Poli Délano y sus recuerdos de Nueva York

Por Pedro Pablo Guerrero

La publicación del primer volumen de memorias del narrador chileno coincide con la exposición de fotografías tomadas por su madre, Lola Falcón, que se inauguró en el MAC.

En 1972 coincidieron Poli Délano y Gabriel García Márquez en la casa de Pablo Neruda en París. El autor colombiano, de 45 años, contó que empezaría a redactar sus memorias. «Pero tú eres muy joven, Gabo», le dijo Neruda. «Por eso -replicó él-, porque la mayor parte de los escritores las escriben cuando ya no se acuerdan de nada».

Poli Délano (Madrid, 1936) no olvidó estas palabras cuando por fin se decidió a escribir las suyas, a instancias de amigos como Edgardo Manríquez y Hugo Galleguillos, ex director de Bruguera en Chile.

Tal como indica el título, Memorias neoyorquinas se enfoca sobre todo en los recuerdos de la adolescencia que el autor pasó junto a sus padres -Luis Enrique Délano y Lola Falcón- en diferentes barrios de la metrópoli estadounidense.

«No quería hacer un libro de mil páginas, pesado como un ladrillote. Tampoco quería mucho escribir memorias, porque me gusta más escribir novelas y cuentos, pero ya que me metí en esto, empecé por lo básico: qué me llevó a ser escritor. Llego hasta la publicación de mi primer libro y mi inserción en el mundo literario chileno».

Pandillas de Nueva York

Las vivencias infantiles de Poli Délano muestran un medio violento, territorial, con matones de barrio y pedófilos al acecho, pero también aventuras que hoy parecen inconcebibles. Por esos años era un panorama habitual bañarse en el río Hudson durante el verano y cabalgar témpanos de hielo en invierno.

«Son las memorias de un novelista, no las de un filósofo», reconoce el escritor, para quien sus primeros héroes no fueron personajes literarios, sino actores: hombres de acción, como James Cagney, John Garfield, el vaquero Roy Rogers y Humphrey Bogart, de quien pudo ser pariente…

-La relación con sus padres no parece conflictiva ni autoritaria.

-Los dos fueron muy cercanos. En el fondo, en el libro hay un agradecimiento. Yo era hijo único y sin embargo me crié con una gran libertad, sin la aprensión que suelen tener los padres de hijos únicos.

-¿Cómo era el carácter de su madre?

-Era poderosa, una mujer de carácter firme, de una voluntad certera, y a la vez una persona muy tierna. Con la gente que ella quería era cordial, amorosa. Pero era dura. Imagínate ese viaje que cuento al volcán Paricutín en México. El volcán acababa de nacer, enterró un pueblo entero, y mi mamá dijo que no se podía ir sin ver eso. Tomó unas fotos preciosas, que desgraciadamente no encontré entre las más de 4 mil que revisé para la exposición.

-¿Ella fue la más vivaz de las tres hermanas Falcón?

-Salió más internacional. Todas se casaron con escritores. La menor con Diego Muñoz. La mayor con Tomás Lago y después con el poeta argentino Raúl González Tuñón. Mi madre se casó con Luis Enrique Délano y le tocó eso. Al año de matrimonio, él ganó una beca y se fueron a España por tres años. Mi padre, que era periodista y escritor, debió aprender el trabajo diplomático en el Consulado de Chile. El 40 fue nombrado cónsul en México.

-Al volver a Chile le llaman la atención los escritores que rodeaban a Rubén Azócar: los define como «bebedores contundentes».

-Me provocó curiosidad saber por qué eran así. No entendía este mundo y de pronto conocí a Francisco Coloane, Ernesto Eslava, Tomás Lago. Los vi pobres, muchas veces cesantes. Rubén Azócar tenía vino en la casa, porque él trabajaba. Fue un profesor extraordinario. Me preparó para los exámenes, porque yo no sabía gramática española ni historia de Chile.

-¿Es muy distinto ese ambiente de escritores al de hoy?

-Muy distinto. Porque en la evolución o involución que ha tenido la sociedad chilena, o la sociedad humana, se acabó la tertulia. En la casa de Rubén Azócar todas las tardes había tertulia. Siempre había gente, tomando vino tinto o pipeño, comiendo charqui y cebollas en escabeche. Eso en la juventud literaria de mi generación también existía. A mi casa llegaban cuando querían, sin llamar por teléfono, Rolando Cárdenas, Armando Cassígoli. Se iban derecho al refrigerador. Era un tipo de intimidad, de confianza, que no se estila ahora. Me llamaba Cassígoli un domingo en la mañana y me decía: compremos unas empanadas y nos vamos a ver a Jorge Teillier. Ahí podían estar Lafourcade o Lihn y nos pasábamos horas tertuliando.

-Comparadas con las de otros escritores, en sus memorias no hay infidencias ni se habla mal de otros autores.

-No me gusta hablar mal de nadie, ni por escrito ni oralmente. Tiene que ser ya muy perverso alguien para que yo hable mal de él. Me gustan las memorias copuchentas, pero ésas son más bien de gente del ámbito social o político. A lo mejor de repente me van a salir cosas, pero aquí todavía era muy chico.

En: Revista de Libros de El Mercurio.

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