Por Iván Quezada E.
Busqué el amor en esa ciudad, inútilmente, con una mujer que se sentía vieja a la edad de treinta y dos años. Ella estaba en algún lugar de mi mente y luego desapareció. Con Juan Pablo hablamos de política, de libros, de música, sin darle crédito al largo tiempo desde la última vez que cruzamos palabras. ¿Qué sentido tenía todo eso?… A la mañana siguiente desperté vestido, incluso con zapatos, hundido en mis propios ojos.
Mi idea, al comenzar el viaje a la Patagonia, era llegar hasta Chile Chico. Era un deseo de infancia, o al menos así lo creía: la memoria también es un sueño. Pensaba que si no me gustaba el Chile grande, tal vez encontraría en el pequeño lo que me faltaba.
El mapa de mi periplo era aún más enrevesado que los dibujos de los atlas. Partiría desde Viña del Mar, con un itinerario que incluía algunas paradas para visitar a los amigos sureños. El cielo estaba mudo aquella mañana de verano en que salí de casa, pero el chofer del taxi colectivo quería conversar sus planes de irse al diablo: su mujer y sus hijos, le impedían marcharse del país, como tanto anhelaba; si de él dependiera, habría tomado conmigo el bus a los territorios australes. Su gesto fue agrio cuando me bajé del vehículo. Otra vez había hablado más de la cuenta.
El sabor de la aventura llegaba con las palabras fugaces de los pasajeros en el terminal. Si alguien me preguntaba, decía: «voy a Chiloé». Nadie me perdonaría el romanticismo, pero no me importaba. La ciudad se desdibujaba al avanzar el bus, mientras el paisaje campestre tomaba forma como la imagen de un rompecabezas. La soledad era una ilusión óptica, como un espejismo, y el silencio apenas era interrumpido por el monótono ronroneo del motor.
En uno de los asientos iba un hombre borracho. Tendría sesenta años o quizás más; vestía como cualquiera, una camisa desteñida y unos pantalones oscuros, muy arrugados. Claramente era un campesino. Tras un momento lo vi sentarse a mi lado. Quería distraerse de su embriaguez y como me mantuve indiferente, la emprendió contra el auxiliar. Se negaba a pagar el viaje, con un argumento absurdo: dijo que su dinero valía lo mismo que el de los demás. Para colmo, pasado un rato sacó de un bolsillo el pasaje que había comprado antes de subirse. ¿Hasta dónde me acompañaría la agresividad urbana? Miré por la ventanilla los galpones fruteros que anteceden a Talca.
—¡Ten cuidado! —dije, o creí decir. Tenía la lengua traposa por el alcohol. Dudé que la mujer al volante me entendiera. Y luego vino el choque.
El auto se estrelló contra una vereda alta, a medio camino entre Talcahuano y Concepción. Cerca había una enorme industria que no logré identificar. La hostilidad de la noche fue absoluta. Como era el único hombre del grupo —compuesto de dos mujeres aparte de mí—, tenía que hacerme cargo del neumático pinchado; pero no tenía fuerzas, ni equilibrio. Aunque mi nebulosa era algo más benigna que la de ellas. Veníamos de una fiesta en casa de un viejo amigo de la universidad, donde me detuve unos días para conocer a su esposa y a su hija. Era sábado y bebimos como cuando éramos adolescentes. No hubo baile ni conversación; los invitados llegaban con botellas y más botellas, porque la intención era solamente tomar. Comprobé que los hábitos de mi amigo eran los mismos del pasado y me alegré por ello. Sin embargo, el trago se acabó y aquellas dos muchachas avisaron que irían por whisky. Maldije mi caballerosidad de acompañarlas, creyéndolas sobrias, allí sentado junto a la rueda rebelde. Fue necesario que se detuviera otro vehículo, para que su chofer, dirigiéndome una mirada torva, terminara la faena entre gruñidos.
Sucedió un fenómeno extraño entonces: empecé a verlo todo desde afuera, a través de un mecanismo de mi imaginación parecido a la inmortalidad. Concepción nos recibió con sus calles vacías y supe que estaba en el inicio de algo; no moriríamos esa noche. El mundo daba vueltas, no yo. Mi memoria remota se paralizó, arrojándome a los recuerdos recientes de Juan Pablo, mi amigo, presentándome a sus dos hijos adoptivos, a sus gatos y a su pequeña niña. Volví a ver su mirada incisiva, detrás de sus gruesos lentes de toda la vida. Me dieron ganas de reír, de escabullirme de mi incipiente lucidez.
