Por Iván Quezada

«Este mundo tiene al menos la verdad del hombre y es misión nuestra dotarle de razones contra el propio destino.»

Albert Camus.

Hoy, 25 de abril de 20…, la cuadrilla de demolición ha retirado la última piedra de lo que fue el Congreso Nacional. La institución volvió a su cauce natural y nuevamente funciona en su sobria residencia de Santiago. Es un día de fiesta para el país, pero en Valparaíso la festividad se ha asumido con recogimiento. Fueron demasiados los años a la deriva como para borrarlos con una celebración. Aún así, en todo ese tiempo la belleza nunca desapareció de la ciudad. Sobrevivió a duras penas, oculta en oscuros rincones, tras fachadas a punto de desplomarse, en la pasión reprimida por dolorosos lamentos. Pero he aquí que vuelve a aflorar con su rostro adolescente y su espíritu antiguo como el océano. La época que termina, con su normalidad sin significado, no pudo suprimirla por la fuerza y por una razón elemental: la autoridad jamás ha tenido dominio sobre la belleza. Ni lo tendrá nunca.

Dejemos atrás el vacío. En la sabia escritura china el concepto de sinceridad se representa integrando dos signos: hombre y palabra. Ya es tiempo de convertirnos en hombres que sostienen su palabra. Valparaíso, al menos, es un manantial de palabras. Al ir al encuentro de sus habitantes, hasta la luz del sol parece desear hablar. Sus rayos atraviesan el parabrisas del auto en que recorremos las calles, tiñendo la cabina de un suave color amarillo, como el de los duraznos antes de madurar. La gente continúa con su vida apaciblemente, pero, al mismo tiempo, el cambio se dibuja en sus rostros: está perpleja, no sabe a qué atribuir todo lo que sucede. Nadie podría explicarlo en verdad. Cuando un momento atrás nos sentimos tocados por el sol creímos vislumbrar el devenir inconsciente de la Historia y no nos resistimos. ¿Para qué? No se trata de que antes no éramos felices y ahora sí. Es más sencillo que eso. El sentido de cuanto ocurre está a la vista… Pero no intentemos definirlo. Simplemente disfrutemos de las palabras, de sus insólitos sonidos, de su delicada textura, de sus colores más intensos que el blanco de los polos o el negro del éter.

¡Qué gran triunfo sobre la geometría son los callejones de Valparaíso! Hasta en los peores tiempos perderse por sus intersticios era una aventura desmesurada. En esta ciudad las leyes de la lógica sólo son una máscara que no alcanza a ocultar algo más profundo: el asombro de vivir en un mundo desconocido. Por nuestra parte preferimos el Camino Cintura. Es quizás el sector más modesto, pero la vida ordinaria que albergan los innumerables cerros que cruzan esa senda es tan pacífica y humana, que da la sensación de un hogar. En todo Valparaíso se respira una cultura popular sin estridencias. En el pasado se la estigmatizó como ignorante. La lucha contra la pobreza se convirtió en una lucha contra los pobres: se les calificó de delincuentes, fueron el blanco de todas las campañas de «seguridad ciudadana». Uno sola forma de vida valía la pena: la que compraba el dinero. Realmente, tuvieron mucha paciencia.

Ahora se ha puesto a llover. El pavimento se vuelve resbaladizo y los techos de zinc adquieren un aspecto lustroso. Las casas están herméticamente cerradas y a través de sus ventanas se atisban los lentos movimientos de sus moradores. Un fuerte torrente de agua se desliza por las laderas, arrastrando árboles, tierra, autos abandonados, y termina anegando el plan de la ciudad. Ese sonido que oímos, ¿son tambores? ¿Y aquel aullido? El silencio tiene voz propia. Escuchémoslo.

El Presente…

Llegué a Valparaíso temprano, bajo un cielo tan claro como un recuerdo que se resiste a abandonar la memoria. Las nubes estaban al alcance de la mano, pero el sol no. Me cubría un velo de somnolencia como si hubiese viajado durante toda la noche. No era así, apenas me había tomado un par de horas arribar desde Santiago a una ciudad que en absoluto me era extraña. Y allí estaba, era día de desfile, como ocurre cada año cuando se conmemora el natalicio de Bernardo O’Higgins. Desde Avenida Argentina, en el origen de la ciudad —que viene a ser como un mirador desde el cual los ojos escudriñan en vano el fondo de avenida Pedro Montt—, pude ver las largas hileras de colegiales en uniforme de gala esperando su turno de avanzar hacia ningún lugar.

