulan sus criaturas.

Desde luego, no suma los chistes como un comediante en su libreto: lo suyo no es escribir gacs precisamente. Sino transmitir un estado mental a medio camino del ridículo y la paranoia. Una vez que el lector se contagia con este «extraño entusiasmo» por vivir, hasta el vuelo de una mosca puede ser divertido. La malicia de Bandini, a la manera de los lazarillos, redunda en su desgracia. Y la mala suerte es su compañera de todos los días, como también el hambre, las pocilgas en que habita y los papeleros colmados de textos fallidos. No se entiende para qué escribe. Con un ego sin parangón, llega a creer que su talento está muy por encima de la literatura. Le está haciendo un favor a la humanidad al poner sus pensamientos por escrito. Que nadie más se dé cuenta no compromete su genio; sólo es una pifia de la realidad.

Es curiosa la relación de Fante con su país. Aunque parezca contradictorio, podría definirse como una «aversión patriótica». Ensalza —quizás irónicamente— las virtudes del individualismo materialista, aún cuando padece sus peores consecuencias: aislamiento, discriminación, soledad… La escasa sensibilidad de sus compatriotas, sin embargo, le inspira sus mejores bromas. Cuando choca de frente contra la nula imaginación de sus coterráneos, sólo le queda fantasear con un futuro esplendor que nunca llegará: fama literaria, prestigio entre las mujeres y un buen ejecutivo de cuentas.

La «convivencia de razas» (panacea contra la intolerancia, según los poderosos de Norteamérica), en los hechos es una división de etnias y a cada una se le destinan tales o cuales privilegios, ocupando uno de los puestos más bajos los italianos como Fante. Por supuesto, él finge no darse por enterado y trata con desprecio a mexicanos y polinésicos. Pero en vano, porque sabe que las rubias platinadas nunca serán suyas.

La gran tragedia de este escritor fue ser más inteligente que su época. Lo prueba el hecho de que no fuera reconocido. Pero incluso esta frustración (que personalmente sobrellevó mal, siendo descrito por su familia como un ser amargo y alcohólico) le sirve para hacer más descarnado su humor, al punto que muchos de sus monólogos bordean la esquizofrenia, como hablándole a otro ser superior que es él mismo. Sus reflexiones son brillantes e inútiles. A diferencia de Ignatius —el gordo protagonista de La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole—, Bandini no es un idiota pagado de sí mismo: comete errores como cualquiera. Sólo que acentúa sus reacciones, llevado por unos ímpetus del demonio. Probablemente su mayor ingenuidad sea creerse exitoso, cuando en realidad es un fracasado.

Este concierto de agudezas, que une un párrafo a otro con una intensidad portentosa, aparentemente se diluye en la nada y la complejidad. El rechazo que genera lo vuelve suspicaz, incluso con su psiquis. Como es obvio, la inadaptación lo conduce al resentimiento. Lo peculiar de su caso, y que casi lo trastorna, radica en que no es un mediocre. Sus quejas tienen sentido, tal vez demasiado. Y concluye que la única prueba de sagacidad, que puede ostentar un hombre pobre, es la escritura (aunque para él fue un capricho en un comienzo).

Desde el instante en que toma el lápiz y el papel, se interna en un agobiante vía crucis por los vericuetos de su personalidad: la repulsa del resto le desconcierta y trata de hallar una explicación a su conducta y mentalidad, si bien a Bandini/Fante le parecen de lo más normales. Su hipotético psicoanálisis se torna brutal, ya que la cura lo tiene sin cuidado: estamos ante un héroe que quiere reducir a cero la distancia entre la vida y la palabra escrita, y no encuentra mejor manera de hacerlo que a través de la comedia. Así, no es raro que se abstraiga del tiempo y el espacio, estampando en su mente cada imagen que ve, cada gesto…

La pasión y los sentimientos lo rebalsan constantemente, y así lo refleja en su testimonio. A algunos lectores confunde tanta precisión y no ven la profundidad de su prosa: acostumbrados a la retórica y los eufemismos, en su ausencia quedan ciegos. Pero no John Fante, quien, contra viento y marea, continúa martillando en el yunque de su genio incomprendido.

Es difícil, si no imposible, explicar con otras palabras que no sean las suyas, la vitalidad y clarividencia de su narrativa. Más que leerla, es necesario vivirla, hasta compartir momentáneamente su demencia es provechoso. «¡Cómo alguien se equivoca así con el mundo!», es nuestra primera reacción. Para luego decir: «Si lo comprende todo tan bien, ¿por qué sus conclusiones sobre la experiencia humana son tan tristes?». Sin embargo, Fante nunca detiene la fábula, desconfía de las moralejas, y por eso prefiere los finales abiertos.