Busqué el amor en esa ciudad, inútilmente, con una mujer que se sentía vieja a la edad de treinta y dos años. Ella estaba en algún lugar de mi mente y luego desapareció. Con Juan Pablo hablamos de política, de libros, de música, sin darle crédito al largo tiempo desde la última vez que cruzamos palabras. ¿Qué sentido tenía todo eso?… A la mañana siguiente desperté vestido, incluso con zapatos, hundido en mis propios ojos.
Calbuco lluvioso
Todo cambió por el arte y la magia de una píldora para dormir. El verde torrencial del sur profundo se tragó el verano. Lloviznaba cuando llegué a Calbuco. Vi fugazmente a Puerto Montt y después estrechaba la mano de Roberto, otro antiguo camarada universitario, que encontró su hogar en una lancha chilota y pretende convertirse en marino. Rápidamente descubrí que Calbuco era un paraíso de invierno. El bus desembocó entre unos pequeños cerros con vista a un manto de mar y a una isla, a la cual se llegaba por un puente.
Los días son lentos y los rostros se repiten en la ruidosa plaza central, con los parlantes municipales que tiñen el aire de cumbias. Los jóvenes deambulan por todas partes, al atardecer y cuando cae la noche, sin saber qué hacer en un pueblo anclado en el anonimato. Pero el sol frío es una delicia. Hay uno o dos prostíbulos, fácilmente reconocibles y admitidos por todos. Por las calles se divisa a algunos artistas locos que, según dicen, son las ovejas negras de viejas familias adineradas. Ellos cantaban: “Navegar es preciso, vivir no es preciso”. Y el resto fue aparecerme de madrugada en la pensión, después de largas horas en un pub con decoración marinera, y encontrarme con el dueño de casa mirando televisión sumido en el peor de los tedios.
El viajero necesita dar algunas explicaciones. Le dijeron: “Si vas al sur, no digas que eres de Santiago; te recibirán mal”. Y respondió: «No, desde luego, soy de Valparaíso». Nunca le ha temido al océano, menos aún transformado en brazos de agua rodeando islas diminutas; si bien prefiere observarle desde lejos. Sospecha que el mar es un buen lugar para estar solo, sin pasado ni incongruencias cotidianas. Si el objetivo era dejar de ser chileno, lo mejor sería avanzar hasta donde se acababa la tierra. Pero aún faltaba para eso.
Las olas eran bravas aquella mañana de la travesía en la lancha de Roberto. Abordo iban cuatro tripulantes aficionados y dos niños. El viento mantenía tirantes a las velas. Como es de rigor, el capitán era el más calmado ante la amenaza de temporal. Era un hombre fornido, moreno y atento a todos los diálogos. La idea era arribar a Puerto Montt durante la tarde, para participar en una regata tradicional de la zona. Dormía en el camarote cuando me avisaron que la embarcación corría el riesgo de voltearse. Salí al día con la misión de sumar mi peso en el costado opuesto a donde nos llevaban las ráfagas. Dio resultado y al poco rato dimos con un remanso protegido en el interior de una isla. El grumete o marinero era un muchacho indígena que continuamente reía. Se internó en tierra en busca de agua y lo seguí. Hallamos a unos niños que construían un bote. No podían creer que estuviésemos navegando con un tiempo tan malo.
Del vacío surgió un pájaro que a duras penas luchaba contra el viento. La noche sorpresiva reveló que habíamos dado vueltas como un trompo.
Las caras preocupadas adquirieron las tonalidades del pánico, cuando la vela principal se rasgó en un extremo. El barco se balanceaba violentamente y en un momento vi al capitán rodar por la cubierta, incapaz de controlar el timón. La lluvia se desató y como era un simple pasajero, decidí dedicarme a calmar a los niños en el camarote. Me asomaba de vez en cuando, veía a su padre luchando con las sogas, y volvía a decirles que todo iba bien. No era verdad. Otra vez podía morir y, sin embargo, estaba seguro de que sobreviviría. Empezamos a avanzar sin vela, a palo desnudo, guiándonos sólo con el foque. Era un auténtico diluvio, en pleno febrero. Sentía tanto frío como si estuviese junto a la Cordillera de los Andes, en Santiago.
