«La Oscura Vida Radiante», de Manuel Rojas

Por Iván Quezada

Alguna gente cree que La Oscura Vida Radiante es una novela con mala fortuna. Sin duda le significó un enorme esfuerzo de memoria a Manuel Rojas y en los momentos más difíciles de su vida, cuando estaba perdiendo la batalla contra el cáncer (y sin saberlo).

Luego, el libro salió en Argentina en 1971, durante la peor encrucijada del país —la sedición se preparaba para el golpe de Estado de 1973—, y una vez consumados los hechos, la obra fue censurada y requisada por su contenido político. Cuanto más circularon algunos ejemplares, que se perdían en la angosta faja y además dejaban perplejos a sus lectores.

El veredicto casi unánime decía que Hijo de Ladrón —la primera parte de la saga de Aniceto Hevia— era insuperable y, por tanto, el despliegue de La Oscura Vida… (a la sazón la cuarta entrega) podía ser encomiable pero jamás superior. El prejuicio se potenciaba con la ausencia del libro y los cambios vertiginosos gatillados por la dictadura, que reemplazaron la sociedad previa a Pinochet por un modelo individualista hasta el nihilismo, con lo cual la reflexión de Rojas sobre la solidaridad y el coraje fue relegada al museo de las buenas intenciones. Incluso la bondad se convirtió en un producto.

El conservadurismo estético, a su vez, expresó su desagrado por el monólogo de la novela que, si bien era consustancial a la tetralogía, en ella alcanzaba sus últimas consecuencias. Es decir, el autor se olvidaba del punto aparte en no pocas páginas y también se ahorró las explicaciones al confundir a la primera persona con el observador omnisciente. Los ensayos formales fueron calificados de errores técnicos y con tal juicio se cerró la discusión. Todo el aspecto del compromiso de Aniceto Hevia con la cultura y las luchas sociales chilenas fue descartado como parte de la falla instrumental del relato. Se le negó al libro el derecho de reescribir la historia del país, tolerando a Aniceto como un prototipo de la picaresca triste; un monigote más de la idiosincrasia nacional, como «el roto aguerrido».

Con esto quedó demostrado lo mal que se había leído Hijo de Ladrón, o lo interesada de su interpretación postmoderna. Las ideologías, como cultor de la literatura, suelen dejarme frío. Prefiero la ilusión de creer que los personajes pueden ser personas, o que lo narrado en un libro está sucediendo ante mis ojos (a veces la ingenuidad es más profunda que el escepticismo). Al identificarme con Aniceto Hevia, no solamente le devolvía la cortesía a Rojas por regalarnos tan maravillosa criatura, sino que aceptaba avanzar por la brecha conducente a esa «oscura vida radiante». Desde el título, la contradicción se elevaba como la emoción clave de la historia. Es una imagen universal, pero que aplicada a la chilenidad proporciona intensos y reveladores lapsus en la conciencia.

Partiendo por la franqueza de Rojas. Quizás intuyó que nunca podría escribir su autobiografía y por eso se arriesgó a contar su existencia con las limitaciones de la novelística. Aunque esto ya se le había «concedido» —a regañadientes, por cierto—, con la cuarta entrega rompía el frágil itinerario que había trazado en Hijo de Ladrón, Sombras Contra el Muro y Mejor que el Vino. En lugar de narrar las decepciones y pérdidas de la edad avanzada, se «devolvió» a la lucha por la sobrevivencia de su juventud y a su entusiasmo por la literatura como una herramienta para aclarar sus confusiones íntimas, conseguir una posición respetable y contribuir a la justicia social. Nada menos. Semejante vehemencia no se condecía con los convencionalismos, como si el ser un «viejo-joven» fuera un fenómeno antinatural.

Pero los lectores del futuro tomamos nota inmediatamente. Rojas no sólo giró en ciento ochenta grados la novela de su vida; más aún, por su cronología volvió a escribir Hijo de Ladrón, descubriéndole un nuevo destino a su protagonista. De hecho, el autor dejó por escrito su disconformidad con la primera novela de la serie, de la cual únicamente rescataba el capítulo «La Herida» («imagínate que tienes una herida en alguna parte de tu cuerpo»). En sus notas se preguntó cómo sería una novela escrita enteramente bajo esa clave y, como no era un hombre que se desgañitara en teorías sobre su escritura, simplemente procedió a intentarlo cuando se creyó capacitado para hacerlo.

Otro escritor más complaciente consigo mismo —o «aburguesado», como se decía en otro tiempo— habría dado vuelta la página de su memoria y concentrado su energía en elevarse como un referente de su generación, un viejo sabio o vaca sagrada que, por hidalguía, contase al mundo sus altibajos existenciales ante el reconocimiento de su obra. De ese modo habría negado quizás el mayor descubrimiento de su labor: su autenticidad como persona y artista se condensaba en los breves renglones de aquel capítulo de «La Herida» y, si el desafío era la honestidad, su obligación era volver a escribir la novela desde ese punto.

En su segunda tratativa fue más explícito en los indicios de su existencia, aunque asimismo extremando la especulación en su prosa. Gracias a ello podemos ver desde dentro la crisis del año 30; el hambre padecida por los ex mineros del salitre abandonados a su suerte en la zona central y más al sur; el auge de la revista Claridad y la posterior destrucción de su imprenta; el humor y la alegría de Aniceto al reconocerse humano a través de la amistad con José Santos González Vera; la brillantez de la generación literaria del ’25 (como sugiere Rojas, la vanguardia de la literatura mundial venida desde un pequeño país olvidado de la mano de Dios).

Pero lo que más me conmovió fue la esperanza de ver surgir una nueva sociedad que permitiese la justicia por una vez, antes de que el planeta desaparezca tragado por el misterio cósmico. Son palabras mayores, en que la decepción cala más hondo que las ideas y los sentimientos. La renuncia al heroísmo de Aniceto es la consecuencia fatal de esa «herida», que cruza al universo como un cometa. Su sino, entonces, será continuar escribiendo la novela de su vida incluso más allá de la muerte.

La Oscura Vida Radiante
Manuel Rojas
Zig-Zag, 416 páginas
1996