Por Sergio Ramírez
Mario Benedetti era ya una leyenda aún antes de su muerte. Y para estar en la leyenda hay que ser el poeta en singular, de quien la gente se sabe poemas enteros, y uno los repite al amanecer en la mesa del bar entre los amigos, otro se los dice al oído a la novia que a su vez se los sabe también.
Un poeta para todas las edades, para los años de nostalgia, cuando se van quedando atrás los años como fantasmas diminutos, y para los de la adolescencia, cuando empiezan a aparecer esos sueños que después serán fantasmas.
Estaba yo una vez en Alicante y Mario iba a dar un recital de sus poesías en Murcia y me fui yo a buscarlo. Caminamos desde el hotel donde se alojaba al Teatro Romea, que está en la plaza Julián Romea, donde le tocaba el recital, y él, que siempre parecía abrumado por todos los pesares del mundo, los suyos y los ajenos, iba callado, preocupado digo yo, porque otra vez iba a enfrentarse al público como si no tuviera ninguna experiencia, como si no hubiera andado de gira tantos años con Nacha Guevara por los teatros de América Latina, él recitaba y ella cantaba, o en el escenario con Serrat, o con Sabina, que cantan sus poemas como las cantaba Nacha. No me vas a decir ahora, Mario, que no sos de las tablas. O peor, como si a las puertas del teatro lo esperara alguien para decirle al oído: tenemos poca gente, esperemos unos minutos, es que el tiempo, el transporte, hay exámenes en la universidad, los muchachos ocupados estudiando.
Y ya estábamos allí frente al teatro, y nos despedíamos por el momento porque a él se lo llevaban para que entrara por la puerta de los actores, pero había un tumulto en las gradas y entonces le dije: mirá, Mario, hay gente de sobra, no han abierto todavía las puertas y ya es hora en que esto fuera a comenzar. Y quien de entre los organizadores del recital se lo llevaba, un muchacho se seguro aprendiz de poeta, dijo con un brillo de gozo en los ojos: qué va, si es adentro que ya está lleno, esta gente se quedó afuera y ya no pudo entrar. ¿Qué era aquello? ¿Una corrida de toros de cartel mayor, el concierto de un rock star, o el punto final de un reality show, o qué?
Y adentro, era cierto, la gente estaba que rugía y no cabía un alma, todas las plazas tomadas, centenares de adolescentes sentados hasta en los pasillos laterales porque ya no había asientos libres, y todo el mundo impaciente, arrancaban conatos de aplausos demandando que era hora de empezar, y luego se abrieron por fin las cortinas y apareció Mario como un torero avergonzado porque no más verlo el público entrar empezó una ovación que no terminaba y aquello era un desorden.
Primero, que se callaran los aplausos y que se callaran los que se habían quedado afuera y que parecía que iban a botar las puertas, y él allí en el escenario, agobiado no sólo por los aplausos, sino por todos los pesares del mundo otra vez como siempre, los suyos y los ajenos, un fardo de dolores y de indignaciones tantas, y luego ya por fin sentado frente a una mesita con una lamparita verde, pero nadie quería respetar el orden del recital porque cada quien pedía un poema a gritos, no sólo dando el título, sino que el solicitante empezaba a recitarlo, todos enardecidos por las palabras como en una gran rebelión juvenil, de las que le gustaba a Mario que se dieran en las calles y en los países sometidos a iniquidades, haciendo lo que podía para imponerse hasta que su propia voz los fue callando a todos y entonces una sentía la presencia del milagro y cómo la leyenda iba haciéndose carne entre nosotros, Mario leyendo ya a la luz de su lamparita verde con voz suave y pausada sacada de las entrañas del sur desde donde venía y donde ahora se quedó sin olvido y tan lleno de memoria.
En: Revista Carátula.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…