Teníamos que vencer la contrariedad a como diera lugar; otros lo habían logrado, en generaciones sucesivas de chilotes desde tiempos inmemoriales. El mito servía de consuelo, como siempre. Pero nunca hubo una queja. Salimos al mar a ver qué pasaba y lo habíamos conseguido: casi volábamos entre ola y ola, a una velocidad inverosímil para la gente que cuenta las horas en sus trabajos.
En el fin del mundo
Al pasar de las semanas me acostumbré a las cubiertas y barandas de los buques. Para llegar hasta Puerto Chacabuco y desde allí dirigirse a Puerto Aysén, se requiere mucha obstinación, pasar de un bus a un barco y luego a un bote. Descendí por Chiloé o Isla Grande de Nueva Galicia, como la llamaron los hispanos en su propósito de hacer una copia feliz de España en América. Los habitantes son callados, aunque amables en su distancia. Están acostumbrados a los desconocidos. Se reparten por un sinnúmero de islas, desde las cuales llegan en bandadas de pequeñas embarcaciones a los mercados de Calbuco y otras ciudadelas.
Pero todo eso había quedado atrás cuando pisé tierra firme, más allá del golfo del Corcovado. Castro fue como visitar un poblado de juguete, con sus casas de caramelo y los delfines jugando en las cercanías del embarcadero. La noche que pasé allí fue como un cumpleaños infantil, de un bar en otro, todos coloridos cual papel picado. Y en Quellón tuve la suerte de alcanzar el Catamarán que venía desde Puerto Montt. Sin pensarlo dos veces me subí para alcanzar la Patagonia.
Las aguas del golfo provocaron algunas sacudidas y luego el deslizamiento por los canales se asemejó a una travesía por una pista de hielo. El cambio en el paisaje supuso la entrada en otro país dentro de Chile, pero distinto a Chile, cuyo nombre no pude adivinar. Los pasajeros del catamarán, todos lugareños, miraban con asombro a derredor. Después supe el motivo de su falta de hábito: la mayoría son emigrantes del norte que buscan su suerte en la pesca de la merluza. El laberinto parecía no tener salida. Pasamos la isla de Melinca y el placer ante lo nuevo llegó a su punto más alto.
La tierra se disgrega y en los islotes, de pronto, se encuentran comunidades de lobos marinos. El capitán, un noruego de barba rubia y panza prominente, detuvo la marcha al acercarnos a uno de esos refugios. Lo miré reír en el puente, cuando los pobres animales huían aterrados por la presencia humana.
Eufórico, tomé el mini bus rumbo a Puerto Aysén. Ya era de noche y no hacía frío. Disfrutaba de un tiempo de gracia. Junto a mí se sentó una niña que subió al catamarán en Puerto Aguirre. Su historia era triste. Venía a reunirse con su madre y su hermanito menor. Cuando sus padres se separaron, ella prefirió seguir a su progenitor, porque su madre la golpeaba cuando estaba borracha. Pero debía proteger a su hermano y por eso había decidido volver con ella. Éste era su primer acercamiento. No supe qué decirle cuando nos despedimos.
El Lejano Oeste se había convertido en el Lejano Sur. Había una sola calle, larga y en algunos tramos de tierra. En sus dos extremos desembocaba en campo abierto. Miré el puente de los asesinatos y noté una tensión en la atmósfera. Claramente las personas tienen miedo de salir por las noches. En la residencial que ocupé tuve una larga charla con la dueña. Su padre había sido uno de los fundadores de Puerto Aysén. Era comunista y fue relegado durante la tiranía de González Videla. De algún modo se enamoró del lugar, fue una autoridad consuetudinaria de la naciente ciudad y después fue asesinado por la dictadura de Pinochet. No se había ido lo suficientemente lejos…
Más que hablar, yo quería ver. Al otro día partí a Coyhaique, por un paisaje de bosques devastados, bello a pesar de todo. Las montañas, eternamente golpeadas por el viento, causaban una impresión prehistórica. Todo es abrupto y monumental, con sus sendas dibujadas como por un pincel. El Valle Central y el verdor tupido del Sur eran un recuerdo apenas perceptible en la memoria. Y la gente también era distinta. Hablaban con acento argentino, o bien eran argentinos y chilenos al mismo tiempo —la frontera difuminada porque Santiago y Buenos Aires están lejos.
Busqué la manera de llegar a Chile Chico y tuve que esperar un día, debido a que el transporte hasta el trasbordador que atraviesa el lago José Miguel Carrera, no estaba disponible. Me quedé en una pensión de Coyhaique, con un clan de jóvenes judíos que por alguno de sus enigmas cabalísticos, tenían que cruzar la Patagonia.