Vi el anillo de bodas de mi madre en el botiquín, donde solía dejarlo para lavarse las manos. Lo sostuve en la palma y lo miré con asombro. ¡Y pensar que aquel anillo, aquel sencillo trozo de metal, había refrendado el vínculo connubial que había acabado produciéndome! Era increíble. Qué poco sabía mi padre, cuando compró aquel anillo, que simbolizaría la unión entre el hombre y la mujer de los que saldría uno de los hombres más grandes del mundo. ¡Qué extraño era estar en ese cuarto de baño y darse cuenta de estas cosas! Qué poca conciencia de su importancia en aquel trozo de ridículo metal. Y no obstante, algún día llegaría a ser un objeto de coleccionista de valor incalculable. Ya veía el museo, los visitantes agrupados alrededor de las reliquias de Bandini, los gritos del subastador, y finalmente a un Morgan o a un Rockefeller del futuro pujando hasta doce millones de dólares por el anillo, sólo porque lo había llevado la madre de Arturo Bandini, el mayor escritor que había conocido el mundo.

Este párrafo, perteneciente a la novela Camino de Los Ángeles, quizás ejemplifica la enormidad de su drama: Bandini está convencido de sus palabras, y las dice no para persuadir al resto, sino llevado por su consideración hacia los inferiores, a quien hay que enseñarles (pobres ignorantes) la dignidad de su naturaleza artística. El libro es abismante, se merece decir algo más sobre él.

El estilo de Fante es convincente y con tal recurso crea la burbuja de un universo aparte, en el cual su protagonista siempre tiene la razón y los lectores están impedidos de calificarle de loco, pues su raciocinio es riguroso hasta en la última coma… Pero hagamos aquí una pausa para anotar algunos datos biográficos relevantes.

Muy joven Fante abandonó su pueblo natal para dirigirse a Wilmington, en Los Ángeles, y allí padeció la Gran Depresión de 1929, trabajando de obrero, mesero y estibador, mientras —con una máquina prestada— escribía como un poseso en el sótano del diario Long Beach Press Telegram. Su primer cuento publicado se titula «El monaguillo», y apareció en 1932 en la revista American Mercury. Seis años después editó su primera novela, Espera a la primavera, Bandini, con la que experimentó el único éxito literario de su vida: fue elegida el mejor libro del año en Los Ángeles y algunos críticos le compararon con William Saroyan.

La mala fortuna congénita lo alcanzó en su segundo libro, Pregúntale al polvo, que al año siguiente pasó inadvertido. En esa época su editorial, Stackpole & Sons, recibió la demanda de Hitler por imprimir sin autorización su libro Mi lucha. Todo el dinero de la empresa se destinó a la defensa y al final se declaró en quiebra. De la novela de Fante apenas se vendieron tres mil ejemplares, perjudicada por la falta de difusión. Después vino un largo silencio del escritor, quien —tras casarse con Joyce— fue suplantado por el guionista John Fante.

En Hollywood se ganó la vida y pudo mantener una familia, aunque maldiciendo su suerte por el naufragio de su literatura. Sin embargo, lo peor estaba por venir: en 1955 se le diagnosticó diabetes, enfermedad que hacia el final de su vida lo dejó ciego y le obligó a amputarse ambas piernas. En 1977, postrado en cama, le dictó a su mujer su última novela Sueños de Bunker Hill. Sus libros se habían espaciado en el tiempo, pero, aún así, antes de fallecer el 8 de mayo de 1984, tuvo la idea de escribir su autobiografía con el título de El Infierno de Fante.

No pudo hacerlo, quedándose en el anuncio: dijo que el tema sería el trágico exceso de azúcar en su sangre, y en particular hablaría de su «dulce, muy dulce muerte». Tuvo fuerzas, no obstante, para escribir su epitafio: «Fue un viejo señor de los Abruzos, tan ciego que no podía verse ni los pies».

En cuanto a sus novelas, si se trata de preferencias vale la pena mencionar a La hermandad de la uva, Al oeste de Roma y, desde luego, la ya citada Camino de Los Ángeles. Esta última fue su primera creación y permaneció inédita hasta después de su fallecimiento. Debe de ser la narración más disparatada del siglo pasado, superando incluso a Viaje al final de la noche, de Louis Ferdinand Céline. Allí, Bandini no tiene limitaciones en su enfrentamiento al mundo y parece al borde del manicomio, por la lucidez de su descontento. Como su aislamiento es absoluto —pese a vivir con su madre y hermana—, convierte en personajes hasta las cajas de fósforos, para hablarles de sus pasiones fugitivas, del genio oculto en él, o de sus planes para avergonzar al mundo entero. Nada mal para un escritor ignorado, ¿eh?