Entrevista con Juan Mihovilovich. Autor de la novela Desencierro.
El abogado y narrador explora la conciencia de un prisionero que vislumbra una realidad superior a las miserias de su existencia.
Por Pedro Pablo Guerrero
Cuesta imaginar que en la comuna de Curepto, Región del Maule, alguien pueda llevar una vida ajetreada. Por mucho que sea Juez de Garantía, Letras y Familia de sus 10 mil 812 habitantes. Sin embargo, Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951) se encuentra muy ocupado en estos días. En septiembre, se comienza a rodar un largometraje basado en su novela El contagio de la locura (2006). Su director y guionista es Juan Cristóbal Martínez. «Hemos decidido dedicarnos en cuerpo y alma a la preproducción, rodaje y postproducción», comenta Mihovilovich. Entusiasmado, adelanta que los actores de la película serán los vecinos de Curepto, aportando una perspectiva local que entraña «una respuesta hacia la deshumanización creciente de la globalización».
Precisamente, los límites de lo humano son un tema habitual en las ficciones de Mihovilovich. Así también en Desencierro, cuyo narrador protagonista repasa, desde su confinamiento, una vida marcada por experiencias inhumanas. «El pozo soy yo», declara quien afirma proceder de la nada.
-Aunque advierta que «No se trata de un túnel», ¿»Desencierro» es su libro más premeditadamente «sabatiano»?
-Si entiendo por premeditación el hecho de pensar reflexivamente en un proyecto de novela orientado hacia tal o cual fin, diría que no. No pensé en Sabato ni en ningún autor en particular, lo que no obsta a que en la elaboración del discurso narrativo emerjan las influencias. En Desencierro confluyen parte de mis lecturas, y Sabato fue uno de mis autores tributarios en la juventud. Pero también surge la exploración de la interioridad como una necesidad imperativa, como un fenómeno acuciante que me permitía entender la evolución personal al amparo de «ese desangramiento» individual.
–Parece un retorno a la mirada nihilista de cierta literatura rusa de fines del siglo XIX.
-Podría acercarse a una mirada nihilista, que abjura de todo principio político, religioso, social o moral. Y en gran parte pareciera ser así. Sin embargo, entre líneas, es posible atisbar una suerte de aspiración, de cierto grado de religiosidad. El narrador, si bien descree de las instituciones formales, si bien está preso de un poder desconocido, o conocido, deja entrever en determinados pasajes una realidad superior. Aun así, ese parecido a la literatura rusa es cierto. Crecí leyendo a los escritores rusos de ese período y entre ellos mis referentes más claros han sido y son Dostoievski y Gogol, a los que releo habitualmente.
-«Después de todo, uno mismo es su ciudad», repite el protagonista. ¿Cuánto lo marcó a usted, como autor, la ciudad de Punta Arenas?
-Siento más ligazones de sangre que de suelo. Sin embargo, la influencia sobre mi personalidad es evidente. Hasta los 17 años viví allí aprendiendo que al amanecer el sol surge sobre el Estrecho de Magallanes. Ello equivale a tener una visión cosmogónica bastante diferente a quien ha nacido en la zona central. Me costó años asimilar que el sol salía por encima de la cordillera. Suponer qué había más allá de los cerros que rodeaban la ciudad era un ejercicio onírico y en ello la imaginación se desbocaba. La soledad del espacio ejerció sobre mí una presión insoslayable, la que dio como resultado un permanente proceso de introspección. Lo curioso es que no extraño mi mundo original, aun cuando al visitarlo siento que si algún grado de pertenencia territorial puedo tener, el más cercano es el de Punta Arenas.
-Relata simulacros de ejecuciones, torturas y tratos degradantes. ¿Corresponden a experiencias superadas de nuestro sistema policial-penitenciario?
-No se pueden abstraer las funciones laborales de la vocación de escritor. He sido abogado de derechos humanos en la época dictatorial, luego Seremi de Justicia y Jefe de Readaptación en la Dirección Nacional de Gendarmería hasta llegar al cargo de Juez que hoy tengo. Cualquiera que haya trabajado en esos ámbitos y posea un mínimo de sensibilidad podrá apreciar que los tratos inhumanos y degradantes han sido parte de nuestra historia reciente. Es ilusorio un sistema político exento de aberraciones. Ni en este país ni en ningún otro. Cierto que las democracias permiten fiscalizar de mejor modo los abusos, pero es quimérico creer que puedan eliminarlos totalmente.
-Gaviotas, colibríes, golondrinas, gorriones. En sus libros la locura se asocia a las aves. ¿Qué representan?
-Ya Kafka señalaba que «el escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura». En Desencierro el delirio abarca dimensiones metafísicas. Anclado a un espacio asfixiante, para el personaje central la libertad del vuelo de las aves se vuelve un lastre, pero también una aspiración. Cuando éramos niños en Punta Arenas teníamos el insano juego de matar gaviotas y otros pájaros a orillas del Estrecho. Era un hábito perverso, asociado a la imposibilidad de acceder a «otro espacio,» a una mirada más amplia que la restrictiva geografía humana situada a ras de suelo. Con el tiempo esa incomprensión infantil dio paso a otro universo: las aves hoy me otorgan la certeza de un reino tan válido como el nuestro. Constituyen ahora una exaltación de la belleza física y un preanuncio de algo superior y trascendente.
En: Revista de Libros de El Mercurio.
Ver crítica de José Promis: La oscuridad del laberinto.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…