Cuando las bandas comenzaron la ejecución de las marchas y los rígidos acordes repercutieron sobre los muros grises de los edificios adyacentes, me puse en movimiento. A veces pienso que el azul es el color que afirma a todos los colores y en Valparaíso hay mucho azul. El viento es azul, el átomo del aire es azul. Anhelamos la paz del azul y, sin embargo, cuando por fin la conseguimos la queremos lejos de nosotros. En Valparaíso la gente soporta con estoicismo el dilema. La pequeña multitud apostada en los márgenes del desfile así lo revelaba. Un rumor constante como de lluvia la envolvía. Algunas muchachas, cansadas de permanecer tanto rato de pie, cada cierto tiempo rompían las filas para sentarse en las veredas o en unos duros bancos de concreto con forma de corchetes. Nadie las castigaba con una mirada severa. El desfile palidecía, pero no importaba.

Y de pronto el cielo se tornó fluorescente y todo terminó.

Al cabo de unas horas me encontraba en la plaza Victoria, observando hacia la aledaña avenida Pedro Montt, cuando vi aproximarse a un joven vagabundo de rostro ceñudo, que a unos pasos de mí se detuvo absorto en una dolorosa reflexión. Me alejé preso de un impulso. En las calles de la ciudad se percibía un silencio remoto como una ola que jamás se rompe sobre una playa. Hay algo conmovedor en las facciones mestizas de su gente, en las ínfimas necesidades que consumen sus vidas: es la pobreza. En cada uno de ellos se adivina el miedo a desaparecer como el eslabón que desde siempre ha unido a una generación con otra. Proseguí mi caminata. Un débil resplandor en una vitrina me distrajo de mis pensamientos, dejándome con el corazón vacío.

Alarmado, examiné minuciosamente los derruidos edificios de alrededor hasta que recuperé la serenidad. Lo que vi me causó la sensación de una ciudad bombardeada. El desplome era general: casas abandonadas, sitios eriazos por doquier, muros descascarados. Era como si sus habitantes hubiesen decidido aislarse en un mundo interior, abandonando a su suerte las construcciones heredadas de sus antepasados. Nuestro pueblo es insondable. En ese momento tuve la convicción de que la ruindad que me rodeaba no se debía únicamente a factores económicos y políticos. El péndulo retornó a su punto inicial y nuevamente me sentí desconcertado. Nada es estable salvo el tiempo. Pero, ¿quién era ese sujeto vestido con harapos que con tanta insistencia se aferraba a mi mente?…

La noche me sorprendió arriba de un destartalado micro, dando vueltas por el plan de Valparaíso sin tener idea de qué más hacer. Acababa de dar un largo paseo por el Camino Cintura —ese sinuoso cinturón de cuero que cruza los cerros más humildes de la ciudad— y su dulce recuerdo me envolvía como un caramelo de frutas. ¡Cuánta vida adormecida palplé en sus interminbles columnas de casas! Pero ahora había llegado el turno de la oscuridad y de su desafiante erotismo. Grupos de jóvenes colmaban la plaza Victoria y las primeras cuadras de avenida Pedro Montt, atenazados por un vibrante deseo que no temía a la brisa helada que bajaba desde las lomas colindantes. En eso pensaba cuando, tras doblar el micro junto a la catedral (veníamos por Pedro Montt), volví a verlo. ¡Era el mismo vagabundo y otra vez estaba hundido en una cavilación! Pero en esta ocasión no aparté la vista. Lo vi recuperar poco a poco la normalidad y echarse a andar como si nada. Media hora más tarde iba en un taxi colectivo rumbo a Viña del Mar, con el alma atenta al rumor de las olas y a los infinitos reflejos de la luna sobre el océano.

Si alguna vez tuve dudas en ese instante se disiparon por completo: la ciudad donde uno nace es el lugar más hermoso del mundo. Siempre.