Caballo Troyo y otros antojos

Por Sergio Astorga

Caballo Troyo

Nací de yegua recelosa y no adivino a dónde voy. Enajenado de los agros, al hundir la herradura, un respiro de animal ajeno me subió por las orejas.

De mis anchas ancas mi voluntad al trote. La cólera huye en el afán exhalado del jinete. Bronca cara de mis piernas ágiles, no hay piedad ni espanto cuando se cimbra la tierra domada desde Creta.

Alguien me llama, rastrea la cola de triunfos y al cincho las hijas de pastores trenzan al tiempo con hilo de cáñamo.

Alguien aborta el polvo en mi espinazo y todo el coro ensaya la historia que me falta.

Alguien se arriesga entre los flancos y de las torres los alaridos inacabables hacen temblar el freno de mi hocico.

Desolado entre la unánime guerra, los náufragos pisan tierra para darme azúcar que allane el deshonor.

Al sobresalto galopo intruso por llanura. El sacrificio del centauro cabrita al sol y un azote viento reclama con sus fauces.

Bajo los siete días celestiales, la memoria épica que monto, me deja un gemelo de madera que incendia los muros de derrota.

Nací Troyo, y un animal ajeno a mi grupa se ha montado.

Así fue que me contaron

Como virtud de aire, así llego. Como ungüento vivo. Como la neblina. Como prodigio. Así se llenó el vuelo de signos.

Así, en el corazón del árbol, cuando la tierra estaba hundida en agua y sólo en los bejucos se encontraban las hormigas.

Allí hicieron sus nidos y comenzaron a pensar para que variadas razones invocaran de nuevo el nombre justo de las cosas.

Luego probaron varias lenguas como ecos, pero era mucha la confusión y comenzaron de nuevo a probar sonidos que alimentaran el sentido en los oídos.

Trece veces sobrevoló el búho la piedra y encontró la semilla y comenzó todo, nadie sabe cuándo, pero la palabra creció desde ese entonces.

Así creció, como mazorca amarilla y mazorca blanca, la letra que concibió las cosas como suyas. Como se sopla en el espejo, así se fue extendiendo su mirada y tuvieron nombre el cielo y la tierra, y el humo del copal esparció la noticia.

Cuando veas un árbol caído, busca sus raíces y raspa con la pluma para que salga la resina asexuada, para que la untes en tus manos y seas digno pasante de lo que está cerca y de lo que está lejos y puedas contar el tiempo al compás de sus voces y andes siempre con el cuerpo erguido.

Así fue que me contaron.

Amor bovino

Si alguien dice amor lo dice porque ya no pude cifrar sus asombros en otra palabra, donde la contradicción ha sustituido el contacto y las interrogaciones ya no son respondidas por los dedos.

Siempre detrás, oliendo el nombre anónimo, el mismo desde que se anegó el deseo.

Es un gueto de usura, como si la mínima alusión a la ternura fuera un rito clausurado por el vigor, por la potencia vulgar, por la asesina cicatriz del macho.

Pastueña, risueña, con esos ojos domésticos, con las ancas anchas y la ubre dispuesta. Y esa pesuña fina, y el lomo colorado gracias a la herencia del látigo y la espera. Como bulto que echa andar, enciendes aquella flama que dicen dar abrigo. Tu cencerro anuncia tu desgracia y dejas ver tu costado abierto. Obediente, arrebañada, quieta en tu estirpe, ya sólo muge aquel canto independiente entre olivares olvidado.

Preñada toda, nodriza ya de agria leche. Áspera de cara, tu séquito mana en la llanura.

¿Será este el amor que nos contaron? ¿No hay cólera en el macho, al ver tanta miseria de bravura?

En el amor bovino hay cuerpos abiertos en canal, vísceras blancas y bendiciones que suplican continuar la buena vida de la prole.

Caballito que no es de mar

Puede venir de lejos, siguiendo las veredas de algas, confundido por verdes imaginarios alfalfares y esa cadencia indómita de centenares de crines al viento.

Huellas herradas que comenzaron en tropel hasta que el viento se encorvó por el desfiladero, le dan ese porte noble y altivo, como vaticinio de ecuestres bronces en las plazas.

Su estampa esta en la cisura de un tiempo tatuado en piedra dentro de una cueva.

Fue migrante bronco cuando en manada conseguía extender su anca sin miedo a las veleidades de la guerra.

De sus belfos salió el aliento de algunos héroes que fueron cantados por aedos y cronistas.

Y de sus orejas, los clamores y empellones de los hombres hacen cerilla oscura, pestilente y cólera de espanto.

Sus pezuñas, como rodillas duras, han juntado el alma del centauro con la noche: sentimental memoria nunca relatada.

Robusto su cuello hermético, se venera su galope: latido que parece que es de mar toda llanura.

En vano, algún sueño de cabeza equina recorre los montes y se adivina la fugacidad del juego.

– ¿Juanita, de dónde viene ese trote?

– De la pradera verde.

– Juanita, que parece de mar esa cadencia.

– Debía, pero no es. Es el cuatralbo.

– Ya lo decía Juanita, es zaino mi delirio.

Hay un esfuerzo piadoso que sujeta las riendas de la fiebre y una fatiga que revive la cuadriga que cruzó la frontera y parió a éste caballito que no es de mar, de pura suerte.

Sergio Astorga ( Los Álamos, Estados Unidos)

Por debilidad más que por Antojo; por petición más que convicción y como ánima que lleva el tiempo, escribo estas notas biográficas con la nostalgia de mejores vivencias. Soy de México, de su ciudad, y gracias al tezontle -como primera piedra- el rojo comenzó a retumbar entre mis ojos y el cascabel se escucha por los cuatro puntos cardinales. Como tantos otros, tuve que dejar mis lecturas para entrar a la UNAM para cursar la Licenciatura en Comunicación Gráfica en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Antigua Academia de San Carlos). Tuve el descaro de impartir el taller de Dibujo durante doce años en la UNAM. A la línea le faltaba la palabra y entré a la Facultad de Filosofía y Letras y por un descalabro gramatical, no sé conjugar el verbo someter, soy independiente, es decir hombre libre, si la arrogancia no me cobra la factura. Vivo de la pintura y de lo que sea su voluntad. Desde el año de 2004 radico en la medieval ciudad de Oporto, en Portugal y escribo estas líneas en la que será mi casa durante un año en Los Álamos, New México en los Estados Unidos, buscando en el desierto, tal vez, las verdaderas humedades.

ANTOJOS.