Joaquín Edwards Bello revisited

Por Iván Quezada

Valparaíso fue el sitio predilecto de Joaquín Edwards Bello. Allí nació y, además, en sus crónicas solía compararlo con las otras ciudades que conoció por el mundo. A veces era algo implícito, como una atmósfera. Son deliciosas las leyendas portuarias que anotó en su bitácora.

A menudo trató de personajes reales: Carlos León, por ejemplo, un escritor trasplantado; o Augusto D’Halmar, ese dandy nostálgico. Realmente el esnobismo de Valparaíso es ingenuo. Dan ganas de volver a ese mundo… ¿quizás inventado? No lo sé, pero es sencillo, carece de aires de grandeza.

De la conjunción de El Almendral y los cerros, Edwars Bello sacó su mirada práctica, que en sus escritos proyectaba sobre los temas más dispares, algunos insólitos. El lector de Valparaíso es así, curioso, simple y popular. Era a quien buscaba Edwards Bello, consciente de que en Chile se lee más prensa que literatura. A él no le parecía escandaloso, al contrario, le significaba un reto creativo. Uno podría preguntarse: si se habla tanto de la identidad, ¿por qué no aceptar las cosas como son?

Desde luego, él desafiaba el complejo de inferioridad subyacente en este asunto. El periodismo era su arma, el cual le permitía buscar una metáfora en pocas palabras, sintética, sin estridencias. Un valor literario en sí mismo. Sus descripciones están colmadas de juegos, de palabras con sabor propio, como las cancioncillas que tanto le gustaban.

Vale la pena sumergirse en el Archivo de Joaquín, en la Biblioteca Nacional, para participar de su rapidez mental, que por supuesto también se refleja en sus novelas y crónicas, aunque… ¿realmente importa separar ambos géneros, otorgándole primacía a uno sobre el otro? Se pierde tiempo y lucidez en ese esfuerzo. Las categorías están bien para las explicaciones, pero Edwards Bello sabía que éstas son excusas en la escritura, y prefería ir al grano.

Valparaíso mismo es un lugar con tantos detalles, que más vale ser directo. Quién más chileno que Edwards Bello, el “hijo reprendedor” en palabras de Gabriela Mistral. Su escuela no tiene una declaración de principios ni manifiestos, surge del vaivén cotidiano. En él, la intuición se sirve de la experiencia, de los problemas de la sociedad, del descontento. Su curiosidad nada desprecia, en su Archivo todas las cosas del mundo poseen un espacio. Vaya mentalidad inusual, abierta y, sin embargo, a Edwards Bello le acarreó la intolerancia de sus contemporáneos. No de los escritores (que lo admiraron), ni de los lectores (que le fueron fieles), sino de otra influencia menos concreta: la habladuría. Pero no le importó. Como escribió Manuel Rojas en una crónica: “Al que le duelan estos latigazos, que aguante o conteste”. No tenía caso pedir permiso. La dignidad del escritor estaba intacta.

Sería un error creer que lo suyo surgía únicamente de su nostalgia del pasado. No renegaba de este sentimiento, podía incluso ensalzarlo, pero luego venía otra crónica y el enfoque era completamente distinto. Le interesaba también la indiferencia, cuando la atacaba. Todo era acción, que podía ser descarnada como en la novela El Roto, o bien romántica como sucede en Criollos en París. Sencillamente no se detenía nunca al escribir. Esta obsesión se la tomaba con humor, rabiaba contra las erratas y después se reía de ellas. Eran su diversión. Y en paralelo, incansablemente, recomponía su novela Valparaíso. De las varias versiones que publicó, el título que despierta más reminiscencias es En el Viejo Almendral. Es su vida contada con detalle, pero dejando un amplio margen a la ficción. El final es particularmente emocionante, ya que revela su anhelo de un retiro pacífico de aquel mundo “ancho y oscuro” que salió a buscar fuera de Valparaíso, impulsado por una lacónica pasión, cuya consecuencia inevitable fue el regreso a su origen provinciano.

Por un momento imaginemos que Santiago no es Chile, ahora lo es Valparaíso. Dividido entre los pobres y los turistas, los intereses políticos y mercantiles que representa son menores. Por sus calles vemos la memoria y la identidad al alcance de la mano de un resucitado Edwards Bello y de sus nuevos lectores. Por arte de magia, los límites de la urbe se difuminan en todas direcciones, traspasando el marco del país para reencontrarse con su destino latinoamericano. Es una épica en sordina, que asume sin complejos el mestizaje. La ciudad ya no es un museo, se ha convertido en el cuerpo de un autor sincero, y por lo mismo contradictorio, quien dejó su impronta en la literatura chilena al crear una ciudad abierta a la recreación que cualquiera desee hacer de ella. No se puede pedir más libertad a las letras, ni un símbolo más generoso que el Valparaíso de Joaquín Edwards Bello.