A la mañana siguiente llegué a la ribera de aquel lago y no tenía pasaje para el barco. Me empeciné y al final conseguí uno. La navegación fue tranquila, el manto de agua era verde al comienzo y luego azul; el horizonte de repente afloraba entre los montes de granito y sedimentos. Era como surcar un océano en el interior de un volcán. ¡Y por fin arribé a Chile Chico! Estaba de vuelta en el centro de Chile. No podía creer que el pueblo de Limache tuviese un hermano gemelo tan en el fondo del mundo. La primera persona que vi fue a un chico rapero que paseaba junto a una hilera de álamos. Seguramente era un inquilino del internado rural, que alberga a la mayoría de los adolescentes y niños durante los meses en que los ranchos de sus padres quedan aislados por la nieve. Me eché a andar, algo preocupado porque debía conseguir pasaje para ese mismo día o quedarme una semana, a la espera del próximo viaje del trasbordador. Había realizado un sueño de infancia y ahora podía dejar atrás la niñez.
Pájaros
Ya podía ver el retorno a Puerto Montt, la satisfacción por la meta lograda con el solo impulso del instinto de supervivencia. Pero antes quise pasar unos días en Puerto Aguirre. Había quedado de visitar a una joven que conocí en el catamarán y además tenía curiosidad por ese poblado de pescadores. Esta vez tomé un buque desde Puerto Chacabuco, una mole vetusta, lenta y ruidosa, que demoró un día en hacer un trayecto breve. Los pasajeros se apiñaban en el casino, durmiendo en el suelo, en los asientos, o bien vagando por la cubierta repleta de autos y camiones con ganado. Conocí a un francés de actitud oscura; un solitario de veintitrés años, rucio y desgreñado, que venía desde Argentina. Apenas nos entendimos con gestos y cuando le expliqué que podría haber tomado el catamarán, se hundió en la depresión: había perdido varios días de su viaje. Cayó la noche y al buscarlo para despedirme, lo hallé en un rincón distante de la popa, sentado en el piso e igualado a las sombras por su antiquísimo tormento interior.
En Puerto Aguirre no había luz eléctrica; la tenían racionada. La gente se arremolinaba en el pequeño molo, atraída por la novedad de los recién llegados. Tenía que actuar rápido. Pregunté aquí y allá y por último me indicaron una casa verde. Toqué una y otra vez, algo asustado porque las personas desaparecían y no me parecía buena idea pasar la noche a la intemperie, solo. Al final, salió una mujer gruesa y de voz golpeada.
—Vengo de viaje, soy de Valparaíso y necesito una cama —le dije, y ella abrió mucho los ojos, encantada: también era porteña, como muchos en la zona austral.
Era una casa de remolienda, pero no estábamos en la temporada de las cuotas de pesca y, por tanto, no había prostitutas. Sólo algunos parroquianos buenos para la conversa, las risas y los cuentos largos. Tomé una vela y pasé a una habitación de techo bajo, donde compartí el espacio con una familia de gatos ariscos. Nunca pude recordar el sueño de esa jornada. Pero sí puedo decir que desperté escuchando a Nicola di Bari. Y para mayor asombro me lo encontré luego, durante el desayuno. Era su doble chileno, cantaba igual y venía a animar el aniversario de las Islas Huichas. Sin duda, un pícaro de tomo y lomo, un buscavidas de novela decimonónica. Seguí su humor y reí a mis anchas, para luego salir a pasear.
Con la muchacha no hubo mucho que decir, pero el poblado se reveló como una fantasía inconsciente que por una vez tomaba cuerpo. La gente era amable, me saludaba sonriendo, sin conocerme, sólo por el gusto de ver a alguien nuevo. Fui impulsivamente hacia el lado deshabitado de la isla, desprendiéndome de las miradas curiosas. Llegué a los restos de una embarcación varada en la playa y después desapareció el camino. Continué avanzando a campo traviesa, como cuando niño incursionaba en las montañas que rodean a El Belloto, y alcancé un trozo de costa virgen. Divisé a dos pájaros y cuando ellos me advirtieron se echaron a volar en círculos, acercándose peligrosamente entre chillidos. Imaginé un nido oculto en la arboleda.
El mensaje era claro. Di media vuelta y regresé a la humanidad.
Fotos de Roberto Farías S.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…